viernes, 23 de agosto de 2013

Por amor a mi madre. (Recuerdos)



      Había vuelto a su casa muchos años después. Aunque debería decir más bien: "al lugar que un día fue su casa".

      La calle le pareció mucho más pequeña. Subió la ligera cuesta empedrada y se apoyó en la pared. Ya estaba frente a ella. Deseaba verla con un poco de perspectiva. Un escalón, una vieja puerta de madera pintada con dos tonalidades de verde y una ventana con persianas del mismo color. No más de tres metros y medio de frontis pintado de amarillo. Y coronándolo, un humilde techo a dos aguas blanqueado con cal. Por un momento pensó que el tiempo se había detenido.

      ¿Quien viviría allí ahora?Todo estaba en silencio. Silencio en la calles y silencio tras los muros de las casas. En la de Maestro Isidoro también. Y en la de Madre Lola y toda su prole. Y en la de Siona y Meluca y más al fondo, donde confluyen Unión y Ramal, en la de Mariquita Ceballos y sus hijas Lola y Soledad y Alcazar y Uche. Todas muy limpias, todas silenciosas. Como el decorado de un teatro.

      ¿Habría niños tras aquellas puertas cerradas? ¿Seguirían jugando en su "Castillo" como antaño? Seguramente no. Y no era nadie para juzgarlo. Es probable que ahora se entretengan con consolas y teléfonos móviles, se comuniquen por wasapp y compitan en campos virtuales.Todo muy limpio, muy silencioso, menos arriesgado. Pero, ¿quién sabe?...puede que también más triste.

      En un primer momento, pensó en llamar a la puerta, esperar a que le abriesen, ... y presentarse. Lo había estado ensayando mentalmente. Les diría que él había nacido allí y que allí vivió durante muchos años, y que le hacía mucha ilusión volver a ver, casi 50 años después, el lugar que un día fue su hogar.

      Pero no se atrevió. En realidad nunca había querido volver. Ni le hacía ilusión. Ni quería recordar. Ni podía darle a aquellas paredes el título de hogar. Hogar eran su padres y sus hermanos y el amor que compartieron. ¡Pero aquel espacio...! Experimentaba un inexpresable dolor físico cuando su memoria le hacía viajar sin permiso previo por los viejos rincones de aquella casa.

      Mientras fue niño, su imaginación exuberante y la alegría de su carácter, fue capaz de convertir en oro la chatarra y su humilde morada en un palacio. Cuando llegó la adolescencia, la carroza volvió a ser calabaza y los bellos caballos, ratones negros.

      Y sin embargo, aún entonces, tenía razones para sentirse feliz.

      Regresó para volver a verla. Tenía la convicción de que al tropezarse con aquellos muros ella se haría visible. Si no fuera así ¿qué sentido tendría que aquella construcción permaneciera en pie?

      No le resultaba fácil imaginarla fuera de aquella casa. Aún podía verla en la cocina, en el pequeño patio tostando el millo, o en el pasillo cosiendo uniformes en su máquina Singer, o calando flores y estrellas en su telar a la luz de la ventana de su alcoba.

      Fuera de estos lugares sus recuerdos se desvanecían. No podría dibujarla en la calle, ni en una tienda, ni en la iglesia, ni en ninguna otra parte. Su memoria no la registraba. ¿Por qué le ocurriría eso? No lo sabía. Puede que fuera porque apenas salía. O puede que - y esta creo que es la auténtica razón - porque sin su presencia, aquel lugar hubiese desaparecido de su memoria.

