miércoles, 28 de marzo de 2012

Los libros que amé.(Recuerdos.- 27)

      Era muy pequeño... ¿seis?, ¿siete años? Estaba muy malito. La fiebre, muy alta, no cedía. Don Juan Castro, su médico de cabecera, venía a verle con frecuencia. Su madre y su hermana colocaban de continuo toallas húmedas sobre su frente. No abría los ojos, apenas comía. La habitación permanecía silenciosa y oscura. La ventana que daba a la calle se mantuvo cerrada desde que el niño cayó enfermo. El aire que ventilaba la estancia procedía de la puerta que la comunicaba con un patio interior. Pasaron muchos días.

      Por fin, una mañana soleada y tibia, el mal que habitaba su cuerpo se rindió y huyó despavorido. Su cara se llenó de colores, sus brazos y sus piernas regresaron y la sonrisa que se dibujó en su rostro devolvió la alegría a su angustiada familia.

      Ese mismo día, antes de que fueran las doce, su padre regresó a la casa de forma inesperada. Traía consigo un humilde obsequio que iba a determinar en el niño una especial manera de relacionarse con el mundo. Con sus grandes ojos marrones brillando de luz y de agua, con esa sonrisa suya que iluminaba la vida, con el cuerpo aún tembloroso por la emoción de ver sano a su hijo, se acercó hasta su cama, le besó en la frente y puso entre sus manos el regalo más hermoso: "Las Aventuras del Cachorro y el Capitán Baco." Era su primer "libro".

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      "Y se hizo corsario, gobernó un imponente galeón, se enfrentó a peligrosos bandidos y cruzó su espada con el enemigo más bravo y temido de las aguas del Caribe, un pirata gordo y barbudo, con parche en el ojo y pata de madera que respondía al nombre de capitán Baco."

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      Así comenzó el amoroso idilio del niño con los libros. Es más que probable, que el recuerdo de sus largos días de enfermedad hubiesen sido borrados de su memoria si no estuviesen ligados al regalo que le hizo su padre, a su feliz encuentro con "El Cachorro."

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      El niño crecía y nuevas historias ocuparon el lugar del intrépido Corsario. "Relatos Fantásticos", "Cuentos de hadas, duendes, trasgos, el árbol de la sabiduría y la ondina de las aguas", "Hazañas bélicas", "Roberto Alcázar y Pedrín", "Las aventuras de Tintín"...

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      "Y los juegos en la Montañeta se hicieron mágicos. Y Manolo y Antonio Uche, y Jorge y Mingo, y Juanito y Perico Hernández, y todos los niños del lugar eran hoy Caballeros Normandos y mañana fieros Piratas del Caribe. Y las calles Unión, Ramal y Montañeta semejaban inexpugnables Castillos Medievales o se convertían como por ensalmo, en bosques impenetrables, praderas infinitas o enfurecidos Océanos".

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      Transcurrió un tiempo, insignificante para un anciano, eterno para un niño, y en su vida apareció el Instituto y Don Virgilio Díez y la biblioteca y Don Daniel Verona... Nuevos libros, nuevas aventuras, nuevos descubrimientos y la mente se ensancha, la imaginación se desborda. Vives otras vidas, sueñas otros mundos, nada te parece imposible.

      Y aparece Julio Verne con su "Miguel Strogoff", y sus "20.000 leguas de viaje submarino", y su "Viaje al centro de la tierra",... Y Emilio Salgari con su "León de Damasco", "Los piratas de Malasia", "El corsario negro",... Y Mika Waltari con "Sinuhé el egipcio", "El sitio de Constantinopla", "El etrusco. La leyenda de los inmortales",... Y casi de inmediato, Shakespeare y "Hamlet", "Romeo y Julieta", "El mercader de Venecia", "Sueños de una noche de verano",...Y Lope, Cervantes, Calderón,...

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      Comienza la gran travesía. El gran desconcierto. Surgen las grandes preguntas, la soledad como refugio, el anonimato como estrategia. Te sientes perdido y buscas tu propio camino. Y necesitas algo de suerte... ¿Un amigo? ¿un consejo? ¿un libro?

