miércoles, 23 de enero de 2013

Temisas. La Carretera ya está aquí.

      Salió de su casa cuando las nubes dejaron de jarrear de manera inmisericorde y el sol volvió a hacerse dueño de los cielos y del valle. Aún bajaban torrenteras por las montañas y continuaba lloviendo bajo las copas de los árboles. La tierra caliente y mojada mostraba su agradecimiento a la naturaleza dejando escapar de sus entrañas fumarolas blanquecinas de vapor de agua.

      Los niños salían del colegio en desbandada. Mario devolvió al jardín el caballete y su paleta de colores, y se dispuso a dibujar, por enésima vez, retazos de su paraíso. Pepito López pasó cerca y le saludó sonriendo; en pocas horas besaría a todos sus hijos y a muchos de sus nietos; era viernes día de feliz regreso a la casa común. María y Luis ya le esperaban asomados al balcón de su terraza. Por la carretera que conduce al cementerio, Manolín desentumece los músculos del joven cachorro haciéndole correr tras el trozo de madera que una y otra vez el perrillo deposita de vuelta ante sus pies mientras le mira expectante y nervioso con la lengua fuera y moviendo el rabo frenéticamente. Algo más atrás, Auxi charla con su hija y se despiden hasta la noche. La plaza comienza a llenarse de gente. La Iglesia está abierta. Por la calle que desciende desde el Chorro Santo vienen caminando Ana Mari Arbelo con sus hermanos Abelardo y Fátima. Norita Alemán y parte de su familia están subiendo por el viejo camino del café. Mingo se afana preparando un suculento guiso de cabrito embarrado para el fin de semana. La cantina del local social y su pequeña terraza comienzan a recibir a los primeros clientes de la tarde. Miguel Alemán y su mujer charlan con Sergio Cubas, su esposa y su hijo recién llegados de Las Palmas. Alfredo y Eduardo Alemán toman algo en la barra. En el tablón de anuncios, un sencillo cartel recuerda a vecinos y visitantes que durante la madrugada del sábado habrá "Visita, Explicación y Observación de la Bóveda Celeste", a través del telescopio situado en la Cúpula del Observatorio Astronómico de Temisas. Junto a él, otro aviso de la Asociación de Vecinos convocando a una reunión informativa sobre el estado actual de las obras de aglomerado de la vía que une el pueblo con Agüimes. Será el domingo, a las 12 de la mañana, en el Local Social.

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      Mientras se alejaba por la carretera desierta y vieja, testigo mudo de incontables aventuras y con heridas de mil guerras, su cabeza no paraba de proyectar, como en una cinta sin fin, historias ya vividas, frustraciones enquistadas y sueños que se quedaron en sueños. Caminaba algo encorvado por el peso de los muchos años, y por culpa de una espalda castigada y mal cuidada. Por fortuna no necesitó forzarla para ganarse la vida.

      Cada cierto tiempo se detenía, volvía la cabeza, fijaba su mirada en la increíble belleza del pueblo y recorría con sus ojos pequeños y muy gastados, los escenarios en los que se desarrolló una importantísima parte de su vida.

       El agua resbalaba aún por los imponentes macizos que rodeaban el valle y llegaba a los barrancos que corrían alegres hacia la costa. Las verdes tuneras bañadas de agua y de sol, brillaban espléndidas entre los riscos. La retama blanca y los espinos torturados por el viento con sus siluetas agónicas, completaban el decorado soberbio de aquellas montañas únicas.

       De vez en cuando, un coche pasaba y sus ocupantes le miraban con curiosidad. Algunos, instantes después, hacían sonar el claxon y agitaban sus manos en señal de saludo. Le habían reconocido. No era fácil hacerlo; muchos no habían nacido cuando él se marchó y los otros ...¡ 40 años son muchos años! Posiblemente eran vecinos que regresaban a visitar a sus padres o a disfrutar del fin de semana. No había lugar mejor.

      Sin embargo, durante los últimos siete meses, la vida en el pueblo tuvo que resultar complicada.

      Por fin, una antigua y peleada aspiración iba a cumplirse: el viejo, angosto, destrozado, y peligroso camino se vestiría de fiesta, transformándose en una magnífica carretera de montaña que haría más fácil la vida de los vecinos y acabaría uniendo sin sobresaltos, a todos los pueblos de Gran Canaria con uno de los rincones más bellos de la isla.

