sábado, 28 de julio de 2012

La huída.

      Cada noche salía al balcón y dejaba que sus ojos se llenasen de vida. De otras vidas. De vidas de gente desconocida y vidas de vecinos y compañeros de bar. De vidas que parecían llegar al final y de vidas que aún no sabían que vivían. De vidas compartidas y vidas solitarias. De vidas queridas, amadas, gozosas y vidas canallas, grotescas, perdidas. La calle y la plaza cercana - que también podía ver - eran un continuo trasiego de gentes que huían de la soledad y que buscaban compartir con otros penas y alegrías o, simplemente, palabras y un rato de compañía.

      Vivía en el tercer piso de un bloque vecinal que tenía un total de seis, en pleno corazón de un barrio castizo (y mestizo) de la ciudad. Era verano y hacía calor, muchísimo calor. A nadie podía extrañar su presencia continuada en la terraza ni su escasa indumentaria, calzón deportivo corto y chanclas de andar por casa.

      Apenas faltaba un mes para que se cumpliera su primer año de estancia en Madrid, y sólo un par de días más para que pasara lo mismo con el piso que ahora ocupaba. Había tenido suerte. El piso era pequeño, (unos 40 metros) pero no estaba mal conservado, tenía mucha luz, era exterior, ubicado en un espacio repleto de energía y estupendamente comunicado. ¡Ah!, se me olvidaba... y con un alquiler muy barato.

      Llegó de las islas de manera algo precipitada, sin planificación, como si escapara de algo, o de alguien. O tal vez no. Quizás me esté precipitando. Sería mejor darle un poco de tiempo y dejar que él se explique. Si es que quiere.

      En el suelo del balcón, una pequeña nevera repleta de cubitos de hielo mantenía frescas las cervezas que bebería durante la noche. Un par de terrazas de unos bares cercanos y una sala de teatro alternativo a no más de cincuenta metros, daban a la calle un aire festivo y libertario que él agradecía ante la imposibilidad de conciliar el sueño. Sólo de vez en cuando un vehículo despistado atravesaba la calle. Afortunadamente, grandes bolardos impedían la desagradable ocupación de las aceras por parte de los coches. Se encontraba bien en aquel sitio. Le gustaba la gente con la que se encontraba cada mañana, el anonimato y la sencillez de su nueva vida. Admiraba a los músicos callejeros, a los pintores de retratos, a los caricaturistas, a los estudiantes de Arte Dramático de la escuela de Cristina Rota. Paladeaba cada instante de libertad recuperada, vivía cada instante como un regalo y le privaba olvidarse y perderse.

      Justo en el edificio de enfrente, casualmente en la misma planta que él, tres chicas muy jóvenes (entre 18 y 20 años) se divertían jugando a las cartas sobre una mesita que ocupaba casi toda la terraza. Debían ser nuevas en el barrio, de lo contrario resultaría imposible no haberlas visto. Vestían de forma cómoda y desenfadada y con un puntito de picardía muy de agradecer entre aquellos calores. Todas llevaban shorts - uno era vaquero y los otros parecían parte de un pijama - Las tres ¿cubrían? sus pechos con unos ligeros tops de tirantes, cuyos colores, a pesar de la luz de las farolas, era muy difícil descifrar. Ofrecían una imagen fresca, bella y para nada soez. Eran guapas, jodidamente guapas.

      Aquella presencia inesperada restó por momentos algo de magia al espectáculo de la calle. Las miradas furtivas entre los dos balcones se iban a suceder durante la velada. Tímidas y un poquitín clandestinas las del muchacho, divertidas y descaradas las que provenían "del palco" de las niñas. Jugaban con ventaja, eran tres. Para salvar los momentos de azoramiento decidió coger un libro y ponerse a leer. Era una tarea difícil, pero le protegería momentaneamente del pánico al que le sometía su timidez. Optó por un libro de poemas de Miguel Hernández, de esta forma podría leer a pequeños sorbos cada verso, evitando así que las interrupciones de los escarceos adolescentes menoscabasen el respeto debido a la literatura y ofreciéndole a su vez un parapeto a su escasa audacia. Tenía que cuidar su imagen. Nunca se sabe.
¡Cuidado!... La imagen. Otra vez la imagen. Maldita sea.

