viernes, 24 de febrero de 2012

Telde. Paisajes de mi niñez. (Recuerdos.- 23)

      AÑO 2012. EN UN LUGAR INDETERMINADO. 

      - Javier, Javier, ¿estás despierto?
      - Duérmete ya Manolín, que es muy tarde.
      - Es que... me da miedo lo oscuro. Y fuera hay mucho ruido. ¿Por qué hay tanto ruido, Javier?
      - Anda, cierra los ojos. Piensa en cosas bonitas. Piensa en el balón que te van a traer los reyes. Verás que pronto será mañana y lo bien que lo vamos a pasar.
      - Bueno, pero no te duermas antes que yo, que si no me da mucho miedo.
      - Vale. Pero anda, duérmete ya.
      - Buenas noches, Javier .
      - Buenas noches, Manolín.

      Y el Hada, que vivía en la espesura del Gran Bosque, expulsó a los ruidos que merodeaban por la casa y mandó a una legión de duendecillos a lavar la oscuridad que asustaba a Manolín.

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      Era un domingo de otoño de un año cualquiera de hace mucho tiempo. El sol comenzaba a despertar por entre los riscos. El imponente barranco permanecía seco. Los siete ojos del puente que lo cruzaba, contemplaban embelesados los barrios de Tara y de Cendro. Confundidas entre platanares, arboles frutales y tabaibas, más de cien palmeras, esbeltas y orgullosas, recibían a visitantes y viajeros de paso regalándoles el dulce placer de su belleza. Mientras, bandadas de pájaros celebraban entre picados y volteretas circenses ejecutadas a velocidad de vértigo, el feliz nacimiento de la mañana.

      El pueblo aún dormía. Pero no todo el pueblo.

      Allá donde acababa la acera y los coches reclamaban todo el espacio, justo en el límite habitado, Miguelito cantaba mientras amasaba el pan y alimentaba el fuego del gran horno. En una enorme bandeja de latón o de hierro, alineados con amorosa precisión, un montón de piezas recién modeladas aguardaban el momento de ser horneadas. En una fuente más pequeña, ínfimos panecillos, figuritas de animales, y hasta un unicornio blanco y alado se dorarían al calor de la lumbre y se convertirían muy pronto en gloria para los niños, en gozo para el panadero. En el piso de arriba, su mujer y sus hijos dormían plácidamente.

      En la plaza, dos barrenderos recogían con grandes ramas de palmera, las hojas caídas de los arboles, las colillas de los fumadores, y cientos de cáscaras de pipas y manises. En la parada de Taxis, dos Austin negros, relucientes como el cristal, aguardaban la llegada de algún cliente noctámbulo o madrugador. En la azotea del Ayuntamiento, un hombre pequeño y bien vestido cumplía el protocolo izando, como cada día, la bandera de España.

      Cruzando la alameda se acerca Manolito, el sacristán. Alto, fuerte, serio. Habla lo justo. Sonríe menos. Seguro que es bueno en su trabajo. Ahora está abriendo el portalón de la Iglesia. En unos instantes creará música con su inigualable repicar de campanas.

      De la casa parroquial acaba de salir Don Pedro Hernández Benitez. De mediana estatura, rostro amable, anteojos redondos casi al aire, sotana impecable y un innegable porte aristocrático. Tiene fama de sabio. Y sin duda lo es. Creo que le admiran más por eso que por su trabajo pastoral. Pero seguro que también es un buen párroco. Entró en la Iglesia, rezó de rodillas un instante y se sentó en su confesionario a leer el Breviario mientras aguardaba la llegada de los primeros fieles. Por la puerta interior que da acceso al jardín, aparece Don Francisco. Es un cura bondadoso y muy mayor. Con grandes mofletes sonrosados y algo caídos.La gente le quiere. Con su caminar algo torpe y su respirar fatigoso se dirige, como cada día, al confesionario de enfrente, a la izquierda del altar.

      La ciudad ha ido despertando poco a poco. El bar de Estupiñán ha abierto sus puertas. Ya han encendido la máquina del café y han puesto a calentar la plancha. El Coche de Hora que viene de Las Palmas y se dirige a San Bartolomé de Tirajana, acaba de parar ante su puerta. Los primeros clientes pasan directamente del interior de la guagua a la barra del bar.

      Algo más arriba, la cafetería de Secundino y la tasca de Segundo se preparan para recibir a los clientes habituales. Un poco más "finos" los de Secundino, más "de batalla" los de Segundo. Aquí, en el de Segundo, sobre una vieja pizarra escrita con tiza blanca, se puede leer la relación de los partidos que componen la quiniela de fútbol de esta jornada. Por la tarde, entre alegrías y cabreos, entre cafecitos y ron, entre cervezas y algún whisky escocés que se tercie, se irán colocando los 1X2 definitivos que completarán la rutina amable y compartida de un nuevo domingo. Y quién sabe, quizás sonría la suerte.

