viernes, 24 de febrero de 2012

Telde. Paisajes de mi niñez. (Recuerdos.- 23)

      AÑO 2012. EN UN LUGAR INDETERMINADO. 

      - Javier, Javier, ¿estás despierto?
      - Duérmete ya Manolín, que es muy tarde.
      - Es que... me da miedo lo oscuro. Y fuera hay mucho ruido. ¿Por qué hay tanto ruido, Javier?
      - Anda, cierra los ojos. Piensa en cosas bonitas. Piensa en el balón que te van a traer los reyes. Verás que pronto será mañana y lo bien que lo vamos a pasar.
      - Bueno, pero no te duermas antes que yo, que si no me da mucho miedo.
      - Vale. Pero anda, duérmete ya.
      - Buenas noches, Javier .
      - Buenas noches, Manolín.

      Y el Hada, que vivía en la espesura del Gran Bosque, expulsó a los ruidos que merodeaban por la casa y mandó a una legión de duendecillos a lavar la oscuridad que asustaba a Manolín.

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      Era un domingo de otoño de un año cualquiera de hace mucho tiempo. El sol comenzaba a despertar por entre los riscos. El imponente barranco permanecía seco. Los siete ojos del puente que lo cruzaba, contemplaban embelesados los barrios de Tara y de Cendro. Confundidas entre platanares, arboles frutales y tabaibas, más de cien palmeras, esbeltas y orgullosas, recibían a visitantes y viajeros de paso regalándoles el dulce placer de su belleza. Mientras, bandadas de pájaros celebraban entre picados y volteretas circenses ejecutadas a velocidad de vértigo, el feliz nacimiento de la mañana.

      El pueblo aún dormía. Pero no todo el pueblo.

      Allá donde acababa la acera y los coches reclamaban todo el espacio, justo en el límite habitado, Miguelito cantaba mientras amasaba el pan y alimentaba el fuego del gran horno. En una enorme bandeja de latón o de hierro, alineados con amorosa precisión, un montón de piezas recién modeladas aguardaban el momento de ser horneadas. En una fuente más pequeña, ínfimos panecillos, figuritas de animales, y hasta un unicornio blanco y alado se dorarían al calor de la lumbre y se convertirían muy pronto en gloria para los niños, en gozo para el panadero. En el piso de arriba, su mujer y sus hijos dormían plácidamente.

      En la plaza, dos barrenderos recogían con grandes ramas de palmera, las hojas caídas de los arboles, las colillas de los fumadores, y cientos de cáscaras de pipas y manises. En la parada de Taxis, dos Austin negros, relucientes como el cristal, aguardaban la llegada de algún cliente noctámbulo o madrugador. En la azotea del Ayuntamiento, un hombre pequeño y bien vestido cumplía el protocolo izando, como cada día, la bandera de España.

      Cruzando la alameda se acerca Manolito, el sacristán. Alto, fuerte, serio. Habla lo justo. Sonríe menos. Seguro que es bueno en su trabajo. Ahora está abriendo el portalón de la Iglesia. En unos instantes creará música con su inigualable repicar de campanas.

      De la casa parroquial acaba de salir Don Pedro Hernández Benitez. De mediana estatura, rostro amable, anteojos redondos casi al aire, sotana impecable y un innegable porte aristocrático. Tiene fama de sabio. Y sin duda lo es. Creo que le admiran más por eso que por su trabajo pastoral. Pero seguro que también es un buen párroco. Entró en la Iglesia, rezó de rodillas un instante y se sentó en su confesionario a leer el Breviario mientras aguardaba la llegada de los primeros fieles. Por la puerta interior que da acceso al jardín, aparece Don Francisco. Es un cura bondadoso y muy mayor. Con grandes mofletes sonrosados y algo caídos.La gente le quiere. Con su caminar algo torpe y su respirar fatigoso se dirige, como cada día, al confesionario de enfrente, a la izquierda del altar.

      La ciudad ha ido despertando poco a poco. El bar de Estupiñán ha abierto sus puertas. Ya han encendido la máquina del café y han puesto a calentar la plancha. El Coche de Hora que viene de Las Palmas y se dirige a San Bartolomé de Tirajana, acaba de parar ante su puerta. Los primeros clientes pasan directamente del interior de la guagua a la barra del bar.

