domingo, 29 de abril de 2012

Una noche de magia en la Plaza de San Juan.(Recuerdos.-30)

      Cada vez que regresaba, iba a verla. A veces acompañado. Casi siempre solo. Le gustaba hacerlo solo. Se encontraba más cómodo, más libre, más desinhibido. Nada tenía que ocultar, pero se sentía feliz estando a solas con ella. Siempre fue así. Sobre todo, desde que su mundo interior entró en erupción.

      Resultaba increíble, pero los años parecían rejuvenecerla. Se cuidaba mucho. La cuidaban bien. Sus formas se habían estilizado, modernizado. Hubo reencuentros en los que le costó reconocerla. Incluso llegó a pensar, y así se lo dijo, que echaba de menos a la pueblerina sin maquillaje, sin lifting, sin trajes de diseño. Pero finalmente pudo más su amor por ella y la aceptó como era, aunque pareciera tan joven y el tan viejo.

      Estuvieron separados mucho tiempo. Él, a causa del trabajo y otras situaciones que no pudo controlar. Ella, porque sólo aquí tenía sentido su existencia. Había nacido para alegrar, dar refugio, propiciar encuentros, amores y sueños, ... pero le esperaría. Sabía que algún día iba a volver. Se lo decía su experiencia de amante eterna, su singular conocimiento del alma humana. Nunca se había equivocado. Esta vez tampoco.

      Y allí estaba de nuevo, en el gran salón de su casa, en el asiento de siempre, ante las vistas de siempre, a salvo y seguro, como siempre. Y él le confesó su amor. Y ella escuchó. Como lo hizo antes. Como lo hizo siempre. Y guardaron silencio.

      Y de nuevo el canto de los pájaros, el rumor de las hojas de los gigantescos laureles mecidos por el viento, el dulce canto de unas niñas saltando a la comba, el aroma de las flores que empapan el aire y se cuelan por las rendijas.

      Se acerca la hora bruja. El sol se esconde tras los riscos y un manto de oscuridad tiñe de gris marengo todos los rincones de la estancia. Por la claraboya que se abre entre las copas de los árboles, el tintineo de una lejana estrella envía mensajes aún sin descifrar. La luna, en cuarto menguante, permanece oculta tras el velo suave de una nube inesperada. Por fin se encienden las farolas. Un manto de luz brillante y blanquecina, devuelve al retrato perfiles y contornos. Y se produce el milagro. La Plaza de San Juan, la amante eterna, se llena de risas y de juegos, de encuentros fugaces y de conversaciones intensas, de rostros de ahora y de gentes que hace mucho tiempo se solazaron en ella. Todos juntos ejecutan una danza singular y mágica. Por un instante el tiempo escapa de su dimensión cartesiana y propicia el encuentro de muchos hombres y mujeres de épocas distantes, con pensamientos distintos, con necesidades distintas. Cientos, miles de rostros, habitantes de hoy, de ayer y de hace cien años, unen gozosamente su inteligencia y sus decires, en una declaración amorosa y agradecida a su querida Plaza.

      Sentado en su banco de siempre, con las manos juntas apoyadas en la barbilla, algo inclinado hacia adelante y con los ojos cerrados asiste, perplejo y asombrado, a la representación que los Duendes y las Hadas que habitan en los poblados cercanos de Tara y de Cendro han preparado para él.

      
















viernes, 20 de abril de 2012

Historias de horror y de muerte.

      Historia primera.

      La pequeñaja no para de saltar y de reír. Los otros dos niños juegan con un balón de fútbol en un pequeño claro del bosque. Ninguno debe sobrepasar los once años. Una preciosa mujer, su madre sin duda, se regocija mirándoles mientras extiende con mimo el mantel de cuadros rojos y blancos sobre una pradera deliciosamente verde. Transportando una pequeña nevera portátil y una sombrilla de muchos colores, se acerca un hombre joven tarareando una canción de Sabina.
- "Papá, papá, juega con nosotros, nos hace falta un portero."
- "Enseguida voy, ahora tengo que ayudar a mamá."
- "Pero ven pronto, que nos aburrimos."
- "¿Puedo jugar yo? - pregunta la pequeña - en el colegio me dejan hacerlo."
Los chicos siguen peloteando sin hacer caso a su hermana.