      Pepín y Juan Cerpa preparan ya las palomas mensajeras que llevarán al Estadio Insular para enviar los mensajes del partido que, en apenas 8 minutos, serán recibidas en el palomar por su hermano pequeño. Casi tan veloz como las palomas, volará montañeta abajo y se presentará jadeando en el bar de Segundo y gritará: "Las Palmas 1 Sevilla 0. Marcó Larraz. Final de la primera parte." Gritos de alegría. Otro roncito. Más queso. (Pero, perdón, esta historia aún tardará unas horas en producirse. La memoria no siempre respeta los tiempos.)

      Las tiendas de Lolita y Rafaelito abrirán muy pronto. Lo harán sólo durante unas horas. Para vender el pan, decían. Seguramente, alguna cosa más caerá. Quienes no abrirán serán las farmacias de Don Jerónimo Flores y Don Isidoro. Hoy sólo está de guardia la de Doña Adela. Lola Fleitas, la encargada, lleva toda la noche sin dormir. Pronto aparecerá Miguel Alcázar, su marido, con unas pastas y un termo de café. Carmita la del pescado pasa por la puerta y les saluda.

      En la calle del Conde de la Vega Grande, justo detrás del Ayuntamiento y la Plaza de San Juan, se encuentran los Juzgados y la guardia municipal. Es una calle señorial. Algo fría y solitaria pero con cierto aroma a glorias pasadas. El guardia Melián acaba de salir de la comisaría. Pequeño de estatura, fibroso, atlético y con cierto aire de cómic, se dispone a hacer cumplir la ley y a mantener el orden aunque tenga que correr lo que tenga que correr. Era el terror de los chicos y la diversión de los adolescentes, pero en el fondo, un personaje querido y parte insustituible del paisaje.

      El bazar de Tilita está lleno de niños. Todos se agolpan junto a los sobres sorpresa, las aventuras del Cachorro, las Hazañas Bélicas y los cuentos de Hadas. Todos esperan que aparezca papá, el abuelo o algún tío generoso. Todos sueñan con encontrar el tesoro escondido. Ojalá tengan suerte.

      Las calles comienzan a vivir. El día es espléndido. Ni una nube en el cielo, veintidós grados y una brisa tan suave que más bien parece una caricia. Las campanas de la Iglesia avisan por segunda vez. Pronto comenzará la misa mayor. Será a las once en punto. La Alameda está llena de gente. Casi todos esperarán hasta el último momento para entrar en el Templo. Muchas mujeres, tocadas con hermosos velos de encaje, comienzan a ocupar los asientos. Lucen lo mejor de su vestuario. Algunas se atreven con unos zapatos de tacones muy altos y extremadamente finos que están haciendo furor en el mundo de la moda. Cuando entran en la Iglesia, el martilleo de sus tacones al chocar con las viejas baldosas de piedra es tan sonoro que provoca de inmediato el que muchas mujeres se vuelvan a mirarlas. Nunca se aclaró si el ruido producido era inevitable o existía un premeditado deseo de llamar la atención para ser miradas. En la Plaza de San Juan, empleados del ayuntamiento colocan las sillas que en unos instantes ocupará la Banda Municipal de Música. Dos niños, José María Alfonso y su compañero de instituto Antonio C., ocupan ya un puesto preferente. Les encanta la música. Cuando sean las doce, arrancará el concierto.

      Aún hay mucha luz, pero ya la tarde empieza a declinar. En lo alto de la azotea, el niño escudriña el cielo. Por allí viene una de sus palomas. Las podría distinguir a más de cien metros de distancia. La velocidad y seguridad de su desplazamiento, la elegancia de su vuelo y el brillo de su plumaje, las haría reconocibles entre un millar. Rápidamente retira el mensaje de su anilla, baja las escaleras y vuela más que corre hacia el bar de Segundo. Cuando le ven aparecer el local queda en silencio. Todas las miradas se posan en él. La copa de ron se suspende en el aire, la partida de dominó se para, las conversaciones se aguantan...y el niño grita: "minuto 89, el Sevilla empata. Gol de Arza. Minuto 90, Larraz vuelve a marcar. Las Palmas 2 Sevilla1. Final del partido." Gritos de euforia. El bar es una locura. El equipo se ha salvado. Todos abrazan al niño. Alguien grita "Tengo 13, tengo 13". Nadie le hace caso. Media hora después se escucha en Radio Las Palmas: "Última hora, acaba de terminar el partido en el Estadio Insular con el triunfo de la Unión deportiva Las Palmas por dos goles a uno."

                                                       ..................

      La oscuridad se fue y las luces del alba iluminaron el lugar. El Hada que vivía en la espesura del Gran Bosque ordenó a los duendecillos abandonar la casa. Miró a los niños por última vez y con un ligero toque de su varita mágica, les ayudó a despertar. Durante la noche habían hecho un largo viaje. Tenían muchas cosas que contarse.

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