      Era una mujer grande. Muy hermosa. Con piernas poderosas como columnas y piel blanca y suave como la porcelana, ojos pequeños de un delicado gris azulado, manos finas y dedos largos, pelo escaso recogido en un moño y una presencia que lo llenaba todo. Elegante, fuerte, bondadosa. Hablaba muy poco. Pensaba mucho. Callaba más. Gobernaba la casa con inteligencia y sin permitirse el más mínimo lamento. Generosa, austera, y de una enorme dignidad. Le gustaba leer y disfrutaba cuando escuchaba a alguien que hablaba bien. Era crítica con el poder, aunque se le iluminaba la mirada cuando escuchaba a Felipe González. Asumió con dolor su pobreza pero jamás se inclinó ante nadie. Amaba la música y le encantaban los Pequeniques. Lamentó no haberla conocido bien. Se pasó demasiado tiempo mirándose el ombligo desde la insultante estupidez de una juventud que creía estar en posesión de todas las claves de la vida. Y se perdió gran parte de la vida misma.

      Cuando ella se fue después de un largo martirio que no deseaba recordar, comprendió que se había ido un ser excepcional. Había nacido cuando apenas alumbraba el siglo XX . Fue testigo de dos guerras mundiales, una dolorosísima confrontación civil y la más cruel de las posguerras.

      Aunque según dijeron sus profesores, era una niña especialmente dotada, su pobreza y tal vez su condición de mujer, le impidieron seguir estudiando. Y su sueño de ser maestra se desvaneció entre guerras y dictaduras. Toda su vida, su durísima pero extraordinaria vida, la dedicó a proteger y cuidar de su marido y de sus cuatro hijos, sin reclamar jamás para sí, el más humilde de los consuelos.

      Transcurría ardiente el verano de 1996 cuando recibió la noticia: "Hermano, mamá ha muerto".

      Se sintió amado por su madre hasta el extremo. Cuando regresaba a casa por vacaciones y le miraban aquellos ojos cansados, pequeñitos y cargados de agua, comprendía la enorme grandeza de su desprendimiento. Jamás se permitió la más mínima queja por los escasos días que tenía para verle.Se contentaba con la oportunidad de prepararle su café, y abrazarle y sentir sus abrazos, y bien sabe Dios que para ella, aquellos días eran parte del paraíso. Sólo deseaba verle feliz y escucharle decir, mientras le acariciaba su cara arrugadita, que era "la madre más linda del mundo".

      ¿Y pensó que por qué no le repitió mil veces lo mucho que la quería? ¿Por qué no le llamó más veces por teléfono, no le escribió más cartas de amor, no la abrazó más fuerte, no la acompañó más tiempo cuando se iba?

miércoles, 21 de agosto de 2013

"La verdad os hará libres"

      "La verdad os hará libres" Así se lee en el cap. 8 del Evang. de San Juan.

      Esta invitación a la búsqueda descarnada del misterio que rodea la vida contiene en si misma elementos de incertidumbre que pueden llevarnos a un sinfín de preguntas y a muy pocas certezas.

      ¿Realmente estamos interesados en buscar la verdad hasta el lugar que ésta quiera llevarnos?

      Por lo que a mi respecta, he de decir que a veces utilizo las grandes palabras con demasiada frivolidad. Queda muy bien, pero es un fraude.

      Si somos honestos es más que probable que esa búsqueda de la verdad acabe conduciéndonos a la duda y el desconcierto. Y como no podía ser de otra manera, a la muerte de las certezas y los dogmas inmutables.

      Paradójicamente, en esos mismos momentos puede que estemos alcanzando la libertad.

domingo, 11 de agosto de 2013

Y pensó "que ya estaba bien"

      Se había puesto a llover, pero ella apenas lo notó.

      En realidad no notaba nada de cuanto ocurría a su alrededor. Absorta en su universo secreto, caminaba con pasos cortos y regulares Gran Vía abajo, dirección Plaza de España. Turistas, jubilados, estudiantes, vendedores, una puta y un travesti, varios trileros en desbandada y una pareja de policías de proximidad eran sus anónimos compañeros de paseo. Pero nada. Si en aquellos instantes Houdini los hubiera hecho desaparecer no la hubiesen dejado más sola. No veía nada. No veía a nadie. Ni siquiera a la Gran Vía.

