lunes, 31 de diciembre de 2012

Los Jinetes del Apocalipsis.

      Hombres que caminan deprisa sin mirar a nadie, ciegos entre ciegos, autistas entre autistas, mujeres abriéndose paso con bebés entre sus brazos, mujeres que te miran, mujeres ejecutivas, mujeres de couché, jóvenes depositando propaganda entre tus manos, camareros que ofrecen asientos en terrazas vacías, turistas perdidos ojeando un mapa, un mendigo entre cartones y su perro apurando un brick de vino tinto, una prostituta que coge a un hombre del brazo, "cariño por 20€ un francés, por 30 un completo", y se pierden por la calle de la Luna, dos rumanas cerca de un bolso abierto y el grito desesperado de una anciana, ¡a las ladronas, a las ladronas! Dos guardias municipales que se acercan y unos trileros que corren con su tinglado a cuestas, El Rey León, Sonrisas y Lágrimas, Blanca Nieves Boulevard, Zara, H&M, McDonalds, Fnac, El Corte Inglés...mucha gente, infinitas cantidades de gente.

      Mediodía del sábado en la Gran Vía de Madrid.

      Y en medio del caos, Ella.

      Camina entre la gente con sus grandes ojos negros absorviéndolo todo, con el bolso cruzado sobre su pecho y abrazado entre sus brazos. Su andar es fuerte, decidido, seguro. Alta, muy delgada, con un aire refinado y moderno. Pantalón vaquero de marca, blusa de seda blanca cayendo sobre sus caderas y bailarinas Dior de charol negro. Su cuello luce una finísima cadena de oro casi imperceptible y su pelo negro muy corto, deja al descubierto una sensual y bellísima nuca. No parece tener más de treinta años.

      A muy poca distancia, procurando pasar desapercibidos pero sin perderla ni por un momento de vista, una pareja de mediana edad, aparentemente turistas, la sigue desde que saliera del hotel Menfis, muy cerca de la Plaza de España. Perfectamente coordinados, a la altura del Palacio de la Prensa, un hombre mayor y la que intentaba pasar por su querida hija, toman el relevo del seguimiento. Muy importante: deben saber donde se reúnen y qué saben. Sólo después, deberán liquidarla.

      Fue reclutada cuando aún estudiaba en la universidad. Era su último año en la facultad de Ciencias Matemáticas y los días finales de un máster en Egiptología. Dominaba a la perfección varios idiomas y poseía un coeficiente intelectual que superaba cualquier parámetro conocido. Si a eso añadimos un grado de sofisticación y un encanto personal que venía de perlas para el trabajo que querían que desarrollara.

      Hace apenas unos meses la destinaron a Madrid. Profesionalmente le incomodaba su desorden, su ritmo anárquico, sus prisas, su aparente informalidad. Sus anteriores destinos puede que tuvieran mucho que ver con esta desafección aparente. Berna, La Haya, Bruselas. Evidentemente, la única coincidencia con su nueva ciudad tendría que encontrarla en su ubicación geográfica, la vieja Europa, Y su misión, eso no admitía matices, requería mucho rigor y enormes dosis de disciplina. Aparte de eso...la noche, la fiesta, el jamón, las ganas de vivir...bueno, mejor se guardaba todo eso para su intimidad. Mejor que no trascendiera. Aunque es posible que tal vez fuera bueno revestir su imagen pública de una una cierta dosis de frivolidad.

      Su equipo lo componen cinco personas, tres mujeres y dos hombres. Se han reunido varias veces pero ni se han visto, ni se verán jamás. La discreción absoluta es fundamental para su trabajo. Ni un rostro, ni una voz, ni un escrito. Sombras, emails cifrados, sonidos distorsionados. Nunca se reunían en el mismo sitio, nunca a la misma hora, siempre de forma sorpresiva. Ningún nombre, ningún alias, sólo números, siempre primos. Sólo ella fue bautizada. Se llamaba María. Le gustaba su nombre. "Los de la nube" tuvieron la deferencia de dejárselo elegir entre una pequeña lista que le propusieron.

      Sus reuniones eran cortas. Pragmáticas. Resolutivas. Las decisiones no se cuestionaban, no se discutían: Se ejecutaban. Se necesitaba precisión absoluta, obediencia ciega, invisibilidad total.