      La merienda está preparada. Habían tenido suerte. Hace una semana la lluvia y el viento habrían arruinado la excursión. Esta tarde de septiembre, soleada y tibia, ni una sola nube mancha el cielo azul celeste que cubre sus cabezas. El sol tardará aún en desaparecer tras la pequeña colina que cierra el bosque por el oeste. Una intensa percepción de felicidad invade el espacio intimo de la joven pareja. Con besos fugaces y tiernos arrullan y calman el volcán de sentimientos que parecen desbordarse. Pero eso será más tarde. Cuando los niños y sus ángeles duerman. Ahora, disfrutan y se solazan con la alegría de sus hijos.

      No están solos. A unos cien metros de distancia, escondido tras unos matorrales y procurando no hacer ruido, un hombre de unos cuarenta años vigila desde hace horas los movimientos del grupo familiar. La única pista de tierra que permite a un coche llegar hasta aquí permanece tranquila y desierta. El sendero utilizado por él no parece que lo usen ya ni las alimañas del bosque. Maleza, helechos gigantes, zarzas y otras malas hierbas se habían apoderado de la vieja senda. Todo está controlado, pero aún deberá esperar un par de horas, el tiempo suficiente para que el sol se oculte y no le deslumbre.

      Se enteró por casualidad. Imprimía unas fotocopias delante del despacho de Carlos.  La puerta estaba abierta y no pudo dejar de escuchar la conversación que mantenía con su mujer. Con todo lujo de detalles le describía "el precioso y tranquilo lugar" al que pensaba llevar a la familia el próximo sábado. Cuando se percató de su presencia en la máquina le saludó con la mano libre y le dedicó una sonrisa cariñosa. Y siguió hablando.

      Con sumo cuidado, intentando no hacer ruido, comenzó a hacer ejercicios de estiramiento. Llevaba demasiadas horas acurrucado y se sentía entumecido. Sus dedos estaban bien. Desde que llegó no había parado de moverlos. Necesitaba que respondieran con precisión.

      Ya habían comido. Los niños apuraban los últimos minutos de juego. Carlos y María leían plácidamente. La mesa estaba recogida, el suelo limpio y la sombrilla plegada. El sol desaparecía tras la colina.

      El arma estaba reluciente. Era un sniper, rifle de altísima precisión capaz de alcanzar un objetivo a un kilómetro de distancia. Ya tenía puesta la mira telescópica. Una piedra en la linea de tiro le permitía apoyar el cañón. Era demasiado sencillo. Primero los mayores. Después los pequeños. No le llevaría más de un minuto. El sol desapareció y un ruido seco se repitió cinco veces.

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      Historia segunda.

      Mira a un lado y a otro. Desconfiado. Orgulloso. El sol calienta aún la hierba del pequeño claro. Le apetece llevarse al pequeño y pastar, pero no se expondrá. No por ahora. A pocos metros, protegidos por la espesura del robledal, una joven cierva lame el lomo de su pequeño mientras este mama con desespero. Desde la tarima de piedra  que utiliza como observatorio, el orgulloso progenitor dirige tiernas miradas a su familia. Muy cerca de allí, otras hembras de su harén se atiborran a bellotas.

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      Por la pista de tierra que se adentra hasta el corazón de la floresta, un enorme Land Rover Defender de color verde-caza transporta a tres hombres mimetizados de la cabeza a los pies con el color de su auto. En el maletero, Dos rifles semiautomáticos marca Rémington y un tercero de cerrojo marca Browning, varios machetes, ropa de camuflaje, prismáticos y un par de sillas plegables. En una nevera portátil, refrescos, sandwiches de Rodilla, chorizo, sachichón y unos blister de jamón ibérico. En una bolsa de papel de estraza dos enormes hogazas de pan de pueblo. Esta noche dormirán unas horas en la casa del guarda forestal. Mañana muy temprano, antes de que sean las tres, el trio más el guarda, se adentrarán en el monte.

