jueves, 15 de marzo de 2012

Ensoñaciones y Memoria. (Recuerdos.-25)

      De pie junto al estante, consumía un tiempo que muchos, en estos días presurosos, no alcanzarían a entender. No parecía buscar nada. Sus ojos, pequeños y muy gastados, recorrían una y otra vez las decenas de metros de su querida biblioteca como si quisiera compartir confidencias y amores con aquellos inseparables amigos de aventuras

      Sus labios parecían moverse imperceptiblemente, tal vez hablara, tal vez le hablaran. Su mirada, a veces soñadora, a veces volcán, siempre cómplice, desvelaba la existencia de un universo escondido tras los muros misteriosos del subconsciente. Un mundo, seguramente, cargado de posibilidades infinitas.

      Cada cierto tiempo tomaba un libro entre sus manos, lo abría, lo acariciaba, sonreía y volvía a depositarlo con mimo en el lugar que antes ocupaba. Eran amigos, maestros, confidentes, viejos compañeros de viaje. A algunos acababa de conocerlos; y le hacían sentirse joven. Otros llevaban con él muchos inviernos y, también como él, empezaban a arrugarse, a llenarse de manchas, a oler distinto; y le hacían sentirse afortunado. Unos y otros eran parte de su vida. Eran su vida. Los amaba.

      Un buen día descubrió, que no podría reconocerse a si mismo sin tener en cuenta lo que significaron para él los libros que leyó. Aprendió con ellos. Gozó con ellos. Reflexionó, discutió y creció con ellos. Nunca fue el mismo después de leer un libro.

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      A cierta distancia, sin hacer ruido, procurando que su presencia no disturbara los pensamientos del anciano, el niño observaba la escena con el corazón encogido y su imaginación navegando desbocada en busca de respuestas que explicaran aquella mirada, aquellos gestos, aquellos silencios, aquella complicidad.

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      El anciano seguía absorto en sus pensamientos. Disfrutaba de aquel espacio sagrado. Nunca tuvo tiempo para ordenar sus más de cinco mil volúmenes de forma ortodoxa - o simplemente le pareció innecesario -Sin embargo, por difícil que pudiera parecer, podía encontrar cualquier libro que le pidieran en cuestión de segundos o era capaz de percibir la ausencia injustificada de cualquiera de ellos - no me digan cómo - Y si por casualidad éste no volviera a aparecer, no dudaría un instante en comprarlo de nuevo, aunque ya lo hubiese leído en más de una ocasión.

      En un momento dado fijó sus ojos en un volumen, lo cogió, se sentó en su escritorio y lo abrió por sus primeras páginas. Inmediatamente debajo del título, una nota escrita con su letra decía: "Regalo de mi mujer. Madrid, 4 de Noviembre de 1989".

      Como "Samarcanda" (Amín Malouf), cientos de libros de los que allí se encontraban registraban esa misma marca de amor y de fuego. Sonrió agradecido y se sumergió gozoso en el fascinante y tumultuoso mundo de la Persia Medieval.

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      El niño asistía perplejo y emocionado a la evocación de una escena que aún debería tardar más de sesenta años en producirse. Aquellos ojos eran sus ojos; más cansados, más vividos, más sabios ... pero eran sus ojos. Miraba igual, sonreía igual, se movía igual y sin duda, silbaría igual. Aquel anciano era él.

      Despacio, sigilosamente, procurando que sus pisadas hoyaran el aire y no el suelo, sin dejar de mirarle, "sin dejar de mirarse",se llegó hasta uno de los estantes y miró. Allí estaban, viejecitos, gastados, con las hojas amarillentas y algo quebradizas, "las historias del Cachorro y el Capitán Baco", "las Hazañas Bélicas", " las aventuras de Roberto Alcázar y Pedrín", "los Cuentos de Hadas"... Y muy cerca, "Miguel Strogoff"( el intrépido correo del zar ) y toda la colección de Julio Verne, las maravillosas aventuras e Emilio Salgari, y "Asterix" y "Tintín"...

      A estas alturas, el niño había comprendido que el anciano no le podía ver, ni oír, ni sentir. Y se acercó junto a él. Por la expresión aterrada de su rostro, es muy posible que en aquellos momentos se hubiese tropezado con la sanguinaria "Secta de los Asesinos de la Fortaleza de Alamut" y con su fundador Hassan Sabbaht. Sería bueno esperar un tiempo. Cuando el peligro desapareciese y su imaginación le devolviese a la paz de su mundo real, aprovecharía el momento para acercar su boca a sus oídos y  quedamente, humildemente pedirle que compartiese con todos sus amigos, el tesoro de sus libros más amados, aquellos que sin duda compartió a lo largo de su vida con su esposa y con sus hijos.

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      El anciano percibió un dulce calor en su mejilla. Como si alguien hubiese depositado en ella un tierno beso. Un beso reconocible, familiar, cercano, eterno. Y despertó. Y el niño desapareció. Y en aquel espacio repleto de libros y de historias, sólo quedó un hombre sentado en su escritorio con un libro entre las manos, el que un día le regaló su compañera.

      Antes de continuar con la lectura pensó: ¿Por qué no cuento a mis amigos y a los que aún no lo sean, qué libros amé? ¿Y por qué no les sugiero a ellos que también me descubran los suyos?

      Nunca supo por qué pensó lo qué pensó.

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      Les debo un listado con los libros que amé.

1 comentario:

  1. Querido Antonio: Gracias a este invento maravilloso puede uno leerte horas despues y descubrir que detrás de aquel amigo mayor (¿o hermano mayor?) de la plaza de San Juan hay un escritor con mayúsculas. Un abrazo. Diego.

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