      Afortunadamente aquello sólo era una tormenta de verano y pronto dejó de llover. Su ajustado pantalón vaquero y su blusa de lino blanco estaban empapados. Es posible que sus bailarinas azul marino le hubiesen prestado un último servicio. Al menos su coqueto sombrero de paja había salvado su pelo y la sombra negra de sus ojos. Pero esto es algo que puede que sólo nos haya preocupado a sus amigos. A ella, en su estado catatónico actual, debía importarle un pimiento. Llegó a la plaza casi sin darse cuenta. Un batallón de japoneses, o chinos ricos - vaya usted a distinguirlos - casi la atropellan cuando corrían a inmortalizar con sus cámaras a su admirado Don Quijote. Un sin fin de reverencias y de sonrisas bobaliconas suplicaban urgentemente disculpas. María salió de su nube. Y pasó de ellos. A pesar de la lluvia reciente, los bancos y el pretil de las fuentes estaban totalmente copados por turistas de aquí y de lejos, que escapaban de la canícula buscando el impagable regalo de la corriente de aire fresco que venía de la Casa de Campo, atravesaba la plaza y se estrellaba contra la mole del Edificio España.

      Una pareja de ancianos ocupaban, milagrosamente en solitario, uno de los bancos más cercanos a los jardines de Sabatini. Aprovechó el inesperado regalo, saludó inclinando levemente la cabeza y se sentó en una esquina con la intención clara de no abrir la boca. Con la ropa aún mojada, la mirada huidiza y plegada sobre sí misma, parecía un perrillo acostumbrado a recibir desprecios y palizas de forma gratuita.

      Rondaría los cincuenta años. Era aún una mujer hermosa. Vestía con gusto. Se arreglaba siempre con mimo, como si se dirigiera a su primera cita o a una reunión con mujeres en una cafetería del centro. Compartía confidencias, risas y soledades con un grupo de amigas, solteras como ella. No había tenido suerte en su relación con los hombres. Sus dos únicas experiencias afectivas terminaron mal. Pero ya no importaba. Se sentía bien, tenía un buen trabajo, y se sentía razonablemente libre. Al menos así fue hasta ahora.

      Pero hace dieciocho meses todo se torció. La grave enfermedad de su madre la obligó a pedir una excedencia en el trabajo. Y de pronto apareció la crisis, y la reforma laboral, y los ERES, y los despidos basura. Y se vio en la calle. Huérfana, sin trabajo, sola. Y comenzó su penosa travesía por internet, por el correo de los amigos, por las empresas de Madrid. Calle a calle. Puerta a puerta. Y experimentó la marginación del fracaso. Se resquebrajó su pequeño mundo. Los encuentros con las amigas se distanciaron. Tenían otros horarios, otras responsabilidades. Ella no tenía dinero para quedar. Para pagar. En realidad, no tenía dinero para vivir.

      Salió de la entrevista asqueada y hundida. Llovía. Habían logrado que se sintiera un juguete viejo pasado de moda. Poco importaban su experiencia de veinte años como gerente de una gran superficie, su expediente inmaculado o su disposición a empezar desde abajo. Nuevos tiempos habían llegado. Estaba obsoleta. Buscaban otro perfil - le dijeron - universitarias, a ser posible, con algún máster, jóvenes, ambiciosas, modernas, muy presentables, baratas.

      ¡Hijos de puta!

      Alzó su mirada, y por primera vez en su vida, miró y vio. Sentadas en aquellos bancos, caminando por estos mismos jardines, deambulando por las calles, refugiadas en sus casas, aguardando la noche que vendría, el frío y el viento, frágiles y asustadas, cientos de miles de mujeres compartían con ella, desde que el tiempo es tiempo, toda la desesperación y la rabia de vivir en una sociedad injusta, podrida, insolidaria, hipócrita, dormida. Una sociedad que les obligaba a pagar a la vez, el tributo de ser pobres, trabajadoras y mujeres.

      Y pensó "que ya estaba bien".