      Algo más arriba, la cafetería de Secundino y la tasca de Segundo se preparan para recibir a los clientes habituales. Un poco más "finos" los de Secundino, más "de batalla" los de Segundo. Aquí, en el de Segundo, sobre una vieja pizarra escrita con tiza blanca, se puede leer la relación de los partidos que componen la quiniela de fútbol de esta jornada. Por la tarde, entre alegrías y cabreos, entre cafecitos y ron, entre cervezas y algún whisky escocés que se tercie, se irán colocando los 1X2 definitivos que completarán la rutina amable y compartida de un nuevo domingo. Y quién sabe, quizás sonría la suerte.

      Pepín y Juan Cerpa preparan ya las palomas mensajeras que llevarán al Estadio Insular para enviar los mensajes del partido que, en apenas 8 minutos, serán recibidas en el palomar por su hermano pequeño. Casi tan veloz como las palomas, volará montañeta abajo y se presentará jadeando en el bar de Segundo y gritará: "Las Palmas 1 Sevilla 0. Marcó Larraz. Final de la primera parte." Gritos de alegría. Otro roncito. Más queso. (Pero, perdón, esta historia aún tardará unas horas en producirse. La memoria no siempre respeta los tiempos.)

      Las tiendas de Lolita y Rafaelito abrirán muy pronto. Lo harán sólo durante unas horas. Para vender el pan, decían. Seguramente, alguna cosa más caerá. Quienes no abrirán serán las farmacias de Don Jerónimo Flores y Don Isidoro. Hoy sólo está de guardia la de Doña Adela. Lola Fleitas, la encargada, lleva toda la noche sin dormir. Pronto aparecerá Miguel Alcázar, su marido, con unas pastas y un termo de café. Carmita la del pescado pasa por la puerta y les saluda.

      En la calle del Conde de la Vega Grande, justo detrás del Ayuntamiento y la Plaza de San Juan, se encuentran los Juzgados y la guardia municipal. Es una calle señorial. Algo fría y solitaria pero con cierto aroma a glorias pasadas. El guardia Melián acaba de salir de la comisaría. Pequeño de estatura, fibroso, atlético y con cierto aire de cómic, se dispone a hacer cumplir la ley y a mantener el orden aunque tenga que correr lo que tenga que correr. Era el terror de los chicos y la diversión de los adolescentes, pero en el fondo, un personaje querido y parte insustituible del paisaje.

      El bazar de Tilita está lleno de niños. Todos se agolpan junto a los sobres sorpresa, las aventuras del Cachorro, las Hazañas Bélicas y los cuentos de Hadas. Todos esperan que aparezca papá, el abuelo o algún tío generoso. Todos sueñan con encontrar el tesoro escondido. Ojalá tengan suerte.

      Las calles comienzan a vivir. El día es espléndido. Ni una nube en el cielo, veintidós grados y una brisa tan suave que más bien parece una caricia. Las campanas de la Iglesia avisan por segunda vez. Pronto comenzará la misa mayor. Será a las once en punto. La Alameda está llena de gente. Casi todos esperarán hasta el último momento para entrar en el Templo. Muchas mujeres, tocadas con hermosos velos de encaje, comienzan a ocupar los asientos. Lucen lo mejor de su vestuario. Algunas se atreven con unos zapatos de tacones muy altos y extremadamente finos que están haciendo furor en el mundo de la moda. Cuando entran en la Iglesia, el martilleo de sus tacones al chocar con las viejas baldosas de piedra es tan sonoro que provoca de inmediato el que muchas mujeres se vuelvan a mirarlas. Nunca se aclaró si el ruido producido era inevitable o existía un premeditado deseo de llamar la atención para ser miradas. En la Plaza de San Juan, empleados del ayuntamiento colocan las sillas que en unos instantes ocupará la Banda Municipal de Música. Dos niños, José María Alfonso y su compañero de instituto Antonio C., ocupan ya un puesto preferente. Les encanta la música. Cuando sean las doce, arrancará el concierto.

      Aún hay mucha luz, pero ya la tarde empieza a declinar. En lo alto de la azotea, el niño escudriña el cielo. Por allí viene una de sus palomas. Las podría distinguir a más de cien metros de distancia. La velocidad y seguridad de su desplazamiento, la elegancia de su vuelo y el brillo de su plumaje, las haría reconocibles entre un millar. Rápidamente retira el mensaje de su anilla, baja las escaleras y vuela más que corre hacia el bar de Segundo. Cuando le ven aparecer el local queda en silencio. Todas las miradas se posan en él. La copa de ron se suspende en el aire, la partida de dominó se para, las conversaciones se aguantan...y el niño grita: "minuto 89, el Sevilla empata. Gol de Arza. Minuto 90, Larraz vuelve a marcar. Las Palmas 2 Sevilla1. Final del partido." Gritos de euforia. El bar es una locura. El equipo se ha salvado. Todos abrazan al niño. Alguien grita "Tengo 13, tengo 13". Nadie le hace caso. Media hora después se escucha en Radio Las Palmas: "Última hora, acaba de terminar el partido en el Estadio Insular con el triunfo de la Unión deportiva Las Palmas por dos goles a uno."

