jueves, 10 de septiembre de 2015

Digresiones. A vueltas con la libertad.



Dicen que los años - sobre todo los muchos años - te conceden una especie de dispensa a la hora de expresar tus opiniones. Es como si, al tener poco que perder, te resultase más fácil ganar la libertad.

No pongo en cuestión esto que dicen, pero sí puedo asegurarles que a mí no me ocurre.

Muy al contrario, cada vez me cuesta más emitir opiniones o hacer juicios de valor. Digo y me desdigo, escribo y tacho, hoy es y mañana no. Los años vividos, los conocimientos adquiridos, la experiencia acumulada sólo me han servido para relativizar las certezas, para escuchar mejor y decir con tolerancia, para tomar conciencia de la insignificancia de mis certidumbres.

No, no he alcanzado "esa libertad" que prometen los muchos años. Tampoco la echo de menos. Me parece mucho más liberador acercarme a la verdad y al otro, con la humildad del buscador y la conciencia del que sólo sabe que no sabe nada.

Podría ahorrarme este farragoso discurso que suena a disculpa previa, si me limitase a reflexionar sobre lo mucho y bueno que gente más preparada que yo ha escrito o dicho, si abandonase de una vez por todas mi propensión a meterme en todos los fregados que asolan al país, para expresar un punto de vista que, dudo mucho, pueda interesar a alguien. Pero, ya ven ustedes, aquí estoy de nuevo. Dando la matraca. ¿Tontería?, ¿Responsabilidad?, ¿Instinto de supervivencia? ¡Y yo qué sé! Tampoco creo que sea importante.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Un lugar en la historia colectiva.

Personas a las que conozco bien están en esta movida desde que fueron muy jóvenes. Les importaba el mundo en que vivían y decidieron participar en él. Eso si, entonces, si calculaban mal y sus cosas no gustaban - las que hacían o las que decían - podían acabar molidos a palos, en la cárcel, desterrados, o vaya usted a saber.
No habían especiales casos de corrupción que denunciar. El Estado, desde sus entrañas, era corrupto por definición. Corrupto y cruel. Y no había tiempo para entretenerse en minucias. Inteligencia, idealismo, astucia y elevadas dosis de coraje eran condiciones imprescindibles para embarcarse en la aventura, intentar romper las cadenas y ganar la libertad.

Algunos - desgraciadamente más de los deseables - se fueron quedando en el camino. El cansancio, las comodidades de una burguesía estrenada casi de puntillas, o tal vez la falta de convicciones éticas o ideológicas profundas, acabaron convirtiéndoles en tristes juguetes rotos.

Pero otros - no pocos - con sus "infinitos años" a cuesta, continuaron con sus sueños y su rebeldía, y se vistieron con camisetas verdes, blancas, rojas y amarillas,... y ocuparon las calles, y empuñaron pancartas, y llenaron el aire de cólera, de eslóganes de indignación, de cantos de rabia y de sueños. Y se encadenaron con otros ciudadanos a las puertas de hogares desesperados,... y gritaron: ¡Stop a los desahucios! y a la corrupción y a la vergüenza.

Cuando al fin las mareas barran tanta porquería y el sol caliente a todos sin distinción, me encantaría descubrir que la historia les ha reservado un lugar soleado en nuestra memoria colectiva.



miércoles, 2 de septiembre de 2015

En defensa de la prensa libre e independiente.



No parece concebible, en un país avanzado, poner en duda la importancia de la prensa en la construcción de estados democráticos y libres. La democracia es imposible sin libertad de expresión y de pensamiento.

Por eso a los ciudadanos de a pie nos resulta tan difícil digerir el espectáculo, muchas veces esperpéntico, de periodistas y medios de comunicación que parecen correas de transmisión de intereses económicos o políticos que nada tienen que ver con la objetividad de los hechos. Perplejos e indignados, asistimos a debates trufados de sofismas y medias verdades que acaban por hacernos perder toda la confianza en el último poder fiscalizador con el que contamos los ciudadanos.