      Y el niño, que ya no era niño, tuvo suerte. Y apareció el amigo. Y el consejero. Y "tropezó" con Erich Fromm, sociólogo, filósofo y psicoanalista alemán, autor de un libro absolutamente extraordinario: "El Arte de Amar". Su lectura fue determinante. Luego siguió "El miedo a la libertad", del mismo Fromm. Más tarde, "Los condenados de la tierra" de Fanon y poco después, "Sabiduría de un pobre" de Eloi Leclerc, bellísimo libro que leyó decenas de veces. Finalmente cayó entre sus manos el escrito más hermoso que jamás leyó: "El Cántico Espiritual" y "la Noche Oscura del Alma"de San Juan de la Cruz. Casi cincuenta años después, con el paso del tiempo reflejándose en el tono amarillento de sus hojas, la obra del poeta de Fontiveros se mantiene permanentemente abierta sobre alguna mesa de su casa.

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      Fueron éstos, sin duda, los textos que le ayudaron a atravesar el desierto y a reconciliarse consigo mismo y con el mundo.

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      Hasta aquí el recuerdo de los primeros 20 años de su vida y su relación con los libros. Ahora, como prometí días atrás, escribiré una primera lista (hoy serán 30) de los libros que más he querido. No pretende ser, ni por asomo, una nómina de los mejores, ni siquiera para mí. Son tan sólo, "libros que amé."

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            * "Obras Completas" .- San Juan de la Cruz.

            * "La Trilogía del Cairo" .- Naguib Mahfuz.

            * "Cien años de soledad" .- Gabriel García Márquez.

            * "Olvidado Rey Gudú" .- Ana María Matute.

            * "Rojo y Negro" .- Stendhal

            * "El Hereje" .- Miguel Delibes.

            * "El último encuentro" .- Sándor Márai.

            * "David Golder" .- Irène Némirovsky.

            * "El día de la independencia" .- Richard Ford.

            * "La fiesta del Chivo" .- Mario Vargas Llosa.

            * "La carretera" .- Cormac McCarthy.

            * "Claus y Lucas" .- Agota Kristof.

            * "El Vellocino de oro" .- Robert Graves.

            *."Indignación" .- Philip Roth.

            * "El nombre de la rosa" .- Umberto Eco.

            * "Creación" .- Gore Vidal.

            * "Una historia de amor y oscuridad" .- Amos Oz

            * "La nieta del señor Linh" .- Philippe Claudel.

            * "El callejón de los milagros" .- Naguib Mahfuz.

            * "León el Africano" .- Amin Maalouf.

            * "La sonrisa Etrusca" .- José Luis Sampedro.

            * "La vista desde Castle Rock" .- Alice Munro.

            * "El hijo del acordeonista" .-Bernardo Atxaga.

            * "Los girasoles ciegos" .-Alberto Méndez.

            * "El siglo de las luces" .- Alejo Carpentier

            * "Desgracia" .- J.M.Coetzee

            * "Bomarzo" .- Mujica Láinez.

            * "Aires difíciles" .- Almudena Grandes.

            * "Suite francesa" .- Irène Némirovsky.

            * "Pisando los talones" .- Henning Mankell.

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                                         Aguardo ilusionado, vuestras listas.

jueves, 15 de marzo de 2012

Ensoñaciones y Memoria. (Recuerdos.-25)

      De pie junto al estante, consumía un tiempo que muchos, en estos días presurosos, no alcanzarían a entender. No parecía buscar nada. Sus ojos, pequeños y muy gastados, recorrían una y otra vez las decenas de metros de su querida biblioteca como si quisiera compartir confidencias y amores con aquellos inseparables amigos de aventuras

      Sus labios parecían moverse imperceptiblemente, tal vez hablara, tal vez le hablaran. Su mirada, a veces soñadora, a veces volcán, siempre cómplice, desvelaba la existencia de un universo escondido tras los muros misteriosos del subconsciente. Un mundo, seguramente, cargado de posibilidades infinitas.