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      La oscuridad se fue y las luces del alba iluminaron el lugar. El Hada que vivía en la espesura del Gran Bosque ordenó a los duendecillos abandonar la casa. Miró a los niños por última vez y con un ligero toque de su varita mágica, les ayudó a despertar. Durante la noche habían hecho un largo viaje. Tenían muchas cosas que contarse.

domingo, 12 de febrero de 2012

¡Bravo!

      AUTO PRIMERO.-

      El Auditorio en pleno se alzó de sus asientos. Las mil doscientas personas que abarrotaban platea y palcos llevaban más de veinte minutos aplaudiendo y lanzando ¡Bravos! al aire mientras la orquesta, puesta en pie, recibía entre sonrisas y emoción indisimulada las repetidas apariciones en escena del joven director. No había defraudado. La expectación con la que se aguardaba el retorno a su Isla quedó absolutamente sobrepasada. Rostros maduros, rostros juveniles, rostros de mujeres, rostros de hombres, rostros eufóricos, rostros llorosos, rostros emocionados, rostros orgullosos. El rostro de su madre, el rostro de su padre... el rostro de ella. Habían pasado muchos años, pero allí estaban todos. Allí estaba ella. Allí estaba el otro. Junto a ella. Y allí estaba él. Aclamado por todos. También por ella.
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      AUTO SEGUNDO.-
     
      Faltaba un segundo y ocho décimas para que concluyera el partido. El tiempo muerto solicitado por el banquillo local apuraba la posibilidad de una gloria impensable desde que el baloncesto recaló en las Islas. El resultado en aquellos momentos reflejaba un 82 a 84 favorable al equipo Ruso. La Final Four de la Euroliga de Baloncesto se celebraba por primera vez en Canarias. Y allí estaban al fin, el equipo de su tierra y él con ellos. Aspirando a todo hasta el último suspiro.

Toda la estrategia pasaba porque el balón llegase hasta él a lo largo del perímetro y tras la línea de tres puntos. Se lo jugarían todo a un solo tiro. Intentar la prórroga era suicida porque su rodilla no aguantaría cinco minutos más.

Sonó el silbato. Los equipos tomaron posiciones. El público, a un paso de la histeria colectiva, hizo que el pabellón insular de deportes se convirtiera en un volcán en el cénit de su erupción. Trompetas, gritos, palmas y toda una parafernalia de cánticos y colores se apoderaron del escenario.

En la cancha, empujones, bloqueos, agarrones, duelo de estrategias... por fin le llegó el balón en el centro de la bombilla y tras la línea de tres. Saltó hacia arriba con todas sus fuerzas, arqueó la espalda hacia atrás en un intento supremo por superar los enormes brazos que se alzaban a escasos centímetros de sus dedos y lanzó la bola hacia el aro. Un silencio preñado de miedo y de sueños se apoderó de la grada. Sólo se oían las gotas de sudor al chocar contra el parquet y el siseo de la pelota mientras describía la enorme curva que le acercaba al tablero. Caras desencajadas, expectantes, asustadas, cuerpos que se estiraban intentando ayudar, rostros escondidos bajo manos crispadas... y en lo alto de la curva sonó la bocina que indicaba el final del partido. Pero ya el balón descendía, el tablero se iluminó, y sin tocar el hierro, penetró en la canasta y acarició suavemente las redes antes de tocar el suelo. Una explosión de júbilo estalló en el pabellón. Alegría indescriptible, sonrisas y llantos, cantos de gloria, besos y abrazos. El héroe alzado en volandas. Su nombre coreado por miles de gargantas. Una sensación de felicidad infinita se apoderó del recinto y de la ciudad entera. Y en medio de la locura colectiva sus ojos se encontraron con los de ella. Los de él se poblaron de nostalgia y los de ella miraron al suelo. Y se perdió entre la gente.

