sábado, 16 de noviembre de 2013

Lavapiés. Historias de amor y de muerte.

Madrid. Otoño del año 2007. El paro ha caído hasta límites desconocidos en la capital. "España va bien". Por fin se acabó el faraónico soterramiento de la M30. El Ayuntamiento se endeuda para decenas de generaciones. "¿Y a quién le importa?" Los créditos hipotecarios alcanzan cotas inimaginables. Todo el mundo compra piso, o dos, o más. La burbuja inmobiliaria está a punto de estallar. Alguien, desde la sombra, prepara cuidadosamente el terreno. Pronto podrá comprar los despojos a precios de ganga.

.- Salam aleikum.

.- Aleikum salam.

.- Buenos días, Mohammed. ¿Tienes preparado mi encargo?

El anciano levanta la vista, mira discretamente a su alrededor y responde bajando la voz.

.- Lo tengo en el cuarto de atrás, Don Miguel. ¿Se lo lleva ya?

Mientras habla, y sin dejar de vigilar todo cuanto se mueve, Mohammed coloca con mimo la mercancía que ha comprado en Mercamadrid intentando reproducir la belleza de su añorado comercio en el zoco de Tetuán. Aún no ha abierto la tienda al público. En poco más de media hora, las calles de Lavapiés serán una riada y su pequeño negocio de frutas y verduras, se llenará de gente.

.- ¿Podrías guardármelo hasta esta noche?, salgo ahora mismo de viaje y no volveré antes de las ocho de la tarde.

.- Claro, claro... No se preocupe. Lo cuidaré bien. Le esperaré. Si la tienda está cerrada, llame varias veces. Yo estaré dentro.

A esta hora, todo el barrio es un ir y venir de gente. En los bajos de las viviendas negocios de todo tipo comienzan a abrir sus puertas: carnicerías y fruterías regentadas por ciudadanos marroquíes, coloristas bazares indios, antiguas tiendas de ultramarinos que luchan por sobrevivir, bares y cafeterías que se multiplican por doquier y negocios chinos, muchos negocios chinos. En la calle, trabajadores y estudiantes apresuran sus pasos hacia la boca del metro. Todos muy deprisa, todos muy serios. Sobre el asfalto, pequeños furgones y camiones de reparto se pelean con los taxis, los autobuses de la EMT y los insensatos vecinos que aún conducen sus coches particulares. Lavapiés se convierte en un caos.

En la calle Tribulete, tras los visillos de una ventana de la tercera planta de un edificio cuyo número de portal no quisiera desvelar, alguien observa la conversación que están manteniendo un hombre maduro de raza blanca - seguramente español - y el viejo Mohammed.

En la Plaza de Lavapiés, la actividad es frenética. Un enorme trailer descarga el decorado del próximo estreno del Teatro Valle Inclán. Desde los bancos cercanos, hombres de todas las razas y creencias (no se ven mujeres) contemplan con curiosidad el intenso trajín, mientras aguardan esperanzados que alguien venga a contratarles por unas horas. Un par de calles más allá, en Doctor Fourquet, 31, en La Sala Mirador (Centro de Nuevos Creadores), Cristina Rota dirige los ensayos de la obra de Óscar Wilde, "La importancia de llamarse Ernesto" que se representará este fin de semana.

El observador curioso de la tercera planta del edificio situado en la calle Tribulete se ha conectado a internet. Durante varios minutos escribe y lee. Y vuelve a escribir. Alguien llama al telefonillo. Cierra el portátil, facilita su entrada y se apresta a recibirle. No parece sorprendido. Al llegar al rellano no toca el timbre. Con los nudillos golpea suavemente la puerta. Un hombre joven aparece en el umbral de la casa. Se saludan y se besan.

.- Shalóm, Esther

.- Shalóm. Llegas tarde, David. ¿Ha ocurrido algo?

.- He tenido que dar un rodeo en el metro. Me pareció que me seguían y decidí salir dos estaciones después. Creo que fue una falsa alarma.

.- ¿Estás seguro?

.- Lo estoy. Puedes estar tranquila. Y a ti, ¿Cómo te ha ido? ¿Tienes imágenes?

.- Las acabo de enviar. Nunca había visto al tipo que se vio con el frutero. Creo que la información que recibimos era buena. Pudiera ser la X que esperábamos.

.- ¿Será esta noche?

.- No lo sé. Eso depende de otros. Nuestro trabajo es este.

David se muestra inquieto. Han desaparecido las certezas del principio. Entraron juntos en esto cuando eran unos adolescentes y apenas existían matices. Ahora, los dogmas, todos los dogmas, le producen desazón.

.- El anciano musulmán parece muy buena persona. No creo que...

.- No pienses en eso, David. No podemos hacerlo. No es bueno.

.- Bien. Vete a dormir. Yo me quedaré en tu puesto.

Antes de que desapareciera por la puerta del dormitorio, David susurró...

.- Te quiero, Esther.

.- Yo también te quiero. No te preocupes. Pronto acabará todo y podremos irnos muy lejos.