      Llegaron las doce y la una..., antes de que el sol saliera, deberían ponerse nuevamente en marcha. Las chicas se levantaron de la mesa y, como si fueran viejas amigas, se dirigieron a su joven vecino de balcón con la más hermosa de sus sonrisas y un prometedor, "hasta mañana", susurrado dulcemente por la joven del short vaquero. No supo que decir, una vez más le cogieron con la guardia baja. Entre balbuceos y un rígido movimiento de la cabeza de abajo hacia arriba, acertó a repetir con un sonido prácticamente imperceptible un rendido y azorado, "hasta mañana".

      El día siguiente transcurrió con una lentitud desesperante. Eso era al menos lo que pensaba el joven que vivía en el piso tercero de un barrio castizo de Madrid. Los minutos parecían horas, el trabajo un suplicio y su cabeza una cinta sin fin proyectando sin parar imágenes de tres rostros de mujer que parecían salidos de los "Sueños de Una Noche de Verano"

      El sol se puso, el calor continuó machacando sin piedad a todo bicho viviente y el inquilino del tercero ya estaba en su balcón con su atuendo nocturno, su nevera portátil cargada de cervezas y un libro-excusa, al alcance de la mano. La calle, como cada noche, era un hervidero de gentes de aquí y de todas partes, un bullicioso zoco árabe cargado de olores y de pequeñas transacciones furtivas, una Babel moderna en la que convivían en armonía cientos de acentos, de lenguas y de culturas. Un maravilloso espectáculo a disposición del voyeur más exigente. 

      No obstante, aquella noche sus ojos sólo estaban interesados en el balcón de enfrente. Aún estaba vació. Las puertas de la terraza permanecían cerradas. No se percibía ninguna luz dentro de la casa. "Puede que aún sea muy pronto. Tal vez hayan ido al teatro, o al cine, o a cenar. A lo mejor están en la terraza de un bar... con otros amigos." Pasaron las horas y llegaron las doce y la una... el fantasma de la soledad se había adueñado de vivienda e inquilino.

      Tampoco aparecieron al día siguiente, ni al otro...ni al otro. "¿Qué habrá pasado?  ¿Estaré sufriendo alucinaciones con este maldito calor?" Intentó despistarse leyendo El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson - confiaba que su lectura divertida e ingeniosa calmase algo su descontrolada excitación - pero no parecía posible. Finalmente optó por cerrar el libro y se dedicó a pensar en lo que haría al día siguiente para intentar aclarar lo que ocurría. El primer paso, hablar con el portero de la finca de enfrente.

      _-En el piso tercero no vive nadie. Desde hace dos años permanece cerrado. Yo tengo la llave y mi señora se encarga de su limpieza cada quince días. En el cuarto vive una pareja de ancianos y uno más arriba un matrimonio con tres niños pequeños. Digo esto por si pensara que hubiera podido confundirse de altura.-_

      _- Perdone una vez más. Le ruego me disculpe. Y muchísimas gracias por todo.-_

      Pasaron los días, las semanas y los meses. El balcón del piso tercero del bloque de viviendas del barrio castizo de Madrid donde vivía el chico canario que vino precipitadamente de su isla, permanecía cerrado a cal y canto. El calor inmisericorde del verano había dejado paso a un frío polar que entumecía los huesos. De vez en cuando, descorría los visillos del ventanal y se quedaba mirando nostálgico la solitaria terraza de la tercera planta del edificio de enfrente... Y las vio reír y sintió sus miradas sensuales y complices tropezar con la suya, y les oyó decir "hasta mañana", y volvió a soñar con ese mañana cargado de deseos que nunca llegó.

