domingo, 12 de febrero de 2012

¡Bravo!

      AUTO PRIMERO.-

      El Auditorio en pleno se alzó de sus asientos. Las mil doscientas personas que abarrotaban platea y palcos llevaban más de veinte minutos aplaudiendo y lanzando ¡Bravos! al aire mientras la orquesta, puesta en pie, recibía entre sonrisas y emoción indisimulada las repetidas apariciones en escena del joven director. No había defraudado. La expectación con la que se aguardaba el retorno a su Isla quedó absolutamente sobrepasada. Rostros maduros, rostros juveniles, rostros de mujeres, rostros de hombres, rostros eufóricos, rostros llorosos, rostros emocionados, rostros orgullosos. El rostro de su madre, el rostro de su padre... el rostro de ella. Habían pasado muchos años, pero allí estaban todos. Allí estaba ella. Allí estaba el otro. Junto a ella. Y allí estaba él. Aclamado por todos. También por ella.
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      AUTO SEGUNDO.-
     
      Faltaba un segundo y ocho décimas para que concluyera el partido. El tiempo muerto solicitado por el banquillo local apuraba la posibilidad de una gloria impensable desde que el baloncesto recaló en las Islas. El resultado en aquellos momentos reflejaba un 82 a 84 favorable al equipo Ruso. La Final Four de la Euroliga de Baloncesto se celebraba por primera vez en Canarias. Y allí estaban al fin, el equipo de su tierra y él con ellos. Aspirando a todo hasta el último suspiro.

Toda la estrategia pasaba porque el balón llegase hasta él a lo largo del perímetro y tras la línea de tres puntos. Se lo jugarían todo a un solo tiro. Intentar la prórroga era suicida porque su rodilla no aguantaría cinco minutos más.

Sonó el silbato. Los equipos tomaron posiciones. El público, a un paso de la histeria colectiva, hizo que el pabellón insular de deportes se convirtiera en un volcán en el cénit de su erupción. Trompetas, gritos, palmas y toda una parafernalia de cánticos y colores se apoderaron del escenario.

En la cancha, empujones, bloqueos, agarrones, duelo de estrategias... por fin le llegó el balón en el centro de la bombilla y tras la línea de tres. Saltó hacia arriba con todas sus fuerzas, arqueó la espalda hacia atrás en un intento supremo por superar los enormes brazos que se alzaban a escasos centímetros de sus dedos y lanzó la bola hacia el aro. Un silencio preñado de miedo y de sueños se apoderó de la grada. Sólo se oían las gotas de sudor al chocar contra el parquet y el siseo de la pelota mientras describía la enorme curva que le acercaba al tablero. Caras desencajadas, expectantes, asustadas, cuerpos que se estiraban intentando ayudar, rostros escondidos bajo manos crispadas... y en lo alto de la curva sonó la bocina que indicaba el final del partido. Pero ya el balón descendía, el tablero se iluminó, y sin tocar el hierro, penetró en la canasta y acarició suavemente las redes antes de tocar el suelo. Una explosión de júbilo estalló en el pabellón. Alegría indescriptible, sonrisas y llantos, cantos de gloria, besos y abrazos. El héroe alzado en volandas. Su nombre coreado por miles de gargantas. Una sensación de felicidad infinita se apoderó del recinto y de la ciudad entera. Y en medio de la locura colectiva sus ojos se encontraron con los de ella. Los de él se poblaron de nostalgia y los de ella miraron al suelo. Y se perdió entre la gente.

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      LA HISTORIA.-

      En la playa desierta, muy cerca de donde rompían las olas, sentado sobre la arena aún tibia, descalzo pero vestido, con los brazos abrazando las piernas y la mirada perdida en el infinito, un hombre apuraba los últimos rayos de sol. Se le notaba cansado. O triste. Tal vez las dos cosas. No tendría más de cuarenta años, pero en su rostro se leían muchas vidas. Vidas prestadas, vidas encontradas, vidas adjudicadas, vidas no queridas, vidas rotas, vidas tristes, vidas que no eran vida.