Una pequeña luz intermitente debajo de la mesa de centro, indica que el equipo de sonido permanece operativo. El gran hermano no duerme.

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Las calles del barrio son un hervidero. Hace fresquito, pero no frío. Todas las farolas están encendidas. Ya hay colas en las taquillas del Valle Inclán. El estreno programado para mañana registrará una entrada magnífica. En la plaza, multitud de corrillos de hombres y mujeres de decenas de nacionalidades conversan, se quejan, discuten o se ríen. O todas las cosas a la vez. Los progres y los artistas, o los que se autoproclaman artistas, han tomado los bares de copas y alguna cafetería de diseño. Algunas mujeres con hijab (pañuelo en la cabeza que usan las mujeres musulmanas) apuran los últimos instantes del día para hacer sus compras. El viejo Mohammed está a punto de cerrar. Desde la planta tercera de un edificio de la calle Tribulete, tras las cortinas y a oscuras, alguien vigila sus movimientos.

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Suenan sirenas en el barrio. Dos ambulancias del Samur han estacionado frente a la frutería del señor Mohammed. El juez ha acabado su trabajo y ordena el levantamiento de los cadáveres. En el reservado de la tienda, el anciano marroquí y un profesor español de literatura árabe, viejo amigo desde el protectorado, yacen sobre el suelo abatidos con sendos disparos en la cabeza. Ni un proyectil de más. Ni un papel fuera de sitio. Un trabajo perfecto. En las manos del profesor, fuertemente abrazado sobre su pecho, un incunable del poeta persa Shamsuddin Hafiz largo tiempo deseado y al fin en su poder, gracias a los contactos y gestiónes de su querido amigo, y a un buen puñado de dinero penosamente ahorrado. Nunca más recitará versos al calor de la lumbre, ni acariciará los libros que excitaron sus sueños, ni viajará con ellos por los zocos de Damasco, de Tetuán o de Bagdad. Ya no se gozará de la presencia de su viejo amigo, ni fumarán el Narguile plácidamente abandonados en el diván, ni tomarán el te con hierbabuena, dulce, verde, humeante.

Alguien había cometido un lamentable error.

Del edificio de enfrente llegan sonidos de lamentos y carreras. La puerta de entrada del piso tres está abierta. Una mujer ha abierto las ventanas y desgarra el aire con gritos de auxilio. En la habitación de al lado, desnudos y abrazados, una joven pareja con rasgos hebreos yace sobre sąbanas blancas manchadas de rojo, con dos disparos en la cabeza.

No conviene dejar rastros. En este trabajo no hay lugar para la duda. Ni para la ética.






sábado, 9 de noviembre de 2013

Mes de noviembre de 1959.



      Pasaban unos minutos de las cuatro y media de la tarde. Algunas madres compartían confidencias, mientras aguardaban inquietas la salida de las más pequeñas. Se abrió el gran portón de madera y llegó hasta la calle el maravilloso sonido de las risas, los gritos y las carreras de un montón de niñas entre seis y diez años que festejaban la libertad de un maravilloso fin de semana. Era viernes, y ante una perspectiva así, poco podían hacer las monjas salesianas en su pretensión de lograr una evasión sosegada.

      A escasos metros de allí, apostado en una esquina desde la que tenía una visión perfecta del María Auxiliadora, un chico muy joven parecía ocupado en vigilar y ocultarse a la vez. Temblaba. Sus ojos no se apartaban de las puertas de salida del colegio ni sus manos de atusar su cabello y sus ropas. Se diría que le importaba mucho causar buena impresión. No tendría más de quince años. Vestía pantalón de pana marrón oscuro y suéter beige de lana fina que le caía por fuera del pantalón. Calzaba unos modernos mocasines deportivos color camel. Los había comprado por correspondencia en Galerías Preciados, unos grandes almacenes que estaban en Madrid. Su pelo castaño claro había sido peinado con mimo imitando el estilo utilizado por un joven político norteamericano que unos años después se convertiría en Presidente de los Estados Unidos.

      Después de unos momentos de bullicio, reencuentro y besos, madres y niñas desaparecieron abrazadas, o de la mano, calle arriba y calle abajo. El joven seguía esperando. Cada vez más atento. Cada vez más nervioso. Procurando ver y procurando no ser visto. Transcurría plácido el otoño de aquel año de finales de los cincuenta. Las hojas de los árboles empezaban a teñir de rojo y oro las aceras y las plazas. Una suave brisa las hacía volar. Parecía que bailaran. Un Mercedes blanco aparca a las puertas del colegio. Un Volkswagen pirata, lleno hasta los topes, circula despacio camino de Las Palmas. El muchacho miraba una y otra vez su recién estrenado reloj de pulsera. Los minutos transcurren pesados y eternos. Pronto serán las cinco, sonará con insistencia el timbre y empezarán a salir. Ya suena. Ya salen. Allí viene. Le gusta verla con el uniforme. Es increíblemente hermosa. "La más hermosa". Está inquieto. Tiembla exageradamente. Ha de serenarse. No le ha visto. Se hará el encontradizo. Lleva en sus manos el libro de física. Aún no ha leído una sola página, pero le gusta que ella lo vea con él. Es muy grande, pesa kilo y medio y le da un cierto aire de tipo interesante.