Por ello, el medio de comunicación ha de estar en permanente vigilancia. Su función es poner a la vista lo que está oculto, difundir aquello que los poderes que nos gobiernan están empeñados en ocultar. Su independencia y su honestidad tendrán que estar por encima de toda sospecha. No deberá informar, ni parecerlo, al dictado de ideologías o convicciones personales subjetivas. Y no existen atajos. No se podrá acudir al recurso "del mal menor" o a, "el fin justifica los medios". Ni para conquistar el cielo, ni para tumbar una dictadura, se puede traicionar este valor sagrado: La búsqueda humilde de la verdad, y la certeza de que el verdadero depositario del tesoro de la verdad informativa es el pueblo.

La información independiente y veraz es sagrada. Nada perdurable se podrá construir sin ella.

Y que decidan los ciudadanos.


El candidato.

"¿En qué estación se bajó aquel joven utópico?"

El congreso había ido bien. Mejor que bien. Los intervinientes hablaron de su empatía, su preparación, su capacidad de trabajo, su liderazgo indiscutible. Todo un poco excesivo para su gusto. Pero bien. Mejor así. Después llegó su discurso. Nunca tuvo problemas ante el micrófono. Tampoco le asustaban las multitudes, como cuando manejaba a su antojo las asambleas en la Complutense. Se sentía seguro, dueño de la escena. Habló de igualdad, de rebeldía, de compromiso, de sacrificio, de austeridad, de sueños, de solidaridad. Con la solvencia de siempre, con el encanto de siempre, aparentando improvisar, aunque todo estuviera medido; cada palabra, cada gesto, cada gag. Y se pusieron en pie. Y aplaudieron con fuerza. Y profirieron ¡Bravos!, Y corearon su nombre. El salón se llena de globos de colores, de banderas que danzan y que vuelan, de música que habla de glorias y de triunfo. Y gritaron, ¡Presidente! ¡Presidente! ¡Presidente!

Consiguió escapar. No recuerda cual fue la excusa, pero por fin estaba solo, liberado y solo, en aquella solitaria calle de aquella fría noche de invierno. Había dejado el abrigo en el guardarropas. También la bufanda. Pero no volvería a recuperarla. Ya lo haría mañana. No le apetecía quedar atrapado de nuevo en aquel bazar de lujo. Manolo, su chofer, enguantado y encogido, apura el quinto coronas negro apoyado sobre el capó azul metalizado del Audi propiedad del partido. No le había visto. Seguramente no le esperaba tan pronto. La fiesta, pensaría el veterano militante, se prolongaría aún algunas horas. Hasta él llegaban las excitadas voces, y la música, y la bulla de los abarrotados salones, y el run run de los secretos. Entre canapés de ibérico, tostas de caviar y generosas copas de champagne francés, las fuerzas vivas del partido estarían ahora, chisposos y desinhibidos, negociando puestos, pergeñando alianzas, ofreciendo cargos. No había tiempo que perder. Risas, risas estentóreas, risas que eran muecas. Y abrazos, abrazos húmedos, abrazos huecos, abrazos mentirosos, abrazos que no eran abrazos. La misma historia de siempre, la misma mierda de siempre. Nada nuevo. Había conocido demasiadas noches como esta.

En el pequeño habitáculo de un cajero del banco popular, un mendigo y su perro comparten el calor que les queda en un intento desesperado por evitar la congelación.

Hace mucho frío en la calle. Una pareja de la policía nacional permanece dentro de su coche en las inmediaciones del hotel. Manolo apaga su último cigarrillo, abre la puerta del Audi, y se refugia en él. Un autobús municipal se acerca despacio. Al llegar a la parada abre su puerta delantera. El candidato sube con rapidez y toma asiento junto a una ventana. No parece que le hayan reconocido. Manolo, medio adormilado, tampoco pudo ver como se marchaba. Se recostó en el asiento. Se estaba bien allí. Calentito y libre. Sacó su móvil y marcó un número...