      No siempre fue así. Hubo un tiempo en el que el sol parecía no ponerse nunca y cuando la noche llegaba traía rumores de triunfo, de amores y de promesas sin fin.
Nacido en el seno de una familia de clase media, disfrutó de una infancia y una pubertad al amparo del cualquier turbulencia exterior. Pudo estudiar y lo hizo bien. Tenía amigos, buenos amigos y un extraordinario predicamento entre las chicas, aunque muy pronto, su corazón sólo tuvo espacio para una, María.

      Acabada la carrera de económicas con brillantez, se incorporó rápidamente al mundo del trabajo. Y también aquí le sonrió la fortuna. Nuevos amigos y nuevas mujeres. Más sofisticados. Más glamurosos. Y se olvidó de María. Y se casó muy pronto. Y pronto también, nacieron dos hijos, Paula y Ricardo. Y creció y creció. Y parecía feliz.

      La maldita crisis acabó con todo. La sospechosa burbuja en la que se había instalado le explotó en pleno rostro. Y le partió la cara. Su desmedido nivel de vida, su apuesta suicida y descarnada por la especulación salvaje, la falta de escrúpulos ante el origen del dinero que enriquecía desmesuradamente su patrimonio y que no podía tener otra explicación que el expolio y la estafa, acabó, en un santiamén, con su "castillo de oro", sus sueños de grandeza y su aparente felicidad. Perdió su trabajo, su casa, sus coches de alta gama, su frágil prestigio social y los amigos de última generación. Poco tiempo después, también le abandonó su mujer y con ella, sus hijos. Y se quedó solo.

      Había llegado a su casa, un pequeño piso de cuarenta metros cuadrados en el viejo  Guanarteme. Apenas llevaba un año en el barrio y ya le saludaban por la calle. No le conocían de nada pero le aceptaban como uno más. Aún no compartía tertulias, ni confidencias, ni copas, pero mantenía un trato respetuoso y amable. No podía expulsar su pena, ni su desesperanza, ni sus miedos, pero aquella gente le ofrecía respeto y un poco de calor. Por la mañana trabajaba como reponedor en una gran superficie, con contrato temporal, trato vejatorio y sueldo miserable. Por la noche servía copas en un bar de la avenida de las Canteras, completando así unos ingresos que le permitían escapar, momentaneamente, de la exclusión.

      Estaba cansado. Físicamente cansado. Mañana libraba en Carrefour. Podría descansar un poco más. Cogió leche de la nevera y bebió directamente de la botella. Se sentó en el desgastado sofá rojo de Ikea, encendió maquinalmente el viejo televisor de tubo y se dispuso a rumiar su fracaso sin hacer el mínimo caso a lo que decían através de aquel diabólico instrumento de embrutecimiento programado.

      Lo pensó mejor. Apagó el aparato. Se puso el pijama y se acurrucó entre las sábanas de su cama. En un instante y antes de que el cansancio le condujera a la inconsciencia, cerraría los ojos, expulsaría sus ruidos interiores, escaparía de la vulgaridad de su vida y con la ilusión de un adolescente, con la emoción y la verdad que habitan en el mundo mágico, se sumergería en el dulce karma de la madrugada y daría rienda suelta a su colección de sueños inventados.

      Y hoy, como ayer, y como tantas otras noches de soledad y de tristeza, se pondría ante el atril de madera, cogería la batuta y sin mirar ni una sola vez la partitura, dirigiría a la Filarmónica de Berlín en el Alfredo Kraus y regalaría a un auditorio entregado la suprema belleza de la música de Bach. Y escucharía los aplausos y los ¡Bravos! Y gozaría del triunfo. Y volvería a verla. Y sería feliz.

      Otra noche, seguramente, jugaría al baloncesto.

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