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      Erguido, con porte real, saboreando su jefatura en la manada, se acerca con pasos lentos y seguros a la pequeña laguna. Dos machos, que días antes fueron vencidos por él, se retiran a su paso. Al inclinar la cerviz para calmar su sed contempla orgulloso la soberbia cornamenta reflejada en el agua cristalina.

      Ya prepara su marcha. Le acompañarán sus dos contrincantes, un ejemplar joven de apenas cinco años, y el rey destronado,  un macho de unos quince. Las hembras y las crías se irán aparte. Habían tenido suerte, los lobos y los linces no habían podido seguir sus rastros. Sus encamadas cortas - nunca más de uno o dos días - les permitían ocultar sus huellas. Caminarían durante la noche y se ocultarían cuando el sol saliese.

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      Los hombres de verde (no sé si utilizan este color para camuflarse o porque se ven más guapos) caminan despacio y con muchas dificultades siguiendo la ruta que les abre el guarda jurado. La noche es cerrada y el bosque está lleno de matojos, helechos gigantes semisecos y muchas piedras y bellotas que hacen penosa la marcha. No importaba. La excitación del trío es enorme. Las generosas dádivas entregadas al servidor del estado habían dado sus frutos. Esta mañana, antes de que hubiesen entrado en la oficina, habían recibido el soplo: "El rey del bosque" estaba de paso. Un fantástico ejemplar, con la cornamenta más espectacular que jamás hubiese visto exhibía su majestad por los montes de la región. Lo tenía localizado. Mañana sería muy tarde. Esta noche o nunca.

      Llevan varias horas caminando. La alborada, esa primera luz del día antes de salir el sol, comienza a borrar las sombras y pone al descubierto la enorme belleza del mundo natural. Silencio. El guardia jurado pide silencio. Está allí, a doscientos metros, quieto, atento, desconfiado, con la cabeza erguida, soberbio, hermoso. Detrás suyo, dos bellísimos animales escuchan, olfatean, observan. Hay extraños en el bosque.

      Mientras, los tres hombres de verde han cargado sus rifles y apuntan con sus miras telescópicas al cuello o a la zona de las vertebras pulmonares. Se han repartido los animales jugando a los chinos. Todos son buenos trofeos. Por nada del mundo han de tocar la cabeza. Quedaría feo en el pabellón de caza. Deben sincronizar los disparos. Si alguien tirase antes perderían a los dos supervivientes.

      Un enorme estampido quiebra el majestuoso silencio de la floresta. Cientos de aves huyen despavoridas. Los topillos, las liebres, los jabalíes y las ardillas corren a ocultarse en sus madrigueras o en lo más profundo de la espesura. A pocos metros de distancia, las ocho hembras del harén y sus tres jabatos vuelan más que saltan, intentando alejarse de aquel lugar de horror y de muerte. Sobre las zarzas y los helechos gigantes de un bosque anónimo, con la sangre aún caliente y las patas moviéndose espasmódicamente, tres de los más hermosos seres vivos que existen en la tierra yacen abatidos por la inexplicable y fría crueldad de los hombres.

      Los tres cazadores y el agradecido guardia jurado se abrazan y celebran con gritos obscenos su triunfo. Con sus machetes cortan el cuello de los ciervos y se llevan sus cabezas. Los cuerpos decapitados se quedan en la tierra.

sábado, 14 de abril de 2012

¿Quién soy? (Recuerdos .-29)

      Le gustaba encerrarse en la pequeña buhardilla, abrir la ventana y pasar largas horas contemplando las estrellas. Tenía suerte, hacía algún tiempo que el pueblo decidió mantener limpio su cielo de toda contaminación lumínica.