      Cada cierto tiempo tomaba un libro entre sus manos, lo abría, lo acariciaba, sonreía y volvía a depositarlo con mimo en el lugar que antes ocupaba. Eran amigos, maestros, confidentes, viejos compañeros de viaje. A algunos acababa de conocerlos; y le hacían sentirse joven. Otros llevaban con él muchos inviernos y, también como él, empezaban a arrugarse, a llenarse de manchas, a oler distinto; y le hacían sentirse afortunado. Unos y otros eran parte de su vida. Eran su vida. Los amaba.

      Un buen día descubrió, que no podría reconocerse a si mismo sin tener en cuenta lo que significaron para él los libros que leyó. Aprendió con ellos. Gozó con ellos. Reflexionó, discutió y creció con ellos. Nunca fue el mismo después de leer un libro.

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      A cierta distancia, sin hacer ruido, procurando que su presencia no disturbara los pensamientos del anciano, el niño observaba la escena con el corazón encogido y su imaginación navegando desbocada en busca de respuestas que explicaran aquella mirada, aquellos gestos, aquellos silencios, aquella complicidad.

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      El anciano seguía absorto en sus pensamientos. Disfrutaba de aquel espacio sagrado. Nunca tuvo tiempo para ordenar sus más de cinco mil volúmenes de forma ortodoxa - o simplemente le pareció innecesario -Sin embargo, por difícil que pudiera parecer, podía encontrar cualquier libro que le pidieran en cuestión de segundos o era capaz de percibir la ausencia injustificada de cualquiera de ellos - no me digan cómo - Y si por casualidad éste no volviera a aparecer, no dudaría un instante en comprarlo de nuevo, aunque ya lo hubiese leído en más de una ocasión.

      En un momento dado fijó sus ojos en un volumen, lo cogió, se sentó en su escritorio y lo abrió por sus primeras páginas. Inmediatamente debajo del título, una nota escrita con su letra decía: "Regalo de mi mujer. Madrid, 4 de Noviembre de 1989".

      Como "Samarcanda" (Amín Malouf), cientos de libros de los que allí se encontraban registraban esa misma marca de amor y de fuego. Sonrió agradecido y se sumergió gozoso en el fascinante y tumultuoso mundo de la Persia Medieval.

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      El niño asistía perplejo y emocionado a la evocación de una escena que aún debería tardar más de sesenta años en producirse. Aquellos ojos eran sus ojos; más cansados, más vividos, más sabios ... pero eran sus ojos. Miraba igual, sonreía igual, se movía igual y sin duda, silbaría igual. Aquel anciano era él.

      Despacio, sigilosamente, procurando que sus pisadas hoyaran el aire y no el suelo, sin dejar de mirarle, "sin dejar de mirarse",se llegó hasta uno de los estantes y miró. Allí estaban, viejecitos, gastados, con las hojas amarillentas y algo quebradizas, "las historias del Cachorro y el Capitán Baco", "las Hazañas Bélicas", " las aventuras de Roberto Alcázar y Pedrín", "los Cuentos de Hadas"... Y muy cerca, "Miguel Strogoff"( el intrépido correo del zar ) y toda la colección de Julio Verne, las maravillosas aventuras e Emilio Salgari, y "Asterix" y "Tintín"...

      A estas alturas, el niño había comprendido que el anciano no le podía ver, ni oír, ni sentir. Y se acercó junto a él. Por la expresión aterrada de su rostro, es muy posible que en aquellos momentos se hubiese tropezado con la sanguinaria "Secta de los Asesinos de la Fortaleza de Alamut" y con su fundador Hassan Sabbaht. Sería bueno esperar un tiempo. Cuando el peligro desapareciese y su imaginación le devolviese a la paz de su mundo real, aprovecharía el momento para acercar su boca a sus oídos y  quedamente, humildemente pedirle que compartiese con todos sus amigos, el tesoro de sus libros más amados, aquellos que sin duda compartió a lo largo de su vida con su esposa y con sus hijos.

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      El anciano percibió un dulce calor en su mejilla. Como si alguien hubiese depositado en ella un tierno beso. Un beso reconocible, familiar, cercano, eterno. Y despertó. Y el niño desapareció. Y en aquel espacio repleto de libros y de historias, sólo quedó un hombre sentado en su escritorio con un libro entre las manos, el que un día le regaló su compañera.

