domingo, 29 de enero de 2012

Los libros que amé. "El callejón de los milagros".- Naguib Mahfuz.

      Mi primer acercamiento a su obra se produjo al poco de comenzar el otoño del año 1988. Exactamente, el 4 de Noviembre. No recuerdo si era un día soleado, lluvioso o desapacible. Pero sin duda fue un día venturoso.

      ¿Me lo regalaron? ¿Me lo regalé? Por la fecha que aparece escrita en su primera página me inclino a pensar que fue un obsequio de mi mujer. Mi eterna gratitud.

      "El callejón de los milagros", de Naguib Mahfuz es la gran novela de El Cairo y la puerta que nos introduce a la prosa de uno de los más grandes narradores de la lengua y literatura árabes. A partir de esa experiencia primera, muchos hemos buscado y devorado todo cuanto fue traducido de su obra a nuestra lengua.

  • Los ruidos del día se habían apagado y se comenzaban a oír los del atardecer, susurros dispersos, un "Buenas noches a todos" por aquí, un "Pasa, es la hora de la tertulia" por allá. "¡Despierta, tío Kamil y cierra la tienda!" "¡Cambia el agua del narguile, Sanker!" "¡Apaga el horno, Jaada!" "Este hachís me duele en el pecho." "Cinco años de apagones y bombardeos es el precio que hemos de pagar por nuestros pecados."
      Con una maestría luminosa, con la sencillez de un contador de cuentos y la hondura de un explorador del subconsciente, Mahfuz nos introduce en su "callejón" y nos invita a compartir la vida de unos seres entrañables desde el privilegiado asiento del boyeur que se contenta con observar a través de la cerradura para evitar contaminar la veracidad que nos transmiten los personajes.

      El callejón Midaq, en el corazón del Cairo, es el escenario en el que se sitúa la novela. Años cuarenta. Segunda guerra mundial. Sus protagonistas son el café de Kirsha, donde los poemas han debido ser sustituídos por la radio, y la calle, con su sórdida miseria y su explosión de colores.

      El barbero, la alcahueta, el vendedor de dulces, el dentista, la joven Amida, hermosa, pobre y ambiciosa, el vendedor de caramelos, son los personajes que conforman el peculiar microcosmos del callejón Midaq en el que van a reproducirse los problemas universales y atemporales de moralidad y comportamiento, de miserias y de luces.

      A través de la escritura humilde y sabia de Mahfuz nos introducimos en una ciudad  enigmática y cosmopolita. Como sin querer, las pequeñas historias de sus hombres y sus mujeres, de sus viejos barrios, de sus amores y sus tristezas nos van llevando al conocimiento fiel de los enormes cambios que se fueron produciendo en la sociedad y personalidad egipcias durante los primeros cuarenta años del siglo XX.

      "El callejón de los milagros" es ante todo una mirada cargada de ternura hacia unas gentes y un viejo barrio que constituyen para el autor lo más auténtico y sagrado de la vida. Mahfuz nació en estos viejos barrios. Y los amó.

      Creo que nunca nadie describió una escena, una situación, un estado emocional, con la precisión y meticulosidad, con la sencillez y la profundidad, con el respeto y la dulzura, con la que el autor ha construido esta obra maestra. Por favor, si no la han leído acerquense a ella. Si ya lo hicieron, vuelvan a disfrutarla.

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      Naguib Mahfuz nació en Jamaliyyah, una zona del barrio antiguo de el Cairo. Discurría el año 1911. Se graduó en filosofía en la universidad de su ciudad. Considerado el "padre" de la prosa árabe contemporánea, en 1972 recibió el prestigioso Premio Nacional de las Letras Egipcias y se le otorgó el Collar de la República, el más alto honor de su nación. En 1988 se le concede el Premio Nobel de Literatura.

      Entre sus novelas más emblemáticas me gustaría citar las siguientes:
           
            * "La Trilogía de El Cairo" (Entre dos Palacios, El Palacio del deseo y La   Azucarera).  La obra cumbre de su literatura.

            *"Hijos de nuestro barrio".

            *"El día que mataron al líder".