      Pero la gloria final iba a exigir sacrificios desmedidos. Es algo que casi siempre les ocurre a los pobres, y por lo general, sólo a los pobres. Afortunadamente, la gente de Temisas se acostumbró hace mucho tiempo a penar y a luchar. A sacrificarse y a pactar. Pero va a resultar difícil. Muy difícil. Difícil y doloroso.

      Asociación de Vecinos, Ayuntamiento de Agüimes, Cabildo Insular. Muchas reuniones. Tormenta de ideas en busca de las soluciones menos traumáticas. Incuestionable buena voluntad de todas las partes.

       De todas formas, iba a resultar imposible evitar el bloqueo. No quedaría más remedio que aceptar un grado de incomunicación que se presumía excesivo para las necesidades de movimiento de un pueblo entero a estas alturas del siglo XXI. ¿Cómo desplazarse al trabajo, a los colegios, al médico, a la compra, a las urgencias,...? Por fortuna, el entendimiento con los trabajadores y la empresa encargada de las obras es excelente y se logran arbitrar horarios de paso - muy limitados- pero que evitan el cierre total y proporcionan un pequeño respiro.

       Pero son muchos meses. Es mucho tiempo. Y resultará imposible evitar situaciones de tensión. Y surgirán inevitables enfrentamientos. El dolor y la impotencia oscurecen el entendimiento y hacen imposible el diálogo sereno y la colaboración generosa. Y como ocurre casi siempre, los que han decidido asumir la responsabilidad de ponerse al frente de la coordinación, la información y la búsqueda de arreglos a problemas imprevistos, deberán aceptar como inevitables, explosiones de frustración, críticas injustas, boicoteos y alguna maledicencia. Es el peaje que han de pagar quienes hayan decidido voluntariamente servir a la comunidad. Siempre fue así. Está en la condición humana. Pero, como decía Cela, "quién resiste, gana". Al final, todo pasará, y sólo quedará la alegría de un pueblo mucho mejor comunicado y con unas posibilidades de futuro enormes.

       Está algo cansado y decide sentarse sobre una piedra a la izquierda del camino, de espaldas al Caserío y con la mirada puesta en el imponente Roque Aguayro y el apacible mar de Arinaga. Los pensamientos ahora son más personales, más íntimos. Mientras contempla las gotas de lluvia resbalar como si fueran lágrimas por las pencas de una tunera cercana, le da vueltas a la idea de que forma parte de algo muy grande, y de que en algún lugar del mundo alguien llora por él.

       Los años se suceden vertiginosamente y ha de estar preparado para gozar en plenitud de la etapa más profunda de su vida. Y le viene a la memoria que hace mucho tiempo, en algún lugar que ahora no recuerda, leyó fascinado qué "el arte de la vejez consiste en arreglárselas para acabar como un gran río, sabiamente."

      Un coche con muchos años de servicio a sus espaldas, se acerca salvando obstáculos por la vieja carretera. Se reconocieron al instante. El conductor para el vehículo y desciende junto a su acompañante. Se funden en un abrazo y se regalan besos y sonrisas. Miguel y Paquita le invitan a subirse al coche y regresar juntos a Temisas.

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      Cuando este relato vea la luz faltarán escasos días para que la vieja reivindicación de un pueblo se vea cumplida. La Nueva Carretera, por fin, ya está aquí. Desde este rincón lejano en el que vivo, mi admiración y mi respeto a la Asociación de Vecinos Caserío Canario de Temisas por su impagable trabajo y su enorme valor. A todos los vecinos del pueblo, por haber asumido con entereza, enormes sacrificios por su futuro y el futuro de sus hijos. Al Ayuntamiento de Agüimes por su implicación absoluta en el proyecto y haber estado siempre cerca de la gente. Al Cabildo Insular por "habernos mirado" y por haberse comportado durante este tiempo como un interlocutor leal.

viernes, 18 de enero de 2013

Juan y Javier. Historias de amor y de pena.

Juan

Había salido de casa muy temprano. Quería llegar al punto de encuentro antes de que el sol alcanzase su cénit. Pantalón corto de algodón, camiseta blanca y unas buenas zapatillas deportivas para senderistas de vocación tardía. A la espalda, una pequeñísima mochila con algo de comida, agua, un mini botiquín de primeros auxilios y una muda de camiseta. - Muy completito.-

Era una mañana preciosa de finales de junio. Atrás quedaron el ruido de los coches, el olor a queroseno y un asfalto agrietado y ardiente. Caminaba por senderos limpios y bien cuidados, protegido por la sombra de los pinares que bajaban hasta el valle y por el frescor de un pequeño arroyo que iba a servirle de GPS si seguía su contracorriente.