      Se incorporó a la rutina de siempre. Por la mañana el trabajo en la agencia de publicidad. Por la tarde las clases de Historia del Arte. En los ratos libres, de nuevo, la soledad y la pena. Y se sintió perdido. Y otra vez pensó en la huída. ¿Cuantas ya?  ¿Hacia donde esta vez?

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      Los recuerdos le llevaron a su casa en la isla. Aún estaba muy lejos de superar el dolor que hace un año le obligó a escapar, pero en aquellos momentos el paisaje, los olores, el mar y retazos mágicos de su memoria le ofrecían un refugio y una paz a los que, al menos por un instante, era incapaz de renunciar.

      Nació y creció en el seno de una familia de clase media y un nivel cultural apreciable. Su padre, catedrático de geometría descriptiva en la escuela de Ingeniería Ténica de la Universidad de Las Palmas y su madre empleada en la Consejería de Educación del Gobierno de Canarias como responsable del área de educación de adultos, habían tenido tres hijos de los cuales, él era el mayor y "su esperanza".

      Su vida se instaló en la cumbre desde que tuvo edad para competir. Para eso le prepararon sus padres y esa era al menos la sensación que tenían sus vecinos - expediente académico expectacular, deportista de nivel, bien parecido, apreciado por sus amigos, deseado por las chicas, adorado por su novia adolescente (de buena familia como él), admirado por todos, querido por todos - Demasiada perfección. La perfección que otros soñaron y planificaron para él.

      La tiranía a la que se veía sometido por mantener una imagen de triunfador, propiciada en parte por su vanidad y en gran medida por las presiones de un entorno viciado de hipocrecía, le estaban destruyendo. Su buen humor permanente eran ya una mueca, pura fachada. Sus notas de los dos últimos años de Universidad cayeron estrepitosamente y le llevaron a sus primeros suspensos y a la ocultación y manipulación de los expedientes. Una nueva muchacha se había convertido en su amor clandestino, los amigos apenas le veían, su vida era una gran mentira. Pero no tuvo valor. Y huyó. Nunca sabrían por qué. Su imagen de perfección quedaría a salvo.

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      Era un viernes algo fresco pero ideal para dar un paseo si se iba bien abrigado. Decidió ir al teatro. En el Centro de Nuevos Creadores se representaba La Katarsis del Tomatazo, obra en formato Cabaré que dirigía Cristina Rota. El precio era muy razonable y la calidad del espectáculo estaba asegurada. Mientras aguardaba a que se hiciese la hora, decidió esperar en una cafetería cercana tomando un café. Se sentó en una mesa junto a un ventanal y se entretuvo viendo pasar a la gente. _- No puede ser...el portero me aseguró...pero, es ella, estoy seguro, la he vuelto a ver cientos de veces en estos meses de amargura, es la chica del short vaquero, la que en un susurro me dijo, "hasta mañana."

      Sin pensárselo dos veces, hizo un guiño al camarero, dejó sobre la mesa el importe de la consumición y salió a toda prisa tras la aparición. Cuando llegó a su altura le tocó ligeramente el hombro y al darse la vuelta se tropezó con aquellos ojos que habían quedado impresos en los suyos y que no le dejaban vivir.

      _- Nos conocemos - dijo sorprendida la muchacha

      _- ¿no te acuerdas?, hace unos meses, muy cerca de aquí, en la calle Ave María, era de noche y hacía mucho calor. Yo estaba en mi balcón y tu y tus amigas jugabais a las cartas en el balcón de enfrene, en el tercer piso.

      _- Perdona, pero es la primera vez que paso por este barrio. Seguro que se trata de otra persona. De todas formas, encantada de conocerte, pero tengo un poco de prisa, me esperan. Adiós_-

      Se dejó caer sobre un banco salvador del mobiliario urbano y cerró los ojos. Mientras, la chica había llegado a las taquillas del Teatro Valle-Inclán donde le estaban esperando dos chicas tan jodidamente guapas como ella.