            *"La epopeya de lo Harafish".

martes, 24 de enero de 2012

El dulce placer de la amistad. (Recuerdos.-21)

      La desaparición de su universo encantado iba a traerle dolor. Las luces y las sombras, la salida del sol o la irrupción de la noche, la vida y la muerte dejarían de producirse al son que le marcaba su imaginación inocente. Los acontecimientos acabarían produciéndose según las leyes que gobernaban el universo desde el principio de los tiempos. No le quedaba otro remedio. Tendría que adaptarse al viejo y eterno orden. Había ingresado en el mundo real.

      Sin ruido, despacio, poco a poco, como desaparece el paisaje tras la niebla, sus compañeros de juegos infantiles y los quiméricos escenarios que cobijaron sus primeras fantasías, fueron difuminándose de forma imperceptible al tiempo que su cuerpo crecía y su mente le sumergía en un laberinto interior ignoto y fascinante. Nuevos personajes iban a colarse en la película que debía interpretar fuera de los límites del castillo. El casting le vendría dado desde fuera. Nuevos espacios sustituirían a su amada Montañeta y al entrañable San Francisco. Los barrios de San Gregorio y San Antonio, el Cinema Telde y el Cervantes, El Instituto y el parque de León y Joven iban a ser, con su amada Plaza de San Juan, las localizaciones donde acabaría eclosionando el volcán que convertiría al desinhibido y alegre niño en un indescifrable, asustado y romántico adolescente.

      Aquella tarde se estaba haciendo rogar. Junto a la tienda de Lalita y Manolo Naranjo - en la calle del Quinto - le esperaban impacientes Antonio Sosa y Álvaro Álvarez. Más tarde deberían pasar a recoger a Luisito Arencibia y a Manolo Ojeda quienes, sin duda entre perjurios, estarían preguntando a todo el que pasaba por la hora que era, sin importarles un pimiento haber hecho exactamente lo mismo tan sólo unos segundos antes.

      Por allí asoma, a la altura de la carpintería de maestro Isidoro, tranquilo, saludando a todo bicho viviente, danzando más que andando, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, con las ropas de domingo, estrenando un peinado que debió llevarle largo rato ante el espejo, con una sonrisa de oreja a oreja marca de la casa y oliendo a jaboncillo Lux, "el jabón de las estrellas".

          - Ya era hora - le espetan los dos a una - No vamos a llegar.
          - No pasa nada, antes de la película echan el rollo del NODO y un montón de anuncios. Llegamos de sobra. Además, mi padre está en la puerta. No habrá problemas.
          - Bueno, vámonos ya - dijo Álvaro - Manolo y Luis estarán cabreados.

      Antonio y Álvaro vivían muy cerca de la plaza de San Juan. Los tres eran amigos desde muy niños y habían compartido juegos casi a diario.

Álvaro era un tipo muy especial, indefinible, pero fundamentalmente era alguien bueno. Humilde y bueno. No conversaba mucho. No discutía nunca. Pero siempre estaba cerca.

Antonio era algo más joven, uno o dos años menos quizás, inteligente, algo introvertido, poco hablador, honesto, leal y extremadamente sincero. Desde muy pequeño formó parte de la Banda Municipal de Música. Estaba muy elegante con su uniforme azul.

Luis era el benjamín. Se integró en "el equipo" porque su edad sicológica iba muy por delante de sus años. Brillante, divertido y despistado hasta decir basta. En su casa escuché por primera vez una de las canciones que más amé, "Yesterday" de The Beatles. Aún hoy recuerdo aquel instante.

Manolo Ojeda había sido el último en incorporarse al grupo. Conocía a Luis desde niño. Vivían casi al lado, allá donde comenzaba el barrio de San Gregorio. Tenía un piano en su casa y lo tocaba con primor. Era sencillo, estupendo conversador y muy buena gente. Había sido un gran fichaje.

      Ya había cumplido con el rito dominical del cine. No había estado mal. Le gustaban las películas del oeste. Y le gustaba Alan Ladd. Fuera, una larga fila aguardaba el comienzo de la próxima sesión. Por lo visto, "Raíces Profundas" parecía tener tirón. Le pidió a su padre una peseta y se compró un cucurucho de chufas en el carrito que aparcaba cerca de la puerta. En la acera de enfrente el salón de juegos estaba abarrotado de chavales. Varios futbolines, una mesa de billar y varias maquinitas electrónicas alquilaban sus servicios a jóvenes y menos jóvenes que muy pronto, como tantas otras tardes, estarían sin un céntimo en los bolsillos. Siempre procuró esquivar este lugar. No tenía dinero y no le gustaba que lo supieran. De todas formas, ni entonces ni ahora, se sintió atraído por estos locales.