      La paz de aquellas horas en soledad, conseguían sumergirle en algo parecido a la seguridad y la calma de la que un día gozó en el claustro materno. Sólo en contadas ocasiones el ladrido de un perro rompía el silencio de la noche. Afortunadamente, la provocación del animal - debía ser siempre el mismo - rara vez era seguida por el resto de sus colegas. ¡Benditos colegas!

      No era un experto en Astronomía. Ni siquiera se consideraba un buen aficionado y difícilmente superaría en conocimientos a un joven boy scout. Sólo buscaba sosiego, perderse en la inmensidad del firmamento, gozar de su belleza. Tampoco buscaba respuestas. Ya no. Hacía mucho tiempo que había renunciado a la posibilidad de entender. Es más, tenía muy serias dudas de que los expertos supieran algo. Galaxias infinitas, billones de estrellas, distancias siderales, millones de años luz, agujeros negros, el big bang y la expansión del universo...demasiado para la finitud de su cerebro... y del cerebro de los sabios, pensaba. Se contentaba con saber que él era parte de ese mundo ignoto y soberbio. Y se sentía agradecido. Un día se asomó a esta ventana buscando explicaciones y sólo consiguió que se asombrasen sus ojos y su alma. Y empezó a comprender.

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      Seguiría indagando. El cielo no era su único libro. A veces, entre clase y clase, o simplemente, dejando de acudir a ellas, se acercaba al muelle de Las Palmas, a la vera de Triana, se sentaba junto al busto carcomido de Benito Pérez Galdós y buscaba, en la soledad y el silencio, un lugar de privilegio junto al mar. Y mientras su rostro, como el rostro de piedra del poeta, se empapaba con las sales y la espuma que transportaba el viento, se dejaba mecer por las olas, o montado sobre ellas, percutía con todas sus fuerzas contra los riscos, o volaba muy bajo, con el vientre rozando el agua a la caza del infinito imposible.Y mientras el tiempo pasaba, su mente, perpleja y asombrada ante la inmensidad del océano, preguntaba y preguntaba intentando penetrar en la fuente del conocimiento. Y volvía a sentirse grande y pequeño a la vez, ignorante e instruído, inquieto y pacificado. Pero tampoco allí obtuvo respuestas.

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      En otros momentos se adentraría en la montaña - le gustaban las montañas de su tierra, duras, agrestes, imponentes, preñadas de tuneras, tabaibas, retamas, pitas, tarajales y pinares -. Ayudándose de un palo largo que apoyaba en la tierra al compás de sus pasos, caminaría despacio y ensimismado por senderos que otros abrieron antes, buscando quizás lo mismo que él buscaba: Perderse y olvidarse. Y cuando llegara a la cumbre y su cuerpo reclamara descanso, buscaría un lugar al abrigo del aire, apoyaría su espalda dolorida contra el tronco de un árbol o la roca milenaria y gritaría con todas sus fuerzas lanzando al aire su eterna pregunta:  ¿Quién soy?  Y cuando el eco hubiese cesado y volviese el silencio, se uniría a la montaña, a los desfiladeros y a los valles, a los lagartos que descansan al sol y a las filas infinitas de hormigas que preparan el invierno, a las flores silvestres que visten de lujo los riscos y a los pinos que se agarran a la tierra y la sostienen. Y se comprometería a hacerse uno con ellos y con el mar y con el cielo y se gozaría con tanta belleza derramada. Y comprendería que, tal vez, no necesitase certezas, ni seguridades absolutas, ni dogmas, que quizás la vida sólo sea búsqueda, apasionada y amorosa búsqueda.

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      Todo comenzó hace mucho tiempo.

      No sé qué edad tendría ... ¿siete? ¿ocho años? ... Los recuerdos son demasiado difusos. Su mente, tan lúcida ante otros acontecimientos, parece bloquearse cuando intenta recordar aquel suceso. Y fue importante. Como entre brumas, alcanza a percibir mucho dolor. Mucho miedo. Mucho desconcierto. Su universo mágico y feliz se llena de sombras. Y se encierra en sí mismo.