       Algún día continuará. O eso espero.



























jueves, 19 de julio de 2012

El final del viaje. (Recuerdos.-31)

      Hoy se marcha el visitante. Va cargado de recuerdos, de emociones que permanecían vivas en algún lugar del subconsciente, de sueños recuperados, algunos satisfechos y otros, desgraciadamente olvidados. Pero se va contento. Su viaje ha terminado. Mereció la pena.
Antes de despedirse se concede un postrero placer: Recorrerá por última vez los paisajes de su despertar. Y no lo hará solo. Se hará acompañar por el verdadero protagonista de esta historia. Si ustedes quieren, pueden acompañarles.

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El niño.

      La lluvia había dejado transparente el empedrado del "Castillo". Un sol brillante y cálido arrancaba brillos plateados al humilde suelo de las calles Unión, Ramal y Montañeta. Las fachadas de las casas - todas de una sola planta - estaban albeadas con primor. Blancas, la mayoría, pero también las había azules, rosas y amarillas. Las puertas y ventanas eran verdes o marrones. Todas de madera, todas fuertes y macizas. Algunas viviendas tenían tejados, la mayoría, azoteas. Unas eran pequeñitas - como la del niño - otras muy grandes y con enormes patios interiores - como la de Pinito.

      Aquella mañana reinaba el silencio. No había trinar de pájaros, no se escuchaba el zurear de las palomas, no cantaba el gallo, ni cloqueaban las gallinas, sólo las hormigas de cabeza roja y enorme abdomen negro se afanaban preparando el invierno por entre los intersticios que las piedras dejaban a la arena.  Las calles estaban vacías. Tampoco había indios, ni caballeros, ni duendes en el bosque encantado.

      El niño caminaba dando saltitos mirando extasiado el brillo de las piedras. De vez en cuando dirigía sus ojos hacia arriba, y sonreía feliz. Llevaba un pantaloncito corto de color gris - posiblemente de un retal sobrante del uniforme de su padre - camisa azul, limpia y recién planchada y unas alpargatas blancas que parecían de estreno. Agarrando su manita y acompasando sus pasos al andar del pequeño, un hombre mayor, alto, delgado y con el pelo absolutamente cano, se dejaba guiar entre la fascinación y la ternura. Vestía pantalón vaquero azul claro, una camisa blanca de lino con cuello mao que lucía desenfadadamente por fuera del pantalón y unas zapatillas deportivas de lona blanca. Es posible que los que en aquel momento contemplasen la escena sólo pudieran ver al niño, o tal vez solo al señor mayor. Yo tenía el privilegio de verles a los dos. Como se veían ellos. Cómo sin duda les vería Dios. El niño no sabía quién era el hombre. El anciano si sabía quién era el niño. Y por supuesto, quién era él.

      Al llegar al altozano en el que confluían las tres calles, el pequeño se detuvo. Se detuvieron los dos. La puerta de la casa de Mariquita Ceballos estaba abierta. En el patio, Soledad se afanaba en la limpieza diaria. Su madre preparaba el café en la cocina. El resto de la familia dormía. Por supuesto, Manolo y Antonio, sus amigos de aventuras y de sueños, también. Soledad sólo vio al niño. Le sonrió y le envió cariños con los ojos. Él le devolvió el saludo con una de sus manos y continuó su camino Montañeta abajo. Cuando llegaran las primeras sombras de la tarde volvería para escuchar, en la habitación donde combatía el dolor de su maltrecha pierna, las fascinantes historias del papá de Manolo y Antonio, Manolo Uche, y compartir con él, aislados del bullicio del resto de su numerosa familia, las emociones de la transmisión radiofónica del partido de Copa de Europa entre el Athlétic de Bilbao y el Manchester United. El primer partido disputado en San Mamés terminó 5-3 a favor del Athlétic. Iba a ser emocionante.