      Las últimas luces de la tarde dejaron paso a la romántica iluminación de las farolas. El parque León y Joven rebosaba vida. Cada domingo, desde todos los barrios de la ciudad, centenares de adolescentes de ambos sexos acudían impacientes y nerviosos al atávico y excitante juego del cortejo. Durante horas, chicas y chicos, daban vueltas sin cesar alrededor de aquel espacio rectangular lanzándose guiños cómplices, miradas tiernas, sonrisas nerviosas, algún furtivo roce al pasar y a veces un...¿Puedo pasear contigo?... Claro, ¿si tu quieres?  Y la noche se llenaba de estrellas.

      Han pasado... ¿cincuenta y dos?... ¿cincuenta y tres años?... Mucho tiempo sin duda. Estamos a finales del 2011. Su hermano Pepín le acaba de acercar hasta aquí. El Global que deberá llevarle hasta Agüimes aún tardará en llegar. Entró en el Parque y se sentó en un banco muy cerca de la parada de la guagua. Está algo cansado y agradece este rato de reposo. Nunca le gustó demasiado este lugar. Le faltaba alma, decía. Su diseño pareció hecho con prisas, con estética industrial, sin amor. Y todo parece seguir igual. Un poco más viejo, un poco más frío. Muy cerca de mí, en un banco cercano, una pareja de ancianos celebran en silencio el dulce paso del tiempo. Un sol cálido y suave acaricia sus rostros y sus manos. Algo más lejos, una mujer joven se las ve y se las desea para mantener a raya a tres niños muy pequeños que no paran quietos un momento. No hay nadie más en la plaza. Por un instante cierra los ojos y el día deja paso a la noche. El sol escapa tras las montañas y la luz de las farolas iluminan todos los rincones del Parque.

      Y le vio pasar. No tendría más de catorce o quince años. Zapatos marrones, pantalón blanco, jersey de manga larga de color beige, peinado con esmero y oliendo desde lejos a jabón Lux. Caminaba junto a una chica, pequeña de estatura y una cara preciosa. Era el tercer domingo que compartían paseo. Apenas se rozaban. Alguna vez se daban tímidamente la mano. Pero a él no le importaba. Le bastaba con estar a su lado, mirándola, sonriéndole. Una dulce y desconocida emoción empezaba a gobernar por completo sus sueños y su tiempo. Y su mundo se llenó de luces. Y cesaron
los ruidos. Y la soledad se llenó de música. Y pensó, que tal vez eso sería el amor. Delante y detrás suyo, pandillas de adolescentes que giraban sin parar, nuevas parejas y muchos intentos de conquista.

      En una de las vueltas, un chico mayor - veintiuno o veintidós años - vestido con ropas caras, con mucha experiencia, con dinero y acostumbrado a poseer lo que quería, arropado por una cohorte de aduladores que aplaudían sus dotes donjuanescas, comenzó a flirtear desvergonzadamente con la chica "que era de pequeña estatura y tenía la cara preciosa" sin importarle para nada la presencia y los sentimientos del muchacho. Y la niña se sintió mujer, su universo cambió de dimensión y sus ojos miraron al suelo. Y el adolescente notó, que se le había roto el corazón. Pasearon unos minutos más y se despidieron hasta el domingo siguiente. Poco después la vio sonreír del brazo de su nuevo amor.

      Luis, Alvaro, Antonio y Manolo le esperaban en la cafetería para dar cuenta del último rito del domingo, la chocolatada con churros. No les dijo nada. Se tragó su pena, compartió sus risas y por unos instantes se dejó embriagar con el dulce placer de la amistad.

      El Global llegó puntual. Su pequeño viaje al pasado había concluído. Las farolas del Parque se apagaron y una hermosa luz de otoño iluminó nuevamente las calles de su ciudad. Se subió a la guagua, se sentó junto a una ventana, abrió un libro y dejó que le condujeran hasta Agüimes.

lunes, 16 de enero de 2012

Imposible visitar las estrellas.