      Fue su primer contacto con el misterio. Tenía su misma edad, iban al mismo colegio, alguna vez jugaron juntos a la pelota. Y ya no estaba allí. Su pequeño cerebro era incapaz de imaginar que ya nunca más vería a su amigo. Y se sintió perdido. Y no halló consuelo.

      ¿Qué había sucedido? ¿Qué significado tenía todo aquello? ... No tenía respuestas.
Las que le daban, no le convencían. Y quiso buscarlas dentro de sí. Pero era muy pronto. Y él muy pequeño.

      Pasaron los días, no demasiados, y su mente infantil se abrió de nuevo a la luz y a los juegos y a los amigos. Y por un tiempo, la herida quedó oculta bajo una multitud de conocimientos nuevos, experiencias nuevas, sentimientos nuevos. Y recuperó la alegría.

      Unos años más tarde.

      Estaba sentado en su banco de siempre. En su Plaza de siempre. De espaldas a la Iglesia y frente al Ayuntamiento y el Casino, como siempre. Solo, desorientado, perplejo, se había adentrado en el doloroso y fascinante mundo de la pubertad. Y no pudo escapar. Y la herida que recibió de niño salió a la superficie. Y tuvo que enfrentarse al misterio de la vida y de la muerte. Y apenas entendió nada.

      Y tuvo conocimiento de guerras y de su irracionalidad y de su barbarie y de su mierda. Y leyó y escuchó y vio a muchos pueblos morir de hambre, a muchos niños morir de hambre, a continentes enteros morir de hambre. Y supo que podía evitarse, que había pan para todos, medicinas para todos, libros para todos. Y sintió impotencia y asco. Y no entendió nada.

      Y mientras, una fuerza irresistible, preñada de placer y de culpa, se adueñó de su cuerpo, lo zarandeó, lo transformó, lo esclavizó. Oscuridad, religión, prejuicios, desinformación. Ocurrió de repente, sin previo aviso. Sintió que ya no gobernaba su nave. Que debería aprender de nuevo. Que el niño ya no estaba. Y la sexualidad lo inundó todo.

       Lo descubrió una noche, una mañana, un instante. Al mirarla, se estremeció. La calle se paró, la plaza se paró, el mundo se paró. No tenía ojos para nadie más, no podía pensar en nadie más. Viviría por ella, lucharía por ella, moriría por ella. Y supo que era el Amor. Y el vivir se hizo dulce. Y cantó enloquecido.

      Y llegó el desamor y la traición y la tristeza. Y descubrió que estaban fuera, pero también en él. Y se sintió perdido. Y no entendió nada

      En esos tiempos convulsos, cuando el ser humano toma conciencia de sí y de su entorno, surgen las preguntas eternas. El adolescente no se interroga con la curiosidad del filósofo. Su violenta necesidad de respuestas tiene que ver con el sentido último de su vida. Necesita saber para poder vivir. ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?

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      Para esa noche estaba anunciada en A FONDO, la presencia del bioquímico y biólogo molecular español, Juan Oró. Mi mujer y yo, sentados en el sofá, aguardábamos el momento de la entrevista. Nunca habíamos oído hablar de él. Posiblemente, eso mismo le ocurría a un buen número de telespectadores. Fundó y dirigió el Departamento de Ciencias Bioquímicas y Biofísicas de la Universidad de Houston y fue responsable máximo del programa Vikingo de la NASA, para el estudio del análisis molecular de la atmósfera y la materia de la superficie del Planeta Marte. Ese era el hombre.

      Fue una experiencia deliciosa. Con la sencillez y la humildad que sólo adornan a los sabios, nos introdujo en un mundo apasionante, explicó con palabras sencillas misterios indescifrables y avivó hasta el infinito nuestra curiosidad y el deseo de saber. Finalmente confesó, que cada día que pasaba constataba con más claridad su absoluta incapacidad para explicar el mundo y la vida. Pero de todo cuanto dijo aquella noche nunca pude olvidar las razones que dijo le llevaron al estudio de la bioquímica y la biología molecular: "Quería saber quién era y por qué estaba aquí."