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      LA HISTORIA.-

      En la playa desierta, muy cerca de donde rompían las olas, sentado sobre la arena aún tibia, descalzo pero vestido, con los brazos abrazando las piernas y la mirada perdida en el infinito, un hombre apuraba los últimos rayos de sol. Se le notaba cansado. O triste. Tal vez las dos cosas. No tendría más de cuarenta años, pero en su rostro se leían muchas vidas. Vidas prestadas, vidas encontradas, vidas adjudicadas, vidas no queridas, vidas rotas, vidas tristes, vidas que no eran vida.

      No siempre fue así. Hubo un tiempo en el que el sol parecía no ponerse nunca y cuando la noche llegaba traía rumores de triunfo, de amores y de promesas sin fin.
Nacido en el seno de una familia de clase media, disfrutó de una infancia y una pubertad al amparo del cualquier turbulencia exterior. Pudo estudiar y lo hizo bien. Tenía amigos, buenos amigos y un extraordinario predicamento entre las chicas, aunque muy pronto, su corazón sólo tuvo espacio para una, María.

      Acabada la carrera de económicas con brillantez, se incorporó rápidamente al mundo del trabajo. Y también aquí le sonrió la fortuna. Nuevos amigos y nuevas mujeres. Más sofisticados. Más glamurosos. Y se olvidó de María. Y se casó muy pronto. Y pronto también, nacieron dos hijos, Paula y Ricardo. Y creció y creció. Y parecía feliz.

      La maldita crisis acabó con todo. La sospechosa burbuja en la que se había instalado le explotó en pleno rostro. Y le partió la cara. Su desmedido nivel de vida, su apuesta suicida y descarnada por la especulación salvaje, la falta de escrúpulos ante el origen del dinero que enriquecía desmesuradamente su patrimonio y que no podía tener otra explicación que el expolio y la estafa, acabó, en un santiamén, con su "castillo de oro", sus sueños de grandeza y su aparente felicidad. Perdió su trabajo, su casa, sus coches de alta gama, su frágil prestigio social y los amigos de última generación. Poco tiempo después, también le abandonó su mujer y con ella, sus hijos. Y se quedó solo.

      Había llegado a su casa, un pequeño piso de cuarenta metros cuadrados en el viejo  Guanarteme. Apenas llevaba un año en el barrio y ya le saludaban por la calle. No le conocían de nada pero le aceptaban como uno más. Aún no compartía tertulias, ni confidencias, ni copas, pero mantenía un trato respetuoso y amable. No podía expulsar su pena, ni su desesperanza, ni sus miedos, pero aquella gente le ofrecía respeto y un poco de calor. Por la mañana trabajaba como reponedor en una gran superficie, con contrato temporal, trato vejatorio y sueldo miserable. Por la noche servía copas en un bar de la avenida de las Canteras, completando así unos ingresos que le permitían escapar, momentaneamente, de la exclusión.

      Estaba cansado. Físicamente cansado. Mañana libraba en Carrefour. Podría descansar un poco más. Cogió leche de la nevera y bebió directamente de la botella. Se sentó en el desgastado sofá rojo de Ikea, encendió maquinalmente el viejo televisor de tubo y se dispuso a rumiar su fracaso sin hacer el mínimo caso a lo que decían através de aquel diabólico instrumento de embrutecimiento programado.

      Lo pensó mejor. Apagó el aparato. Se puso el pijama y se acurrucó entre las sábanas de su cama. En un instante y antes de que el cansancio le condujera a la inconsciencia, cerraría los ojos, expulsaría sus ruidos interiores, escaparía de la vulgaridad de su vida y con la ilusión de un adolescente, con la emoción y la verdad que habitan en el mundo mágico, se sumergería en el dulce karma de la madrugada y daría rienda suelta a su colección de sueños inventados.

      Y hoy, como ayer, y como tantas otras noches de soledad y de tristeza, se pondría ante el atril de madera, cogería la batuta y sin mirar ni una sola vez la partitura, dirigiría a la Filarmónica de Berlín en el Alfredo Kraus y regalaría a un auditorio entregado la suprema belleza de la música de Bach. Y escucharía los aplausos y los ¡Bravos! Y gozaría del triunfo. Y volvería a verla. Y sería feliz.