      Se sentaba siempre en el mismo banco, frente al lago y de espaldas a la zona boscosa. Estaba relajado. Su espalda descansaba con perfección anatómica en el impecable diseño de aquel viejo asiento de madera. No había ninguna farola cerca. Disfrutaba así de una amable penumbra, ideal para sus deseos de soledad. Era una noche agradable. El duro invierno dejaría paso muy pronto a una primavera que ya empezaba a olerse en parterres y senderos. Una pareja de adolescentes consumían los últimos instantes del alquiler de su barca remando con prisas hacia el apeadero. Los empleados del kiosco recogían mesas y apilaban sillas. Músicos y caricaturistas se habían retirado hacía tiempo. Muy pronto, como cada noche, los guardianes del parque cerrarían las enormes cancelas de hierro. Él mientras tanto consumía sin prisas los últimos instantes de goce permitido. Desde que llegó a la ciudad, aquel jardín gigante se había convertido en su refugio, su templo, la escenografía donde sepultaba la memoria y daba vida a sueños imposibles. Un día más, sería el último en salir.

      Se acabó la ficción. De nuevo en la calle..., Solo. Y sintió frío. No estaba seguro de donde le venía, si del invierno que aún se resistía a dejarnos o del que se alojaba en su interior y se manifestaba con crudeza cuando la realidad expulsaba violentamente sus quimeras.

      Caminaba despacio, con la cabeza gacha, con los ojos mirando al suelo. La acera era muy amplia y aunque la gente que transitaba por ella era mucha no le era difícil sortearla sin tropezar. Temía molestar, que le mirasen mal o que simplemente le mirasen. Había luz, demasiada luz. La luz de las farolas y la de los soberbios edificios que se elevaban a su paso, la de los coches que inundaban la calzada y la luz de la majestuosa Puerta de Alcalá. Un derroche de luz que impedía visitar las estrellas y te aplastaba de forma irremediable contra el suelo.

      No tendría más de cincuenta años. Vestía con pulcritud y aunque sus ropas habían perdido el apresto que un día tuvieron - consecuencia sin duda de coladas demasiado continuadas - conservaba un halo de dignidad procedente de un universo interior cultivado y seguramente amado.

      Llegó a Madrid escapando del dolor insoportable, de la destrucción de su castillo, de la traición y el desamor. Su mundo, todo su mundo, se había desmoronado en un santiamén, como una obra maestra de demolición controlada.

      Primero fue el trabajo. Un trabajo de alto Standing, prestigioso y altamente remunerado. Desde su cúspide podía mirar al mundo con soberbia displicencia. Y lo hizo. Y abandonó sus sueños. Y compró la gloria. Y olvidó sus raíces. Y se sintió "Narciso". Fueron tiempos de vino y rosas. Era un triunfador.

      Pero de pronto, todo se acabó. Sin previo aviso, sin razones aparentes, sin la más mínima explicación, un desapacible día de invierno se encontró con la carta de despido sobre su mesa. Como era un puesto de confianza no tuvo indemnización ni posibilidades de recurso. ¿Cómo pudo ser? ¿Qué había pasado?... Nunca lo supo. O no quiso saberlo. Humillación, vergüenza, desesperación, ruina, impotencia...

      Después vino el divorcio, cruel y descarnado. La pérdida de la casa y el alejamiento de sus hijos. La traición de su amigo, ocupante furtivo de su alcoba y su puesto de trabajo y la percepción - real o imaginaria - de la bancarrota de su vida. No pudo resistirlo. Y desapareció.