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      Ya no era un adolescente. El tiempo había teñido de blanco sus cabellos y algunas  manchas marrones empezaban a colonizar la piel de sus manos. El hombre conquista el espacio exterior, Internet convierte el mundo en un patio vecinal, encerramos en un microchip todo el saber de la Enciclopedia Británica, se practica la cirujía a miles de kilómetros de distancia... Sin embargo, las preguntas del primer despertar continuaban sin respuestas. ¿Quién sabe? Tal vez exista una imposibilidad metafísica que nos impide obtener certezas. ¿Y qué importa? quizás la vida sólo sea búsqueda, apasionada y amorosa búsqueda.

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      Millones de seres humanos, durante todos los tiempos, han buscado respuestas en la Religión y en la Fe. Las han encontrado y les ha servido. Otros muchos continúan buscándolas en el viento, en el mar, en las estrellas, en la ciencia y en el fondo de sí mismos. Y también les sirve.

miércoles, 4 de abril de 2012

San Francisco. Telde. El último viaje.(Recuerdos.- 28)

      El tiempo pasaba y él montaba a su  grupa. Se sucedían los paisajes. Unos, fuertes y agrestes como los riscos de Guayadeque, otros, sorprendentes y mágicos como el espacio natural del Parque del Nublo y algunos, de paralizante belleza como los de Temisas, San Francisco en Telde o el barrio de Vegueta.

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      Pronto acabaría su viaje por la memoria. Estaba contento. En pocos días volvería a la rutina de siempre, se reencontraría con su mujer y con sus hijos, y con la emoción de los recuerdos aún palpitando dentro de sí, les hablaría de historias recobradas que ocurrieron hace mucho tiempo y que, muy posiblemente, le ayudarían a explicar un poco mejor al ser humano que era hoy.

      Había llegado a la altura del bar de Segundo, justo en la acera de enfrente. Habían muchos coches aparcados a lo largo de la acera. Demasiados. La estampa que recordaba no era así. Estaba cansado, llevaba varias horas caminando y el sol pegaba con fuerza; el veranillo de San Miguel, supongo. Sin importarle demasiado "el qué dirán", se sentó en el escalón que había en la puerta de entrada de la casa de Marita y... cerró los ojos.

      Era un cálido domingo del final del verano de 1952. El niño está inquieto. Cuenta las horas que faltan para que sean las cinco de la tarde. Todos los chicos de la montañeta están invitados. Para algunos será la primera vez. Para otros, la tercera o la cuarta. Se presentarán todos juntos. Cómo hacen siempre, incluso cuando quedan para "la guerra"... sobre todo cuando quedan para "la guerra".

      Manolito Calderín vive muy cerca, en León y Castillo, casi enfrente de donde desemboca la Montañeta y muy pegadito a la tienda de Agustinito el de la bicicleta, la que está allí donde comienza la calle que conduce al barrio de San Francisco. Es un chico, apenas un par de años mayor que el mayor de los nuestros. Amable, vestido con ropas nuevas, extremadamente educado y, posiblemente, ávido de afectos y de amigos. Le recuerdo con muchísimo cariño.

      Su casa era grande, bonita, como de otro mundo. Tan próxima y a la vez tan lejana. Pronto se apagarían las luces del salón en el que estábamos todos, el proyector de ocho milímetros comenzaría a sonar y la magia del cine animado de Disney nos sumergería por momentos en un mundo lleno de luces y de increíble felicidad. Allí conocería por primera vez a Mickey, a Pluto, a Goffy, a Donald, sobre todo a Donald, ese entrañable pato de lenguaje ininteligible y gesto permanentemente cabreado. Fue su ídolo, y posiblemente también, el culpable de que años más tarde admirara y se enterneciera con Walter Matthau, el fantástico actor americano que parece una réplica clónica del simpático ánade. Terminó la función, se despidieron de Manolito y regresaron "al Castillo".