      Otra noche, seguramente, jugaría al baloncesto.

miércoles, 8 de febrero de 2012

Telde, Don Juan y el jardín de los prodigios.(Recuerdos.-22)

   
      No siempre los recuerdos vuelven a tí, tal como los sentistes. El tiempo transcurrido, la luz recuperada, la libertad conquistada, han podido teñir de colores nuevos acontecimientos que ocurrieron en otro momento y que sirvieron para conformar tu vida. Es fácil, a la luz de tu evolución personal, de los cambios sociales o de la transformación de las ideas, que la percepción de lo vivido cambie substancialmente. Por eso, la inmersión en el tiempo pasado debiéramos hacerla despojándonos de todo el caudal de información acumulado, procurando transmitir con honestidad los hechos y las emociones tal como se produjeron y en el contexto que lo hicieron. Por justicia y por rigor histórico.

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      Transcurría el año 1959. La fecha exacta no la recuerdo. Tal vez fuera otoño.  

      Era muy joven, aunque nunca lo pareció demasiado. Alto, delgado, serio, con una media sonrisa que nunca dejó escapar en exceso, vestido con impoluta sotana negra que jamás abandonó y una mirada que dejaba entrever convicciones profundas y mucha seguridad en si mismo. Muy poco tiempo después, las impresiones se transformarían en certezas. A San Juan habían enviado un cura inteligente, honesto, muy trabajador y con una formación filosófica y religiosa profundamente ortodoxa. Sin duda, estábamos ante una personalidad cargada de atractivos.

      La llegada de Don Juan Artiles a Telde produjo, en poco tiempo, un innegable acercamiento al hecho religioso. La liturgia y las pláticas comenzaron a despojarse de lo mágico y lo trivial y se tornaron interesantes y profundas. Su figura transmitía rigor y credibilidad. La Religión y la Razón podían volver a mirarse con respeto.

      Personas maduras y gente joven, fueron captadas con inusitada rapidez ante el vigor personal e intelectual del joven sacerdote. El templo, hasta hace unos meses refugio exclusivo de viejecitas rezando el rosario - incluso cuando se oficiaba la misa -  comenzó a poblarse de hombres y mujeres de cualquier edad y condición cargados de curiosidad y deseosos de encontrar respuestas.

      La penetración de su influencia en el tejido social de la Ciudad no fue menor. El cambio que se operó en el estilo de vida de mucha gente fue hondo y perdurable. Telde y muy especialmente los barrios que conformaban la Parroquia de San Juan, experimentaron durante los años que duró su magisterio, un importante salto cualitativo en sus niveles de autoestima.

      Le recuerdo como un hombre bueno, excepcionalmente integro y entregado en cuerpo y alma a su ministerio. Tuve la fortuna de encontrarme con él en esa edad en la que los ideales y las pasiones desbocadas se pelean por vencer y en la que ningún sueño parece imposible. Y me propuse quedarme cerca.

Aunque una gran parte de la gente, sin dejar de admirarle, le percibía distante y un tanto inaccesible, otros podemos asegurar que era una persona sumamente afable, tímida y en extremo cariñosa. Le apasionaba la psicología experimental, la música polifónica y un buen debate filosófico. Recuerdo con afecto nuestras caminatas al barrio de San Francisco. En una ocasión en la que el sol apretaba y la cuesta se me hacía interminable expresé en voz alta mi queja. - Me dijo - "la dificultad está en tu mente. Tu puedes cambiar la percepción de las cosas. Mira al suelo y esfuérzate en pensar que estás bajando y que la temperatura es amable". Les confieso que el experimento funcionó. Cincuenta años después sigo haciendo uso de su consejo. Y sigue funcionando.

      En otra ocasión nos regaló una humilde lección de ética práctica que nunca olvidé. Afanados e ilusionados, un grupo de jóvenes nos habíamos lanzado a la calle sobre la carrocería de un camión prestado, a la busca y captura de botellas de cristal vacías. El objetivo, conseguir con su venta el dinero que nos permitiera construir un local juvenil. Como nos parecía más sencillo, explicábamos a la gente que los beneficios serían destinados a los pobres. Llenamos el camión. Lo habíamos conseguido. Exultantes, presentamos nuestro éxito al párroco. Su reacción fue serena pero firme; teníamos que entregar todo el dinero obtenido a los pobres. Esa había sido la voluntad de los donantes.

      Fueron unos años increíbles. Y agradezco haberlos vivido.

      Pero Telde, San Juan y su entorno, no eran sólo la comunidad cristiana. En sus calles, en sus plazas, en sus trabajos y sus casas, coexistían otras muchas sensibilidades. Otras formas de entender la vida. El relato de mi viaje por los recuerdos, nunca hará justicia a la historia de un montón de hombres y mujeres que estaban allí y con los que apenas pude compartir algo más que un saludo o una sonrisa. Agnósticos, desencantados, ateos militantes, comunistas clandestinos, trabajadores, intelectuales, represaliados políticos, anticlericales, edonistas, gentes sencillas del pueblo, conformaban el otro continente - mayor aún que el mío - con el que nunca tuve la fortuna de compartir proyectos.