      Había comenzado a chispear. Mientras unos aligeraban el paso, otros intentaban parar algún taxi o se refugiaban en las cafeterías que a aquellas horas de la noche estaban atestadas de clientes. Por un momento levantó los ojos del suelo y casi sin querer dirigió su mirada al interior del Pub Irlandés que se encontraba a su derecha. Una barahúnda de hooligans nacionales y británicos se desgañitaban ante el televisor de cincuenta pulgadas con enormes jarras de Guinness en las manos y cánticos guerreros en sus gargantas. Y le invadió la tristeza. De repente recordó su años en la Universidad. Aquel absurdo lugar era, no hace demasiado tiempo, el entrañable y hermosísimo Café Lyon. Allí, mucho tiempo atrás, sobre sus viejas mesas de mármol, exprimía el goce de vivir sorbiendo café tras café mientras leía, pensaba o escribía. Otras veces, casi siempre en sábado, participaba, en las tertulias del filósofo Javier Sádaba o en las del poeta y dramaturgo Agustín García Calvo que habían instalado en aquel templo su ágora, su plaza pública, su célula de concienciación y de combate.

      Caminaba pegado a las paredes. No quería mojarse y no tenía dinero para pagarse una mínima consumición. Al fin un portal abierto. Sería su refugio mientras durase la lluvia. Un hombre mayor y una pareja de edad indeterminada le hacían compañía sin hablar. Los recuerdos afloraban a su mente con la fuerza del barranco que se desborda tras la tormenta perfecta, arrasándolo todo, limpiándolo todo, iluminándolo todo. Y volvió a verse jóven y apasionado, ardoroso e idealista. Sus recuerdos le llevaron al San Juan, a las asambleas encendidas y multitudinarias, a las barricadas frente al Colegio, a las carreras ante los grises. Libertad, igualdad, fraternidad. Y revivió el gozó de la camaradería. Y se encontró soñando con un mundo más justo en el que él estaría implicado. Y supo que debería ofrecer gratuitamente lo que gratuitamente había recibido. Todo resultaba meridianamente claro. Los conocimientos no podían ser un instrumento de poder a su servicio. Pertenecían a la gente, a toda la gente. Y sintió que era feliz.

      ¿Qué había pasado? ¿Por qué traicionó sus convicciones? ¿Cuando comenzó a abrirse el abismo? Nadie es Ángel ni Demonio a tiempo completo. Los ideales, el amor, las flores reclaman cuidado y mimos permanentes. Cada día, cada hora, cada instante nos vemos obligados a elegir. Construimos nuestra vida con decisiones libres, a veces dolorosas. Poco a poco. De forma imperceptible. Sin darnos cuenta siquiera. Y ya está. Lo que pudo ocurrir es innecesario que se explicite aquí. Será sin duda más apropiado lo que ustedes puedan concluir.

      Los compañeros de refugio parecían inquietos. Consultas permanentes al reloj, cambios continuos y nerviosos de posición, miradas furtivas. Y silencio. Sus ojos seguían mirando al suelo. El caos seguía instalado en un tráfico cada vez más insoportable. Humo y ruido de motores al ralentí patinando sobre el asfalto mojado y brillante por la luz de las farolas. Un puñado de guardias había llegado de repente e intentaban arreglar el desaguisado desde el centro de la Castellana, pero sólo consiguieron despertar al energúmeno que todo conductor lleva dentro. Y el estruendo se hizo insoportable.

      Afortunadamente, había dejado de llover. Tras una humilde inclinación de cabeza y un casi imperceptible, "buenas noches", se despidió de sus ocasionales acompañantes y reinició su interrumpida marcha. Ya estaba cerca.

      Cruzó la calle a la altura del Palacio de Telecomunicaciones y desde allí atravesó la vía de servicio del Paseo del Prado hasta el bulevar central. Bajó las escalinatas del paso subterráneo que unía las aceras de la Castellana y conectaba con la Linea 2 del Metro. Pegados a una de las paredes del pasillo una fila de cuerpos cansados y solitarios se guarecían del frío y el abandono tumbados y cubiertos hasta las cejas con viejas ropas y viejas mantas. Frente a ellos y lo más lejos que podían, gentes indiferentes o asustadas atravesaban a toda prisa el lugar. Al final de la fila, un anciano permanecía sentado sobre unos cartones mientras acariciaba a un perrillo que dormitaba en su regazo y leía un viejo libro. A su lado, una esterilla, un saco de dormir y una bolsa de deportes adidas, aguardaban a su inquilino.

El anciano le vio llegar y sonrió. En realidad le estaba esperando.
.- Maestro, ¿Qué tal la jungla?
.- Mucho ruido abuelo. Y demasiadas luces; Imposible visitar las estrellas.
Y se recostó a su lado.