sábado, 30 de mayo de 2015

Ensoñaciones y melancolía.




      A don Carlos le gustaba sentarse a leer en aquella vieja mesa de mármol, de aquel viejo café, en aquella vieja calle, de aquella ciudad, vieja y amada. Los camareros eran viejos, la clientela era vieja, las fotos que colgaban de las viejas paredes recordaban viejas escenas. Él era viejo.

      Sin embargo, el local olía a limpio, el suelo brillaba, las mesas brillaban, las blancas chaquetillas de los empleados brillaban de puro blancas, la barra, la gran cafetera, las botellas, las tazas y los vasos brillaban. Y un delicioso y acogedor aroma a café, a puro café, lo inundaba todo y te invitaba a quedarte, a refugiarte, a soñarte, a olvidarte.

      Los días transcurrían sin sobresaltos: algún achaque producto de los muchos años, un nuevo nieto, algún funeral, la Unión Deportiva que no arrancaba, ... nada fuera de lo esperado. Don Leandro, el farmacéutico, tomaba su carajillo de cada mañana junto a la barra. En la mesa del fondo, Juanito, Perico "el gato" y Luisito "el pitorro", jubilados de larga duración, leían la prensa deportiva mientras esperaban el segundo cafetito. Más al centro, un grupo de funcionarios de correos hacían un alto en el camino y disfrutaban de un rato de sosiego en aquel "templo silencioso". En su rincón de costumbre, nuestro viejo amigo leía "Guerra y Paz".

      Un buen día, muy de mañana, aún no habían sonado las once en el reloj de la Iglesia, cuando un chico joven entró en la cafetería. No tendría más de veinte años. Vestía pantalón vaquero muy gastado, camiseta negra, y zapatillas deportivas grises, el pelo, más largo que corto, muy limpio, y una barba de varios días sin arreglar. Alto, delgado, aparentemente tímido. Se sentó en una mesa al lado del ventanal que daba a la calle y por el que comenzaba a colarse la luz amable del otoño. En sus manos llevaba un libro y un cuaderno. Y me imagino que algo con que escribir. Miró a su alrededor, atento, curioso, respetuoso. Desplegó una cálida sonrisa complaciente y amigable y llamó al camarero. ¡Es posible que hubiese encontrado su santuario!

      El anciano contemplaba la escena entre la perplejidad y el desasosiego. ¿Qué podría buscar aquí un muchacho tan joven? ¿Habría venido para quedarse? No le hacía ninguna gracia que aquel rincón apacible, de repente se llenase de ruidos, de risas sin sentido, de discusiones, de gritos y tal vez, de amores. No lo permitiría. Hablaría con los demás parroquianos y con Manolo, el encargado de la cafetería y le echarían. No sería muy difícil. En un lugar bien visible había un cartel que rezaba: "Reservado el derecho de admisión".

      ¿Pero qué diablos le estaba pasando? ¿Se estaría volviendo paranoico? A fin de cuentas, desde que entró en el salón, aquel muchacho sólo había leído, tomado notas en un cuaderno con tapas rojas y bebido un par de cafés. No hacia otro ruido más molesto, que el producido por el lento pasar de las páginas de su libro, o el imperceptible rasgar de la pluma sobre el papel. De vez en cuando sonreía, otras parecía triste, o ensimismado, o ausente. Pero al poco regresaba y volvía a sumergirse en la lectura,...o escribía.

       Y el anciano comenzó a tranquilizarse. Su mirada, intransigente y desconfiada al principio, comenzó a tornarse tolerante y acogedora. Y sintió que sus ojos estaban ya preparados para tropezarse con los del joven sin hacerle daño. Dejó el periódico sobre la mesa, y buscó con descaro que las pupilas de ambos se encontraran en el aire. Y lo hicieron. Y el chico esbozó una sonrisa agradecida. Y el viejo se sintió joven. Y mató todos los miedos.

      Aquel otoño acabó. Y su lugar lo ocupó el invierno, lluvioso y frío. La vida en la cafetería, amable y acogedora como siempre, se tornó además luminosa y alegre tras la llegada de aquel chaval de veinte años amigo de los libros, de las causas perdidas y de las preguntas sin respuestas

      Cada tarde, después del tiempo dedicado a la lectura, a la reflexión callada, y a la observación de los comportamientos en aquel universo singular, unos y otros juntaban sus sillas en torno a una mesa y estrujaban la vida. El viejo con otros viejos. Y el muchacho joven junto a todos los viejos. Opinaban, debatían, compartían, gozaban. Pasaron los días, las semanas y los meses. También algún año. Y el viejo café se hizo ágora y universidad y refugio y hogar. Y su luz pudo contemplarse desde lugares muy remotos.