      Antes de continuar con la lectura pensó: ¿Por qué no cuento a mis amigos y a los que aún no lo sean, qué libros amé? ¿Y por qué no les sugiero a ellos que también me descubran los suyos?

      Nunca supo por qué pensó lo qué pensó.

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      Les debo un listado con los libros que amé.

viernes, 9 de marzo de 2012

Telde. Corpus Christi. La belleza. (Recuerdos.- 24)

      El niño se vistió de limpio y se dispuso a salir. El sol apenas había asomado pero ya anunciaba un día espléndido. Su padre, como cada mañana - también las festivas - había madrugado para izar las banderas en el ayuntamiento. Sus hermanos aún dormían. Su madre trabajaba junto al telar. La luz que entraba por la ventana iluminaba con tonos dorados el lino que calaba... y también su rostro. Se acercó, le pidió la bendición, la besó y partió a toda carrera hacia la Plaza. Era la fiesta del Corpus.

      Junto a la puerta de la Iglesia aguardaban impacientes Manolito Naranjo, algunas mujeres y Toni Benítez, un niño de unos diez años al que la naturaleza parecía haber dotado de un innegable talento artístico.

      El Templo había permanecido abierto durante toda la noche. Una veintena de fieles, en su mayoría mujeres, aguardaron la llegada del día adorando al Santísimo expuesto en lo alto de su Custodia. Mientras, Manolito Naranjo y un pequeño grupo de colaboradores trabajaron sin descanso durante la madrugada hasta convertir la basílica en un espléndido jardín babilónico.

      Al pasar por la cafetería de Secundino, le vio junto a la barra. Detuvo su carrera y se quedó mirando. Era la segunda vez que le veía. Fue justo un año antes. Bueno,... más o menos, la fiesta del Corpus no siempre cae en la misma fecha.

      Él era la razón que le había hecho madrugar. Su memoria registraba aún las imágenes de su fascinación: "de pie, ajeno a los ruidos y a los curiosos que le observaban, avanzaba despacio en medio de la calle, creando belleza sobre el negro asfalto con una simple tiza blanca fuertemente sujeta al extremo de un largo bastón de madera. Se movía con seguridad, sin esfuerzo aparente, sin dudas ni pausas, como si las imágenes que brotaban al paso de la tiza respondieran al embrujo de un mago."

      Esperaría a que acabase de desayunar y luego le seguiría desde muy cerquita. Casi pegado. Cuando le vieran llegar junto a él, tal vez pensaran que "eramos viejos amigos." Y le envidiarían.Y le admitirían en el grupo de trabajo. Y podría seguir de cerca el trazo de la tiza sobre el suelo. Y, entre el estupor y el asombro, sería testigo del despertar, sobre el oscuro alquitrán, de multitud de vírgenes y de santos,  de flores y paisajes, de imágenes del viejo y del nuevo testamento, de la iglesia de San Juan y de la majestuosa Custodia Santa. Y mientras, detrás, dirigidos por Manolito Naranjo, un montón de hombres, mujeres y niños colorarían con pétalos de flores de infinitos colores los dibujos que Don José Arencibia creaba sin parar. Y la calle de León y Castillo se convertiría en la más hermosa alfombra que hubiese podido imaginar el Rey Salomón en toda su magnificencia. Y las gentes de aquí y las que hubiesen venido de pueblos lejanos o de la propia capital, asistirían maravillados al alumbramiento de la belleza efímera más deslumbrante, que nunca contemplaron sus ojos.

      Cuando llegase la hora, cuando el sol estuviera en lo más alto y los pájaros buscasen el frescor de las sombras, cuando el reloj de la torre marcase las doce y las puertas del templo se abriesen, repicarían las campanas, la banda de música interpretaría himnos de gloria y bajo solemne Palio, el sacerdote tomaría entre sus manos la Custodia con la Sagrada Forma y hoyaría lentamente, dulcemente, la delicada ofrenda que el pueblo había erigido en honor de su Creador. Y desde todas las ventanas, azoteas y balcones lloverían a su paso, miríadas de pétalos de flores blancas, verdes y amarillas, malvas, rosas y encarnadas. Y besarían sus pies. Y vestirían de mil colores su Palio.