<< ...¿Sí?, ¡ah!... perdone Don Luis - se incorporó rápidamente en el asiento como si presintiera que su jefe le estuviera viendo - estaba un poquito traspuesto,... ¿sale ya?...me coloco ahora mismo en la entrada. >>

<< No, no te preocupes Manolo. Puedes marcharte a casa. Esta noche no te voy a necesitar. Mañana hablamos. Que descanses. >>

El autobús le dejó a pocos metros de su casa. Era el piso cuarto de un magnífico edificio situado en una de las zonas más nobles de la ciudad. Un vigilante nocturno abrió la puerta blindada del portal y le saludó con deferencia. Tomó el ascensor y apretó el botón número cuatro. Metió la llave en el bombín y entró en la vivienda. La luz del hall se encendió automáticamente. Desconectó la alarma. Se iluminó el salón. Tres grandes ventanales se abrían a una gran zona boscosa que oxigenaba y embellecía aquel barrio de privilegio. Dentro, estanterías repletas de libros y tres lienzos con pinturas de amigos colgando de las paredes blancas. Desde hacía un año vivía solo. Su mujer confesó su cansancio y le dejó. Ahora vive en algún lugar del Mediterráneo, creo que también sola, y según le cuentan, menos estresada y más feliz.

Se quitó el abrigo, la chaqueta y los zapatos. Estaba cansado. Muy cansado. Apagó las luces y se dejó caer sobre el gran chester marrón. Cerró los ojos, e intentó escapar, dejar en blanco su memoria y alcanzar una paz que se le resistía desde hacía mucho tiempo. ¡Imposible! Su mente, poderosa y fría, había decidido colocarle ante el espejo, sin filtros, sin escapatorias, sin piedad, sin poesía, desnudo. No había tiempo para más prorrogas. Se derrumbó. No podía más. Demasiadas contradicciones. Demasiadas traiciones. ¿En qué estación se bajó el joven utópico? ¿Cuándo ocurrió? Se incorporó. Abrió por un instante los ojos y recorrió despacio el indecente lujo que le rodeaba. Se estremeció. Volvió a cerrarlos, apoyó su cabeza en el respaldo del sillón, y trató de esconderse tras el sueño.

Sonó un pitido desagradable y estridente. Se sobresaltó. Un punto de luz iluminó el fondo del salón. El ordenador programado para encenderse a las doce de la noche obedeció la orden. Volvió su cabeza. ¡Allí estaba! ... Habían pasado más de veinte años. Era muy joven. Sonreía de forma contagiosa. Miraba de frente. Apasionadamente. Siempre le gustó aquella imagen. Luminosa, transparente, sin espacios oscuros... Pero ya no soportaba aquella mirada. Imposible apartar los ojos de sus ojos. O tal vez eran aquellos ojos los que no se apartaban de los suyos. Le perseguían, le escrutaban, le juzgaban, le asustaban. ¿Por qué le miraban así? ¿Veían algo qué no veía él? ¿Veían algo qué no quería ver él? Temblaba. Le bastaría con hacer clic en el maldito ordenador y aquella imagen desaparecería ... Pero no podía. Ya no podía. Se sentía bloqueado, paralizado.
Dolorido y derrotado, asistía angustiado al desmoronamiento de su representación, a la rotunda rebelión de su yo más decente. Tal vez iba siendo hora de enfrentarse a sus fantasmas, de acabar con tanta superchería. Llevaba huyendo demasiado tiempo.

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Es la historia de muchos jóvenes airados a quienes el poder y la gloria acabó robándoles los sueños y el alma.

Haríamos bien los nuevos indignados en no considerarnos inmunes a los cantos de sirena. La historia suele repetirse.
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