      La Iglesia de aquellos años - y me temo que también de los siguientes - continuaba enrocada en su particular concepción del mundo. Un maniqueísmo ideológico y estructural la empujaba a continuar percibiendo a la sociedad dividida entre buenos y malos, a seguir distinguiendo entre los que poseían la verdad absoluta - ella misma - y los que debían ser rescatados de las tinieblas. Su demonización del baile como paradigma de todos los males, su alejamiento del casino como parte de ese mundo exterior a combatir, su cerrazón dogmática y excluyente de otros grupos, de otras visiones ("fuera de la Iglesia no hay salvación") causaron mucho sufrimiento e impidieron el acercamiento de mucha gente buena cargada de sueños. 

      El banco de la esquina en el fondo de la Plaza, el que estaba situado frente al Casino y de espaldas a la Iglesia, el que permanecía protegido por la amable penumbra que le proporcionaba una farola sin luz, era, como tantas otras veces, refugio para la observación, la reflexión y el encuentro. La Plaza de San Juan seguía siendo mi particular jardín de los prodigios. En ella se cantaba a la vida, jugaban los niños, discutían los jóvenes, se amaban las parejas y rumiaban sus incertidumbres los adolescentes. En una de las esquinas, muy cerca de la parada de taxis, Manolo Uche y Miguel Alcazar conversan con Fernandito Ojeda mientras aguardan la llegada de Soledad y Lola que se entretuvieron conversando en el bazar de Tilita. Antoñillo Franco, Pepe Báez y algunos niños más, sorteaban centenares de piernas en busca de una pelota de goma que se les acaba de escapar. En el centro de la Plaza, Anita, su hermana Reyes y Finita esperaban a otras chicas procedentes de San Antonio. Cerca de ellas, comiéndose la vida con sus ojos dulces y algo tristes, pasó una niña que se llamaba Inma. Las luces del Ayuntamiento permanecían aún encendidas. Posiblemente se estaría celebrando un pleno extraordinario. Desde el balcón, Juanito Cerpa conversaba con Agustín, Onofre y Paquito Artiles que en aquellos momentos se dirigían al concierto. Del Casino entraba y salía mucha gente. Las campanas de la Iglesia llamaban a misa. Pronto estaría llena. Mañana era fiesta. En el banco de la esquina en el fondo de la Plaza, el que estaba situado frente al Casino y de espaldas a la Iglesia, el que permanecía protegido por la amable penumbra que le proporcionaba una farola sin luz, Ramón Álvarez, Carmelo Almeida, Dieguito Talavera y yo hablábamos en voz baja.

jueves, 2 de febrero de 2012

Digresiones, incertidumbres y utopías.

      Los seres humanos solemos tender a pensar que nuestro mundo, es todo el mundo. Juzgamos y opinamos desde nuestro pequeño universo personal como si poseyéramos todas las claves de la vida. Declaramos la guerra, anatematizamos o condenamos desde la cima de nuestras verdades absolutas, sin percatarnos de nuestra insignificancia, de nuestra estupidez y de nuestra nada.

      Esa miopía congénita y bárbara es la que conduce a individuos y grupos, a la xenofobia, a la intolerancia necia, o al desprecio del otro. Y nadie está libre de caer en esta barbarie. Los miedos atávicos, el temor a lo desconocido, la necesidad de certidumbres, nos empuja a refugiarnos en los dogmas, a entregarnos a líderes carismáticos, a coquetear con mensajes totalitarios. Y todo ello desde la más absoluta inconsciencia.

      Sólo cuando descubramos nuestra absoluta incapacidad para entender y explicar el misterio de la vida, cuando un gramo de sabiduría nos conceda la humildad de entender que lo único cierto es "saber, que no sabemos nada", es posible que entonces, y sólo entonces, estemos preparados para conquistar la libertad, la igualdad y la fraternidad. Y, aunque también esto es conjetura y búsqueda, es previsible que, ahora si, avanzemos hacia el conocimiento de los grandes interrogantes de la existencia: ¿Quienes somos, de dónde venimos, a dónde vamos?  Quién sabe, tal vez al final del camino alcancemos la plenitud.