  Disfrutaba con el aroma de la salvia, con los misteriosos sonidos del bosque y con el modo en que las colinas se coloreaban de naranja en verano al cubrirse de amapolas y gallardías. Juan adoraba su tierra.

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Javier

Los días transcurrían como si cargaran un peso insoportable. Plomizos, grises, preñados de tristezas. No había nada que los distinguiera del de ayer, ni del de anteayer, ni, presumiblemente, del de mañana. Sus días, los suyos, los que tenía que vivir inevitablemente, se sucedían con la misma sensación de aburrimiento y hastío. Era cómo si se hubiese mimetizado con el paisaje, aunque lo más probable, es que el paisaje "inocente" fuera una simple holografía creada por su alma doliente.

Desde el confortable ático en el que vive desde que se trasladó a Madrid, contemplaba cada mañana el mar de tejados y chimeneas que cubren El Barrio de las Letras y llega hasta Atocha y El Reina Sofía. Sin embargo, lo que en sus gozosos días de estreno constituyó para él un espectáculo de belleza singular, se había convertido de repente en algo vulgar y deprimente. Ya no sale a su gran terraza, ya no mira a través de las ventanas. Las cortinas permanecen corridas todo el día, las persianas sólo suben lo indispensable para no tener que encender la luz eléctrica. Sin embargo, no hay desorden, la casa está limpia, el baño impoluto, la cocina recogida. Él, ...él, como siempre, pulcro y bien vestido.

Juanita, la señora que le ayudó desde el principio, viene tres días por semana ordena y cocina. Está preocupada. No le gusta lo que ve. Hay demasiada tristeza en los ojos del muchacho. Desde qué ocurrió lo que ocurriera aquella noche de noviembre, y de lo que ella jamás supo nada, no ha vuelto a verle sonreír. Afortunadamente, una arraigada y estricta educación que parece marcada a fuego, le impide descuidar su aseo personal y un toque de discreta elegancia en el vestir. Su trabajo en la universidad, que nunca dejó, puede que también haya ayudado.

Pero no, no le gusta lo que ve.

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Juan

Ya estaban arriba. En la cumbre. Disfrutando del Nublo, con el Teide al fondo. Sonrisas, abrazos, bromas, ... y algunas ampollas en los pies de los novatos, en los suyos también, ... y el agua fresca del arroyo haciendo de dulce bálsamo.

  Elegida una espléndida sombra junto a una enorme roca y unos viejos alcornocales, se dispusieron a compartir viandas y bebidas. Riquísimo pan de matalauva, tortilla, con cebolla y sin cebolla, lomo y pollo empanado, unos tomates que mantuvieron frescos en el agua, cortados y aliñados con aceite de Temisas, una monumental empanada de pisto y atún, quesos de Ingenio y Valsequillo, unas buenas lonchas de pata de cerdo traídas desde Telde, vino "del Señorío de Agüimes, plátanos de Galdar y naranjas de ombligo de La Higuera Canaria, conformaban una tentación irresistible ante un estado de incontenible bulimia general. Y todos se sentaron en el suelo en torno a un enorme mantel de cuadros blancos y rojos que se le había ocurrido traer a Miguel Jiménez.

  Y llegó la sobremesa. Y volaron libres los recuerdos. Y regresaron muy atrás, cuando aún eran muy jóvenes. Cuando vivir era una aventura permanente. Cuando soñar y contar en voz alta lo soñado podía ser peligroso. Cuando era importante que alguien, mientras caminabas, te diera la mano y su tiempo y su confianza y su saber. Y memorizaron los primeros encuentros, y los proyectos compartidos y las ganas de cambiar el mundo y el nacimiento de una amistad que había llegado hasta hoy y que, seguramente, permanecería para siempre.

Como si hubiese sido raptado en un encantamiento, sus oídos escucharon de repente palabras y risas que mezclaban pasado y presente, resonancia de violines y susurros de chelo, ecos de antaño y murmullos de ahora. Y sus ojos se abrieron y con ellos miró a sus amigos como nunca antes les había visto y descubrió con otra mirada sus arrugas, y sus kilos de más, o de menos, y sus cabelleras blancas, o la ausencia de ellas, y sus cuerpos cansados y sus sonrisas. Sí, sus sonrisas eran las sonrisas de siempre. Tal vez más limpias, tal vez más sabias. Y lo que vio le gustó. Y se sintió afortunado.