      Bueno, todos no. Empezaba a oscurecer y el niño prefirió quedarse junto a dos de sus amigos. Comenzarían un entretenido y repetido juego que les exigía fino oído, vista de lince y un extenso conocimiento del parque automovilístico. Sentados en la acera de los números pares, junto a la tienda de Lolita, sin posibilidad alguna de ver los coches que se acercaban subiendo desde la Plaza de San Juan, se entretenían adivinando, o concluyendo - para ellos el ejercicio tenía más de ciencia que de albur - que marca de coche aparecería tras la curva de la farmacia de Doña Adela: ¿"Austin, Peugeot, Volkswagen, Mercedes, ..."? Les bastaría con prestar oído al sonido del motor o visualizar correctamente la tonalidad de sus luces. Y pasaron los minutos,...cuarenta, cincuenta... Y se hizo tarde. Era la hora de volver a casa. Mañana, muy temprano, deberá ir al colegio de Don Antonio Cruz. Los exámenes para el ingreso de bachillerato en el instituto de Las Palmas, están al caer. Y se marchó silbando...

      ... El viajero abrió los ojos, se levantó de su asiento de piedra y caminó despacio hacia las Cuatro Esquinas. Al pasar junto a la entrada de la Montañeta dejó que su mirada resbalara por entre las piedras del suelo y le condujeran hasta lo alto. Y contempló el caserón de su primera escuela. Y recordó a Doña Carmen, su vieja maestra. Y a Esperancita la hermana leal e invisible. Y a las sillas negras de madera que le servían de pupitre. Y al banquito de madera que le había hecho su tío Pepe. Y por un momento le pareció ver al niño hablando a solas con las dos ancianas y regalándoles un precioso calendario del año 1949 que su padre había conseguido para ellas. Y recordó el ofrecimiento que le hicieron de un dorado, cremoso, tentador y maravilloso pastelito. Y se contempló a si mismo renunciando quedamente, una, dos veces y ...no hubo posibilidad de una tercera. Las mujeres agradecieron al niño su obsequio, alabaron su exquisita educación y retiraron la bandeja con los dulces. El pequeño, frustrado y maldiciendo interiormente sus excesivas buenas maneras, se prometió a si mismo que, a partir de ahora, ante un pastelito, bastaría con rehusar una sola vez. Se despidió con una sonrisa que pareció una mueca y salió de la casa. Y esta vez no silbó.

      El Hombre siguió caminando. Deseaba dar un último paseo por el barrio de San Francisco antes de dar por concluído su viaje por la memoria. Dejó atrás la pequeña tienda de "Aceite y Vinagre" que regentaba Conchita, la mujer de Antoñito Rodríguez ( el dueño del taller de coches que estaba enfrente de la carpintería de maestro Isidoro, en la calle Defensores del Alcázar) y poco después, la tienda de ultramarinos de Rafael Rivero, el hermano del cura. Al llegar a las cuatro esquinas dobló a la derecha y en un instante se encontró sumergido en un lugar donde el tiempo pareció detenerse varios siglos atrás. Lo encontró cambiado, más sofisticado, más limpio, igual de bello, igual de mágico. Las casas parecían las mismas pero más blancas, los muros eran iguales, pero más blancos, el suelo seguía siendo de piedras, pero las piedras de ahora brillaban más, las Cruces, la Iglesia, el Convento, todo era muy viejo y todo era muy nuevo. Las calles seguían siendo anárquicas, libres, hermosas. Algunas ciegas, otras muy estrechas, empinadas, sinuosas, todas bellas, queribles, misteriosas. Allí vivía mi amigo José María Alfonso Peña y algunos de los más veteranos músicos de la Banda Municipal.