      .- ¡Hola!... ¡Qué casualidad! No sabía que estudiaras en este colegio.

      La chica le escucha sorprendida, pero no se muestra esquiva. Lo conocía de verle por la plaza pero nunca habló con él. Parecía halagada. Y sonrió.

      .- Ah!... ¡Hola!... Si, si, ...desde muy pequeña...Y tu... ¿vives por aquí cerca?

      El muchacho recuperó de repente la seguridad. "¡Aquella sonrisa...!"

      .- No, vivo en San Juan, pero es qué tenía que recoger unos apuntes en casa de un compañero que vive por aquí cerca y, ...mira, que bueno, quiero decir que,...ha sido estupendo tropezarme contigo.

      .- ¡Oh,gracias! - se sonrojó la joven - Yo también me alegro - un pequeño balbuceo, los ojos que no saben donde posarse - Bueno,... Lo siento, ... perdona,... es que tengo que llegar pronto a casa. Me esperan para salir.b

      .- Claro, claro. Yo también estoy muy ocupado. Tengo mucho que estudiar este fin de semana. Me alegra haberte saludado. Quizás podamos quedar algún día.

      .- Si, ...quizás. Adiós.

Cuando se alejaba, el muchacho gritó...

      .- Me llamo Luis.

      La chica se volvió.

      .- Y yo, María.

      Y la calle quedó desierta. Y el gran portón volvió a cerrarse.

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      Por la puerta de atrás del Casino escapan sonidos de salsa, blues, y fox-trot. Enfrente, con las puertas abiertas y todas las luces encendidas, el cuartelillo de la guardia municipal registra el movimiento habitual de un sábado por la noche: paisanos con un roncito de más que se vuelven majaderos, alguna discusión que acaba en trifulca; nada que no estuviera previsto. La calle del Conde de la Vega Grande luce magnífica. En sus muros, vestigios de un pasado de esplendor y un cierto toque de nostálgica añoranza. Hoy se ve tranquila y silenciosa, como casi siempre. Apenas circulan coches, tampoco gente, como casi siempre.

      Abandonó la plaza sin que sus amigos se dieran cuenta. Alguien le había dicho que María vivía allí, en la calle del Conde. Sabía que no tenía ninguna posibilidad de encontrarla a aquellas horas. Puede que ni siquiera estuviese en su casa: "Me esperan para salir" - le había dicho la tarde anterior -, pero no pudo resistir la tentación de pasear junto a su portal, de mirar a su ventana, de perseguir su aroma, de soñar con el milagro.

      Se colocó en la acera de enfrente, apoyado en la pared. De vez en cuando miraba a un lado y a otro, por si viniera alguien y pudiera extrañarse de su presencia allí, en soledad, y a aquellas horas de la noche. Pero sus ojos no podían apartarse de las ventanas del piso alto de aquella casa de dos plantas pintada de amarillo. Las persianas permanecían subidas y los visillos echados. Si había alguien en casa, es posible que ya estuviese durmiendo. "Dulces sueños, amor mío". Pero no era tan tarde...Tal vez estuvieran al fondo, trajinando en la cocina, o en alguna otra dependencia interior. Se daría algo más de tiempo. Esperaría un poco más y después regresaría con los chicos. Ya se inventaría algo si hubiesen advertido su escapada.

      Nadie transitó por la calle desde que él llegó. Tampoco circuló ningún coche. Tenía suerte. La noche era oscura y la farola más cercana estaba a más de 20 metros. Se sentía seguro.

      En un momento todo cambió. Súbitamente, las luces que daban al balcón se encendieron y se pudo adivinar la presencia de alguien moviéndose tras los visillos. Su corazón se disparó. De un respingo su cuerpo se despegó de la pared y quedó erguido y temblando. Aquella luz iluminó la calle y el lugar en el que estaba. Y pensó en salir disparado. ¿Cómo pudo ser tan imbécil?¿Qué pasaría si se asomasen sus padres y le descubriesen allí? Sería terrible. Quedó paralizado. ¿Cómo escapar? Sus piernas apenas le sostenían. Se recostó sobre el muro y rezó para que nadie en la casa mirase hacia afuera. ¿Qué iba a decir? ¿Cómo explicaría su presencia allí? En los escasos segundos que siguieron experimentó todo el terror del mundo.

      De repente, se apagaron las luces. Y la casa quedó a oscuras.

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      En la Plaza de San Juan.

      .- Luis, ¿dónde te metes? ¡Vaya una cara que traes!... Hace sólo un momento, un bombón impresionante ha estado preguntando por ti. Nos dijo que te dijéramos que se llama María.

      Luis no dijo nada; sonrió con timidez, y volvió a perderse.


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                                                      Mi alma se ha empleado,

                                                      y todo mi caudal en su servicio,

                                                      ya no guardo ganado,

                                                      ni ya tengo otro oficio,

                                                      que ya sólo en amar es mi ejercicio.

                                                                           (San Juan de la Cruz.)

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