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Javier

Nunca le gustaron los inviernos de Madrid. Aborrecía la nieve en la ciudad y el hielo y el intenso frío. Los días de niebla y de lluvia que conducían al paroxismo la habitual locura del tráfico. Los abrigos, las trencas, los gorros y los guantes, las bufandas de lana y los dos pares de calcetines. Aborrecía el metro abarrotado, los autobuses repletos, las calles llenas de gente que caminan sin mirar. El olor a gasóil y la boina de polución, el insoportable ruido de las sirenas, los bocinazos de conductores histéricos y los camiones de la basura. Aborrecía que la noche llegara tan pronto, que la televisión fuera tan mala y que a un día gris fuera a sucederle otro.

Juanita llegó a casa como cada viernes. Aún no serían las diez. Javier debería llevar ya una hora en su trabajo; siempre fue muy responsable. Encendió la luz de la entrada y se dio cuenta de que no estaba puesta la alarma. Le extrañó; nunca se olvidaba; tenía pavor a los ladrones. El salón estaba recogido, la pequeña manta que compró en ZaraHome, doblada, sobre la mesa de centro un libro de poemas y un cuaderno de tapas grises cerrado. En la cocina, sólo un vaso manchado de leche permanecía en el fregadero. Anoche no cenó. En la nevera, intacta, la comida que le había preparado. Tuvo que encender todas las luces. Las persianas estaban completamente bajadas. Su habitación, también era raro, cerrada. Dejarla ligeramente entornada, era la señal de que podía entrar a limpiarla sin reparo. Empezó a preocuparse. Demasiadas señales extrañas.

Llamó a la puerta un par de veces pero nadie contestó. "En fin, se dijo a sí misma, el chico es humano, también puede olvidar cosas". Abrió despacito, como pidiendo perdón, y entró.

¿Qué demonios pasó aquella noche de noviembre?

  La policía llegó a los pocos minutos. Juanita, presa de un ataque de nervios, era atendida por un enfermero del Sámur. En el interior de la habitación, un inspector de homicidios contempla desconcertado la escena. Sobre una cama perfectamente hecha, sin una arruga, sin un doblez, un hombre joven - entre los 35 y los 40 años - yace impecablemente vestido con un pijama de seda azul, peinado con mimo, con la cabeza ligeramente ladeada sobre su derecha, con los ojos cerrados y un perceptible rictus de serenidad en sus labios, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y un agradable olor a perfume de Armani inundándolo todo. Sobre la mesilla de noche, un frasco de pastillas vacío y dos vasos, que antes contuvieron agua, también vacíos. El hombre parecía dulcemente dormido. Desgraciadamente estaba muerto.

.- Inspector, por favor, tiene que ver esto .- En el salón, junto a la mesa de centro, nervioso, un policía de la científica sostiene entre sus guantes de látex un libro de poemas y un cuaderno de tapas grises.

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Nota.- Dicen que el inspector de homicidios del distrito centro jamás deja un asunto sin resolver. Me dijeron que haría lo mismo con éste. ¡Ojalá! Espero que pronto pueda decirnos que pasó. Y si la investigación se complicara, ¿por qué no pensar en un relato largo?

sábado, 12 de enero de 2013

El Cuentacuentos.

      Desde que fue muy niño contó historias. Necesitaba contarlas. Se reunía con sus pequeños amigos de la montañeta, se metían bajo la tienda india que habían montado con la sacas de papas que les dejaba Juanita "la artista", la madre de los hermanos Hernández Liria, y se pasaban las horas soñando aventuras, ideando juegos, preparando guerras.

      Muy pronto descubrió el milagro de la lectura ( el mayor que jamás descubrió) y algún tiempo después supo que no se le daba muy mal comunicarse escribiendo. Sin embargo, de todos cuantos instrumentos dispuso para acercarse a los otros, ninguno como el del humilde cuentacuentos. El que practicó de niño para inventar mundos fantásticos, el que empleó de adolescente para enamorar a las chicas, el que utilizó más tarde como ariete para vender ideas y ganar voluntades, el que le permitía hacer creíble lo imposible, viajar en el tiempo e imaginar mundos más habitables. Y también algo mucho más prosaico, el que le permitió ganarse el pan que alimentaba a su familia.

      Creía en la exuberancia de la palabra, en la construcción cuidadosa de las oraciones, en la claridad y sencillez de los relatos, pero junto a eso, reforzándolo, enriqueciéndolo, confiaba ciegamente en la fuerza añadida de la mirada, en el tono de la voz, susurrante a veces, trueno otras, en el movimiento de las manos, en el lenguaje sin trampas de los cuerpos. Le parecía que nada podría sustituir el encuentro personal cuando se deseaba transmitir la pasión de una vivencia. Nadie, eso al menos creía él, igualaría jamás el embrujo de un contador de historias.