      Después de cada acción, el mundo no sería el mismo. María lo sabía. Su equipo lo sabía. En "la nube" lo sabían. Los ciudadanos, no.

      Pero no estaban solos. Madrid, Europa, el Mundo, el Planeta, la Galaxia, es un enorme tablero sobre el qué se está librando una lucha cruel y descarnada por el poder absoluto. Millones de seres humanos asistimos como figurantes a una representación en la que apenas alcanzamos a ver a una fauna de políticos corruptos, insignificantes empresarios que se creen dioses, mafiosos con ínfulas de reyezuelos, chulos de prostíbulos, banqueros cuatreros, chorizos, prostitutas, futbolistas, famosillos de la tele, desgracias, muertes, desolación... Minucias, sólo minucias. En realidad no nos enteramos de nada. No sabemos nada.

      ¿Fueron casuales los tsunamis del Indico o del Japón? ¿Las guerras del diamante, del coltán, de Irak, del Cuerno de África...se originaron de forma accidental? ¿El desplome financiero mundial, la hambruna y la desertización del planeta, el deshielo polar, el poder absoluto en manos de unos pocos, ocurre por que sí, u obedece a un plan maquiavélicamente pensado?

      Los que estaban en "la nube" sabían todo esto. Los que ordenaron el seguimiento de María, también. Los peones que la vigilaban eran sólo eso, peones. ¿María?... De María sabemos muy poco.

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      Al llegar a este punto de la narración, necesitaría hacer un inciso en el relato por respeto a los lectores, si tuviera la suerte de que alguno hubiere, que aclarase el por qué de algunas decisiones en el tratamiento de los protagonistas.

      Los auténticos desencadenantes de esta historia apenas aparecen apuntados en El cuento. Son los que ordenan desde la sombra el seguimiento y la aniquilación de María y su equipo. Necesitaría una novela de muchas páginas para poder explicar el alcance de sus fechorías. Y ahora mismo me faltan ganas y talento.

      Pido también disculpas por la falta de tensión narrativa en el tratamiento de los agentes que vigilan y persiguen a nuestra protagonista. Ni quería que asustaran, ni me interesaba desviar la atención. Sólo deseaba que ocuparán parte del escenario.

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      Son las 11 horas en Madrid, las 5 en New York, las 6 en Pekín, las 10 en Londres y Canarias, las 7 en Tokio,... Miles de equipos en todo el mundo con sus Marías al frente, bajo la dirección de " La Gran Gaviota", se preparan para la intervención definitiva. Están preparados. No parece que pueda haber marcha atrás. Es importantísimo que María no sea descubierta ni interceptada. Los Jinetes del Apocalipsis anuncian el triunfo del mal. La ambición desmedida de una élite que usó el Planeta a su antojo acabará arrasándolo. Y ese momento ya está aquí.

      El mundo, tal como lo conocemos desaparecerá. Llegará el llanto y el crujir de dientes, el fuego purificará la tierra, los océanos desbocados se apoderarán del planeta y toda vida conocida se esfumará.

      Entonces, "desde la nube", cientos de millones de naves se dirigirán a la tierra desbastada, procederán a la evacuación de los supervivientes y les trasladarán al paraíso que millones de años atrás construyeron Los Aimaras, los Mayas, los Atlantes y unos Seres extremadamente inteligentes y bellos que durante cientos de años vivieron mimetizados entre nosotros sin que nos diéramos cuenta mientras preparaban pacientemente nuestra salvación. Se me olvidaba decirlo, María era uno de ellos. Estaba en Madrid, en Tokio, en New York, en el Nublo, en Pekín ...con sus pantalones vaqueros de marca, su blusa de seda blanca, sus bailarinas Dior de charol negro, su finísima cadena de oro alrededor del cuello y su corto pelo negro que dejaba al descubierto una sensual y bellísima nuca.

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      Epílogo.- El Apocalipsis final no tiene su origen en una acción puntual y definitiva. Es la gota que colma el vaso. A los codiciosos y desalmados dueños del planeta sólo les interesa el dinero y el poder. La desaparición de su fuente de riqueza es simplemente el amargo final de la imbecilidad y la estulticia llevados al límite de la ambición.

      Los Aimaras, los Atlantes, los Mayas y los bellos alienígenas que vivían entre nosotros si tenían conocimiento del día y la hora exactos en la que se produciría la inevitable hecatombe. Y para paliar sus efectos se prepararon durante milenios.