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      Pasaron casi sesenta años. Los evocación de tanta belleza aún pervive en mi memoria. Como si fuera ayer. Como si el tiempo se hubiese detenido... Y tal vez sea así. Quién sabe, es posible que el pasado, el presente y el futuro sean sólo humildes asideros de una mente incapaz de entender la vida. 

viernes, 2 de marzo de 2012

La trinchera.

      Estoy empapado, embarrado, muerto de frío. Y solo. A mi lado, con la cabeza destrozada y el cuerpo mutilado, el último compañero de avanzadilla. Los demás - quince chiquillos imberbes - cayeron como muñecos de feria antes de llegar a la trinchera.

      Acurrucado y temblando trato de sobreponerme al miedo y la rabia. Desde la pequeña colina que nos mandaron ocupar siguen enviándonos fuego a discreción. Con bastante retraso - ya sólo quedo yo - nuestro apoyo aéreo castiga la zona enemiga, "nos piden disculpas por la tardanza" - ¡mierda! - y se van.

      Hace rato que que no se escuchan las ráfagas de ametralladora. Ni explotan granadas. Ni se oyen lamentos. Ni gritos de guerra. Sólo llueve. Y sopla el viento. Y el frío. El maldito frío.

      Ha llegado la noche. Oscuridad sobre oscuridad. Miedo sobre miedo. La lluvia y el viento dan una tregua. No me atrevo a asomar la cabeza. Temo que un obús o una bala certera, esparza mi cerebro en este barrizal inmundo - me sobrecoge la posibilidad de una muerte tan miserable - Los pequeños ruidos me sobrecogen. Tal vez sólo sean topillos, reptiles o aves nocturnas, pero mi imaginación construye ataques por sorpresa de soldados cargando con bayonetas.

      Los guantes de lana están chorreando. Decido quitármelos. Casi no siento las manos. De manera instintiva las introduzco bajo el milagroso fuego que aún ofrecen mis axilas. Y aguanto. La tierra no absorbe más. El agua casi cubre mis botas... y al compañero muerto. No hay sitio para sentarse. Tendré que descansar apoyando la espalda en una de las paredes de la trinchera.

      Malditas ratas, ratas hambrientas, ratas asquerosas, cientos de ratas. Van por el agua, suben por las paredes, se comen los sesos, se comen mis botas. Noche de horror, noche angustiosa. Desaparecerán cuando la oscuridad se extinga. Cuando suenen las bombas, cuando las otras ratas reanudemos la guerra.

      Tengo hambre. Y sed. El macuto y todo lo que contenía se quedó en el camino mientras corría y zigzagueaba con desespero en busca de un refugio o una trinchera. Sólo conservo mi viejo CETME y un par de cargadores. Jamás lo he usado contra un hombre. Disparé con él durante el periodo de instrucción y siempre con escasa puntería. Mi compañero muerto conserva aún la mochila colgada a la espalda. Tal vez encuentre algo de comida... si no se la comieron las ratas. He tenido suerte, encontré una chocolatina, una lata de sardinas y una cantimplora casi llena. Me daré un banquete antes de que acabe conmigo una bala, el tifus o una pulmonía.

      ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué hace Miguel, mi roto compañero de zanja? ¿Qué hacen esos quince adolescentes mutilados, acribillados, solitarios, muertos, regando con su sangre joven estos tristes campos yermos? ¿Qué hacen los que nos disparan enfrente? ¿Qué hacen sus heridos y sus muertos? ¿Quién nos metió en esta guerra... y en todas las guerras? ¿En nombre de quién hemos de matar? ¿Qué bandera, qué patria, qué honor, se ha arrogado ese derecho? Guerras justas, guerras santas, guerras preventivas, guerras necesarias, guerras bendecidas, gloriosas cruzadas... ¡sarcasmos, cuentos, mentiras!... Guerras por el petróleo, guerras por el coltán, guerras por los diamantes, guerras por el imperio, por la industria armamentística, por el dinero, guerras por el poder. Guerras injustas, guerras inútiles, guerras absurdas, guerras desgraciadas, guerras que generan guerras. Malditos quienes las provocan, quienes las secundan, quienes las jalean, quienes las bendicen. Caiga sobre ellos el dolor, el sufrimiento y la sangre de tantos inocentes.