      Resultaba sorprendente, pero el niño no parecía intimidado, ni raro, ni cohibido ante la figura de aquel hombre mayor que andaba a su lado. Su comportamiento era el mismo de siempre, saludaba, sonreía, silbaba... Tampoco parecía extrañarle que la gente se dirigiera sólo a él sin mencionar ni mirar nunca al señor que le acompañaba. Como si realmente el hombre no existiera. Pero no se hacía preguntas. Estaba a gusto, como con un puntito de paz sobrevenida, como si presintiese que todos los hados del universo estuvieran protegiéndole a través de aquella presencia.

      Caminaban por León y Castillo hacia la Plaza De San Juan. Al pasar por el bar de Segundo en aquella primorosa mañana de otoño, el niño aspiró profundamente intentando absorber todo el aroma del café recién hecho, del café-café, del café "lo juro por mi madre"que se escapaba a través de las puertas recién abiertas. El hombre mayor tampoco pudo resistirse, cerró los ojos, dibujó una sonrisa, aspiró con ganas y soñó que protagonizaba un dulce viaje a través del tiempo. Desde el interior del local saludaron con afecto al pequeño y éste les devolvió el cariño con su sonrisa de siempre. El señor mayor observaba complacido.

      Continuaron calle abajo. Allí estaba la casa de Álvaro y de  Ramón Nonato y el pequeño tejado donde se sentían espadachines y corsarios y se batían en duelo con sus rústicas espadas de madera ante la asustada mirada de la madre y la estupefacción de los curiosos viandantes. Más abajo, la cafetería de Secundino con la vivienda en lo alto, el hogar de Nino, su otro gran amigo de juegos infantiles. De vez en cuando transitaba  un coche camino de San Gregorio, o de Valsequillo, o de Agüimes.... El coche de hora no tardaría en pasar y el chofer tocaría la pita en señal de saludo, y el niño saltaría de alegría y agitaría sus manos en señal de respuesta.

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      Cómo narrador voy a permitirme una pequeña licencia. Voy a saltarme el pequeño trayecto que aún queda hasta llegar a la Plaza - temo que sigamos encontrándonos con personas y lugares que alarguen en demasía esta pequeña historia - Situaré a los dos protagonistas en el corazón de sus aventuras y recuerdos. Y que allí pase lo que tenga que pasar.

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      El hombre mayor se ha sentado en un banco de madera frente al Ayuntamiento y el Casino y de espaldas a la Iglesia.  El pequeño se ha soltado de su mano y corre a besar a un hombre sonriente y bondadoso vestido con uniforme de "capitán general" que está abriendo las puertas del Ayuntamiento. El hombre mayor que está sentado en el banco contemplando la escena no puede impedir que unas lágrimas crucen su rostro y empapen su blusa blanca. Y le invade una ternura infinita. Le gustaría que su padre le viese como él le está viendo. Y devolverle mil veces el amor que recibió, y besarle y abrazarle y estrujarle... El niño volvió saltando al centro de la Plaza, pegándole patadas a una chapa y dibujando regates a un jugador imaginario. Pronto llegarían sus amigos y jugarían con una buena pelota de trapo o con el balón de goma de Nino, y el señor mayor de pelo blanco que le había acompañado aquella mañana podría ver lo habilidoso que era y los amigos tan buenos que tenía y podría visitar la Iglesia y su retablo mayor y la milagrosa escultura del Cristo de Telde. Tal vez por todo eso, pensó, tenía los ojos llenos de agua. Si, seguro que era por eso.

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      El adolescente.