      Pero ocurrió lo que era lógico que ocurriera. Un día, el chico tuvo que partir. Lejos. A otra ciudad. Muy lejos. Y la melancolía, como la mala hierba, se adueñó del lugar. Y el viejo volvió a sentirse viejo y los otros viejos regresaron al silencio y a la resignada contemplación del paso del tiempo.

      Las razones de su marcha poco importan aquí. Unos dijeron que fue la política, otros que la búsqueda de respuestas, algunos que un trabajo inesperado y hubo quién pensó que el causante fue el amor. En definitiva, la vida.

      Pasaron los años. Muchos años. Cincuenta, casi. Y el joven volvió. Y buscó la vieja calle, ... pero aquella no era su calle. Y buscó su vieja cafetería y en su lugar halló una moderna tienda de Zara, igual que las otras Zaras que vio en Hong Kong, Madrid o Budapest. Y le embargó la pena. Y recordó el día en que entró por primera vez "en su santuario" y el instante gozoso en el que sus ojos tropezaron en el aire con los ojos del anciano, y los momentos de lectura compartidas y los poemas que nunca se olvidaron y los sueños de libertad en aquellos tiempos oscuros, ...

      Sentado en un banco del parque que siempre fue suyo, esperó la hora mágica de los sueños, dejó que su mente se perdiera en el fascinante país al que solo él tenía acceso  y decidió buscar otro café - inventárselo - con mesas de mármol y patas de forja, con camareros con pajarita negra y chaquetilla blanca, que amaran su oficio y se sintieran respetados en él. Y elegiría mesa. Sería su mesa. Y leería libros. Y bebería a sorbitos un café cargado y muy caliente. Y exploraría complicidades con otros clientes y charlarían y compartirían... pero, sobre todo, estaría atento a la aparición por aquella puerta de cristal de algún joven con un libro en la mano y un cuaderno de notas con tapas rojas, o negras, o azules... Y forzaría el encuentro con sus ojos, le daría la bienvenida con la mirada y le haría sentirse en su casa. Hasta que él quisiera. Sólo hasta que él quisiera.

      Y en su sueño soñó que llegó una muchacha, vestida de manera informal, fresca, elegante, con el pelo largo y ensortijado, con gafas a lo Lennon, una pequeña mochila de lona a la espalda y un libro entre sus manos. Y en su sueño soñó, que a la muchacha le gustó lo que vio, y se quedó. También a él le gustó ella, y sonrió satisfecho. Y pasarían los días, los meses y algunos años. Y cuando llegara la hora del crepúsculo, cuando la luz amarillenta de los tubos fluorescentes LED se enseñorearan del lugar, viejos y menos viejos, hombres y mujeres, clientes habituales y más de un curioso, se reunirían en torno a una mesa y recitarían "La Noche Oscura del Alma" , leerían una página, cualquier página, del "Olvidado Rey Gudú", o se sumergirían en el fascinante monólogo creado por Sándor Márai en su "Último Encuentro". Y cuando nuestra joven amiga hubiera superado al fin el rubicón de la timidez, propondría al grupo las lecturas que, hace cincuenta años, otro muchacho compartió con otros viejos soñadores, en un lugar parecido:  "El Arte de Amar", y "Los condenados de la tierra".
Y no quiso despertar de su sueño.

....................................

      Y se desbordaron los ríos, el aire se llenó de olor a lavanda y flores silvestres, fuegos artificiales iluminaron el cielo estrellado, los jóvenes se volvieron más sabios y los viejos más jóvenes. Y la vida siguió fluyendo.

.....................................

      Se había hecho tarde. Una bandada de pájaros buscó refugio en el gran olmo. Regresó de su sueño. Cuando abrió los ojos, junto a él, en su banco, una muchacha con el pelo largo y ensortijado, gafas a lo Lennon y una mochila de lona en su regazo, leía, abandonada, "La Nieta del Señor Lynch". Justo al lado, un libro de Antonio Lozano, "Me llamo Suleimán" , y un cuaderno de notas con tapas rojas. La miró, le miró, sonrieron y tras inclinar levemente la cabeza se alejó de ella y de su parque.