      Tengo miedo, mucho miedo.

      Mi casa soleada, el olor de los guisos, las caricias de mi madre, la tarde con los amigos, la mirada de mi padre, los besos de mi novia. Los domingos de partido, los conciertos en el parque, el chocolate con churros, las confidencias y los sueños.
¡Dios mio! ¿Qué ha pasado?... ¡se me escapa la vida,... me roban la vida! Cómo lamento el tiempo perdido, las caricias hurtadas, el amor que no dí. Si aún tuviese el poder de trasladarme por un instante junto a la gentes que amo, las retendría durante esos preciosos segundos junto a mí, las abrazaría, las besaría, les pediría perdón y les diría una y mil veces que les quiero. Quedamente. Dulcemente.

      Se disipan las sombras. El día ha llegado. Apenas puedo moverme. Todo mi cuerpo está entumecido. Ya no tengo fuerzas ni para sostener el fusil. Pronto vendrán a por mí. Tal vez sea lo mejor. Me he colocado un pañuelo rojo junto al corazón. Quiero que los tiradores fijen su mirada en ese punto y disparen ahí. No quiero que destrocen mi cabeza, ni mi cara. Quiero que mi madre pueda acariciar mi rostro cuando me vele y que mi novia pueda despedirse de mí juntando sus labios a los míos.

      Una avioneta sobrevuela la zona a muy baja altura. No se oyen disparos. Ni gritos. Qué extraño resulta todo. Una nueva pasada y un montón de papeles caen suavemente sobre el campo de batalla. He podido coger uno antes de que aterrice en el agua y se empape. ¡No puede ser verdad! Todo mi ser se estremece mientras leo: "La guerra ha terminado". ¿Será posible? ¿Quién decidió que ya habían suficientes muertos sobre el campo de batalla? ¿En nombre de qué Dios, al amparo de qué bandera, se inició este asesinato en masa que ahora ahora se para?

      He de salir de aquí. Dirijo una última mirada a mi compañero muerto y comienzo a salir de la trinchera. Con temor al principio, más confiado después. La colina parece desierta. No hay movimiento delante de mí. Sólo cadáveres. Adolescentes como los nuestros. Con padres, hermanos y novias, como los nuestros. Miro a mi alrededor y sólo veo desolación y muerte. Un grupo de buitres vigilan ya desde lo alto. Cargo mi CETME y disparo al aire. Por un instante se dispersan, pero volverán, siempre vuelven.

      Estoy solo. Solo y vivo. Con el cuerpo dolorido y el alma cargada de horrores, pero vivo. De pronto me doy cuenta que mis ojos aún pueden ver, mis oídos escuchar, mis manos tocar, acariciar, mis labios besar. Y me estremezco.Y sueño con mis padres, con sus miradas agradecidas y sus abrazos interminables y tiernos, con el alborozo de mis amigos -  los que no murieron - y con las lágrimas y los besos de mi novia.

      Me pareció ver que un cuerpo se movía. Una nerviosa excitación, una alegría profunda, se adueña por completo de mí. Casi no puedo moverme. Me acercaré hasta él, le daré la mano, acariciaré su frente, le pediré perdón y le llevaré a mi casa para cuidarle.

      Ocurrió en décimas de segundo. El cuerpo tendido giró, y una bala certera atravesó el pañuelo rojo rompiéndome el pecho. Caí violentamente hacia atrás mientras un enorme chorro de sangre calentaba mis manos y mi cuerpo. Había tenido suerte, mi cara y mi cabeza resultaron indemnes.

      Mis ojos se apagaron lentamente . Mi alma también. Seguramente, aquel joven soldado nunca leyó la octavilla que anunciaba el final de la guerra.