      María era uno de ellos. Estuvo en Madrid, New York, Tokio, Londres, en el Observatorio Astronómico de Temisas, Pekín...con sus pantalones vaqueros de marca, su blusa de seda blanca, sus bailarinas Dior de charol negro, su finísima cadena de oro alrededor del cuello y su corto pelo negro que dejaba al descubierto una sensual y bellísima nuca. Y una pequeña maldad: Los emails cifrados, las voces distorsionadas y demás zarandajas de comunicación eran simples elementos de distracción hacia el enemigo. A ellos siempre les bastó con la Telepatía.

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      Javier, Javier, no vas a llegar a clase. Es muy tarde. Despiértate ya, por favor. Aquí hace mucho calor, estás sudando, ¿te encuentras mal? Ah, antes que se me olvide, María ha venido a buscarte. Por cierto ¡ qué chica más guapa ! ¿estudia contigo? No parece de este mundo.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Maldigo el dolor.

      Llevaba mucho tiempo despierto. Las noches se le hacían muy largas. Afortunadamente el invierno se fue, y con él las heladas y el intenso frío. Había dejado de llover y pronto aparecerían las primeras luces de la mañana. Subió la persiana del gran ventanal y corrió las livianas cortinas de lino para que el sol lo inundase todo, para que iluminase cada rincón de la habitación, para que calentase su cuerpo algo entumecido por el paso de los años. No había una sola nube que manchara el azul del cielo. Una ligerísima brisa se encargaba de producir gráciles contoneos en los altos árboles que asomaban a través del balcón. El olor a tierra recién regada y el acrobático vuelo de las golondrinas jugando con el espacio le invitaban al agradecimiento y a intentar participar de la armonía del universo.

      Desde el piso de abajo arribaban quedos sonidos de un trajín cuidadoso que evitaban herir el apacible encanto del sueño ya olvidado. El aroma del café arábigo escapando bajo la tapa nerviosa de la cafetera, el olor caliente del pan recién tostado, el dulce tintineo de tazas y cubiertos, y algo más imperceptible; la dulzura infinita con que su compañera preparaba el desayuno y sus pastillas, despertaban en él como arrullos esponjosos y sentimientos de amor indescriptibles.

      Había aparecido de improviso. Sin que nadie lo invitara. Cuando preparaba programas de fiesta y viajes deseados largo tiempo pospuestos. Cuando soñaba con los besos y los abrazos que nunca se atrevió a dar. Cuando había decidido - ¡al fin! - aprender a bailar para danzar y danzar con todos los ritmos del mundo abrazado a su mujer, con la mano en su espalda y la mejilla sobre su hombro, con los ojos cerrados y los labios buscando sus labios.

      Sin embargo, tenía la impresión de que esta vez no se trataba de una visita de cortesía. El oscuro compañero de viaje se había alojado en su casa sin solicitar permiso. El dolor había venido para quedarse. Y aún no sabía por cuanto tiempo.

      No podría decir que desconociera su rostro, ni que ignorase las desagradables incomodidades que siempre generaba su presencia, ni siquiera podría aducir que fueran extrañas sus visitas. Pero siempre lo contempló con cierta displicencia, como seguro de su superioridad, como una incomodidad pasajera que se marcharía pronto y acabaría haciéndole más fuerte.

      Pero ahora no era así. Al menos, eso le parecía. Suponía que algo tendrían que ver los años cumplidos, el desgaste celular, las digestiones lentas, el cansancio tras el esfuerzo, los olvidos inocentes, la lentitud en los procesos de recuperación. Tendría que asumir la nueva situación, mirar de frente a su huésped, explicarle cara a cara que no le gustaba y advertirle que acabaría expulsándole a patadas de su casa y de su vida.

      Asumía con normalidad la desaparición y la muerte como parte del proceso de la vida. Pero nunca aceptaría el dolor, el desgarro, la tortura y el sufrimiento como elementos de redención. Rechazaba la flagelación, el cilicio y otros sufrimientos de mortificación voluntarios bendecidos desde una mística implacable y despiadada. Detestaba la búsqueda del martirio como camino para acercarse a la perfección. Siempre miró con desagrado las imágenes de santos mutilados, lanceados, degollados, a Cristo azotado, crucificado, sufriente. Le entristecían los templos del medievo, oscuros museos del sufrimiento.