      No pudo evitar cerrar los ojos de nuevo. Deseaba volver a mirar aquel lugar de ensueño con los ojos del niño, cincuenta y tantos años atrás. Y ya que el milagro era posible, quería que ocurriera durante las fiestas del Santo, cuando el barrio abría sus puertas y la alegría inundaba las calles. Y allí estaba él, vestido con sus ropas de domingo, en medio de un montón de gente que parecía feliz, que hablaban muy alto, reían, y compraban inmensas nubes de azúcar, blancas, rosadas o amarillas y manzanas ensartadas en un palo, muy rojas, muy brillantes, recubiertas de caramelo , y turrones, montones de turrones de todos los sabores. Sonaba la música, y las voces de los feriantes gritando los números de la tómbola, y el llanto de alegría de una niña abrazando el enorme peluche que había ganado en el sorteo y la carrera de sacos que se decidió por centímetros y la piñata que acaba de estallar en el centro de la Plaza y provoca la estampida de los niños en busca de los caramelos desparramados, y las campanas de la Iglesia llamando a misa mayor...Le gustaba mirar hacia lo alto y ver el cielo lleno de banderas y  farolillos de papel, y que llegara la noche y que esta se tiñera de luces de colores.

      Y por un instante vio a Juan Reta bajando por Altozano y a Don José Frugoni con su mujer y su hijo Pepe saliendo de su casa y, como si se hubiera provocado un pequeño salto hacia adelante, se encontró con Loly y Chanín Sánchez Enríquez, hijos del comandante del puesto de la Guardia Civil, que tenía su cuartel en el barrio y a los que quiso mucho.

      Muy cerca, junto al muro-balcón desde el que se podía ver la fuente a la que acudía un par de veces por semana en busca de agua potable, muy cerca de la iglesia y del convento, a la sombra del gran árbol que presidía el lugar, un grupo de chicos varones coqueteaba a cierta distancia con unas jovencitas que detuvieron su marcha hacia la plaza, seguramente,  para dar una posibilidad al cortejo.

      Entre los chicos estaba Pepín, hermano del niño y unos nueve años mayor que él. Como siempre, impecablemente vestido, impecablemente peinado, seguro de si y de su encanto. Y listo, extremadamente listo. Al ver al pequeño le llamó y le señaló a una preciosa muchacha que no paraba de sonreír. Le dijo que la había escuchado decir que le parecía muy guapo y por eso, para ayudarle, había escrito una carta en su nombre en la que le decía que le gustaba mucho y que siempre estaba pensando en ella. Sólo tenía que acercarse y dársela. Nervioso y excitado, cogió la carta y, casi sin mirarla, entregó a la muchacha su primera declaración de amor y salió corriendo muerto de vergüenza. Algunos años más tarde supo que todo había sido un ardid de su hermano para usarle como correo en uno de sus múltiples escarceos amorosos de juventud. Por supuesto, la declaración de amor era suya. Pero eso poco importaba ya. Aquella festividad de San Francisco permaneció en su memoria para siempre.

      El encantamiento se fue. Ya no habían farolillos de papel en el cielo, ni banderas, ni tómbolas, ni tiovivos, los turroneros habían desaparecido, las calles estaban desiertas, silenciosas, limpias, extremadamente hermosas. Por la calle Inés de Chemida se acerca un grupo de japoneses fotografiando cada paso, cada rincón, cada arco, cada gato que se cruza. Cuando pasa junto a ellos, inclinan respetuosamente sus cabezas y le sonríen. Él les devuelve el saludo.

      Ya está en la Plaza de San Juan, su soñada y querida Plaza. Sentado en el banco de siempre repasa la memoria recuperada, los gritos y las risas, los partidos de fútbol y el juego de calambre, las confidencias y los juegos amorosos, los rostros hermosos de sus amigas y la alegría desbordante de sus amigos, el sonar de las campanas llamando a misa y la música que se escapa del casino, su hermano que sale del trabajo y su padre sonriéndole amorosamente desde el balcón del Ayuntamiento.

      Besó la yema de sus dedos y las posó suavemente sobre el banco. Se levantó muy despacio, como si deseara alargar la emoción del último instante, dirigió una larga y amorosa mirada al escenario de su infancia... y se despidió.