      El sol salió y se oculto muchas veces. Se sucedieron las estaciones. Pasaron algunos años. Nuevos amigos, el Instituto, los humillantes granos, la barba incipiente, las chicas, la explosión de la sexualidad, el maravilloso despertar del amor, los exámenes, las vacaciones, las dudas, las preguntas sin respuestas, el sentido de la vida y de la muerte, el silencio, la introspección, los ideales, los sueños, el compromiso. El hombre mayor, alto, delgado y con el pelo cano, contemplaba al adolescente intentando acceder a su mundo interior. Ahora, sólo él, era consciente de la presencia del otro. Hubiera sido imposible penetrar en los secretos del muchacho si éste se hubiese sentido acompañado, observado. Y allí estaba. Pegado a él. Casi dentro de él. Aún así, presentía que le iba a ser muy difícil llegar a sus secretos a su espacio más intimo. Es probable que al propio chico tampoco le resultara fácil. Sin embargo tenía que intentarlo. Se lo debía al niño, al adolescente, al joven. Se lo debía a si mismo.

      Era la parte del viaje a la memoria más delicado y más trascendente. No le bastaba con describir lo que veía. Quería saber lo qué sentía, conocer el mundo al que se trasladaba en sus largas horas silenciosas y solitarias ¿Descubrió acaso quién era?  ¿Qué soñó? ¿Qué proyecto ideó para su vida? ¿Cómo deseaba vivir?
Afortunadamente, el paso del tiempo va serenando el espíritu, las pasiones van encontrando su cauce, y el joven descubrirá que se puede vivir sin tener todas las respuestas. Y se agarrará a un puñado de certezas personales, construirá un sueño y comenzará a andar. Y mientras camina ¿quién sabe? es probable que alguna vez llegue a experimentar la alegría de haber encontrado su sitio en el mundo.

      Y el chico se lanzó en busca de su Santo Grial. Y prometió que lucharía por él.

      El hombre mayor, alto delgado y con el pelo cano se levanta de su asiento, dirige su mirada al balcón del Ayuntamiento y se despide agitando su mano derecha del espacio vacío. Mientras se aleja rememora los sueños de aquel muchacho, y le pide perdón desde el fondo de su corazón. Es posible que nunca, nadie, pueda estar a la altura de los ideales de un adolescente. Por supuesto, él quedó muy lejos.

      En un banco de la Plaza están sentados Ramón Álvarez Sanabria, Carmelo Almeida, Dieguito Talavera y un joven seminarista. Hablan en voz baja. Preguntan, se preguntan y alguna vez encuentran respuestas.

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Habían pasado casi cuarenta años. Cuatro décadas viviendo en Madrid y alejado de mi tierra sin más contacto que esporádicas vacaciones y mucha nostalgia. Acababa de jubilarme. Transcurrían los últimos días de septiembre del año 2010. Alentado por mi mujer, decidí emprender un viaje por los recuerdos. Transitaría solo, sin más bagaje que mi cuerpo y mi memoria. Recorrería los paisajes en los que se desarrolló mi vida en soledad y silencio, dejaría que fluyeran evocaciones ocultas por el paso del tiempo, instantes olvidados que marcaron mi vida, emociones, sufrimientos, vergüenzas,amores, amistades, compromisos... Y así lo hice. Me fui a la Montañeta y caminé sobre sus piedras y miré sus casas pequeñas y limpias, oré en la Basílica, me acerqué a la Plaza de San Juan y pasé largas horas sentado en mi banco de siempre, de cara al Ayuntamiento y el Casino y de espaldas a la Iglesia, miré largamente al balcón en el que ondeaban las banderas buscando amores, paseé por San Francisco y el Bailadero, crecí en el Instituto, me fui al seminario en Tafira, y entre ensoñaciones e ideales, "olvideme y perdime", y recordé a Manolo Alemán y visité su tumba en el panteón de los canónigos en Vegueta y le puse un ramo de flores blancas. Y por fin llegué a Temisas.

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Con este último relato doy por concluido mi paseo por la memoria. Ha sido sólo eso, un humilde viaje a través de los recuerdos. Perdonen mi atrevimiento.