      Por eso admiraba a los "habladores", esos personajes maravillosos que viven en la Amazonía, la inmensa selva tropical de América del Sur, y que pasan toda su vida trasladándose de aldea en aldea transmitiendo a sus gentes las tradiciones y el saber que generaciones milenarias les habían confiado a lo largo de los siglos. No existe para ellos otro archivo del conocimiento que el arcón de la memoria. No poseen otro canal de información que las historias transmitidas por estos extraordinarios y mágicos cuentacuentos.

      Han pasado un puñado de años. Aún no toca hacer repaso. Eso al menos dice él. Posiblemente sea una forma inteligente de hacerle un quiebro a la vida. Un instante sigue siendo un instante tengas la edad que tengas. Mañana será siempre una incógnita para un joven deportista, y para un adulto con el cuerpo cansado. ¿Quién conoce lo que sucederá unos segundos después? Lo realmente importante, piensa, es vivir con intensidad el momento presente, y ese momento es de verdad la vida, la única vida. Porque, ¿qué son los proyectos, los propósitos y los sueños sino retazos hechiceros del presente?

      No bastaba, creía él, con el potencial de información acumulada en enciclopedias y ordenadores, ni con la inmediatez con la que podemos acceder a cualquier fuente del conocimiento. Es prácticamente seguro que nunca existió un individuo con tanta información, pero también es probable que nunca haya existido una época en la que el hombre se haya visto rodeado de tantos peligros para dejar de ser hombre. La soberbia, el exceso de información mal digerida, la superficialidad y el trastoque de valores, el individualismo castrante y nuestra extrema fragilidad ante poderes totalitarios que no percibimos, pueden convertirnos en multitudinarias tropas de zombis instruidas, pero esclavas. Por eso, pensó, era necesaria la vuelta a los valores éticos, a la pasión por la vida, a la comunión con la naturaleza de la que formamos parte, al conocimiento consciente, a la recuperación del valor de las palabras, ... Y para conseguirlo, esto sí lo tenía claro, le parecía indispensable la vuelta a la enseñanza a través del amor y el respeto.

      Por eso, si hoy volviera a nacer, si los amigos de su universo mágico le concedieran el regalo de una nueva existencia, y si, abusando un poco más de sus bondades consiguiera que lo trasladasen a un tiempo en el que las velas, el carburo o el petróleo fueran aún las únicas luces que alumbraran la noche, cogería su tienda y su macuto, calzaría sus antiguas botas de trekking y un buen bastón de fresno, se pertrecharía de lápices y cuadernos y se iría por senderos de medianías y montañas a la caza de historias antiguas, de tradiciones y mitos, de tragedias y amores, del conocimiento de bestias increíbles y de "visitantes que brillaban más que el sol". Hablaría con viejecitos que nunca abandonaron su pueblo y con ricos indianos que se fueron muy lejos pero que tuvieron que regresar muy pronto ante el lamento de las cumbres que lloraban sus ausencias. Y se iría de un pueblo a otro pueblo y cruzaría barrancos y subiría montañas y plantaría su tienda a la entrada de otra aldea y al llegar la noche encenderían un fuego y los mayores del lugar le contarían sus secretos y él escribiría sin parar.

      Y después de un tiempo largo regresaría a su casa, repasaría sus notas, las revestiría con las palabras más hermosas que existieran en su lengua e iría de plaza en plaza, de ciudad en ciudad, de casino en casino contando las historias que a él le contaron, homenajeando con su recién estrenada profesión de cuentacuentos, las tradiciones milenarias de millones de seres humanos que durante siglos transmitieron su sabiduría con sus palabras,con el tono de sus voces, con el brillo de sus ojos con la riqueza de sus gestos.

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      Sirva este humilde relato para agradecer a ese, cada vez menor número de personas que, en tiempos de prisas y de urgencias, de eficacia y competitividad, de asombro y legítimo orgullo por los avances tecnológicos, son aún capaces de emocionarnos con el verbo, de enriquecernos con las palabras, de enamorarnos cuando hablan. Gracias por su sosiego, por sus pausas, por su respeto a la belleza, por su amor incondicional a la más hermosa creación del hombre: El Lenguaje.

      A José Luis Gómez, Javier Sierra, Nuria Espert, Antonio Gala, Eduard Punset, Iñaqui Gabilondo, Luís del Olmo y a otros muchos con los que inevitablemente cometo una enorme injusticia al dejar de nombrarlos aquí, gracias de corazón por lo mucho que les debo.