      No, no admitía el dolor. Odiaba el dolor. El dolor, pensaba, debiera ser para los creyentes la desgraciada consecuencia del triunfo del mal sobre el bien y para todos los hombres de buena voluntad, la cruel constatación del fracaso de la naturaleza imperfecta. El dolor provoca destrucción, llantos, desamparo, angustia irresistible, odio, deshumanización.

      Desde lo más profundo y honesto de su ser, no podía hacer otra cosa que declararle la guerra al dolor, desmitificarlo, expulsarlo.

      Como ser humano, libre y pensante, abrazaría el amor, la compasión, la justicia, la solidaridad y la ternura como las únicas fuentes de felicidad, de redención, de liberación y de salvación.

      Este sería su evangelio, su camino, su hoja de ruta.

sábado, 22 de diciembre de 2012

Un instante mágico.

      Daniel no apartaba la vista del fuego, ni los oídos de las palabras del abuelo. Fuera hacía frío, mucho frío. Olegario dormitaba sobre la alfombra justo en medio del niño y el anciano. De vez en cuando abría uno de sus ojos, comprobaba que todo estaba bien, y volvía a sumergirse en sus sueños de perro. Algo más alejada de las llamas, callada y en paz, la abuela tejía una bufanda de lana blanca para el pequeño. También ella escuchaba, y sonreía, y recordaba.

       Perdida entre las cumbres de la isla, justo en las estribaciones de los Pechos, aquella casita de piedra, en otro tiempo humilde y sólido refugio de antiguos peones camineros, era su hogar durante largas temporadas, fundamentalmente en aquellas que coincidían con las vacaciones escolares.

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      Daniel vivía en un palacete de más de quinientos metros cuadrados en la zona noble de la ciudad. Compartía aquel inmenso "castillo" con sus padres y con una nani venida de Bulgaria para ocuparse de él. Alicia y Gustavo, sus jóvenes progenitores apenas tenían tiempo libre. Eran demasiado importantes. Gustavo gastaba su jornada amasando dinero y Alicia propiciando encuentros entre sus amigas del club náutico para organizar cenas, fiestas y rastrillos de caridad en favor de los niños pobres del tercer mundo.

      Cuando salía para el colegio alemán acompañado de su niñera, su madre aún dormía y su padre hacía horas que se había marchado. En realidad a su padre apenas le veía, y a su madre, ... alguna noche antes de acostarse y en la misa de los domingos, a la que por nada del mundo, ya tronara o cayeran chuzos de punta, se permitiría faltar.

      El enorme caserón en el que vivía, los largos y oscuros pasillos, los muebles oscuros y muy caros, las lámparas de araña, los vetustos arcones, los techos altísimos y las pesadas cortinas de cretona, la mirada severa de su nani, las palabras extrañas que no entendía, la falta de besos y caricias... Daniel se encerró en si mismo y se instaló en su propio mundo. Se inventó su bosque de Sherwood entre las patas de las veinticuatro sillas del comedor, su cuartel general bajo la mesa de despacho de su padre, y su campo de batalla en los interminables y siniestros pasillos. No hablaba con nadie, no reía con nadie, no  lloraba con nadie. Sólo hablaba, reía o lloraba con los personajes de su universo encantado.

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      La Semana Santa se había adelantado este año - aún faltaban unos días para que comenzase oficialmente la primavera - La temperatura, muy fría durante la noche y bastante fresca en las primeras horas de la mañana, se dulcificaba con los primeros rayos de sol y calentaba con fuerza cuando llegaba el mediodía.

      Mientras el niño dormía, la abuela abría las ventanas y permitía que el aire y la luz de la mañana ventilasen y purificasen la casa. El abuelo cortaba leña junto al pequeño huerto y Olegario, después de un paseo reparador, se había tumbado frente a la habitación de Daniel esperando ansioso verle aparecer por la puerta. Ya olía a chorizo, huevos fritos, pan caliente y café recién hecho. Pronto estarían todos a la mesa.

      A escasos metros de allí, serpenteando entre riscos y matorrales, protegido por un mar inmenso de pinos, perfumado con los olores de la retama amarilla, el tomillo de cumbre y la salvia blanca, un luminoso arroyo de aguas transparentes y frías venido desde el Pico de las Nieves, brincaba entre las rocas cristalino y exultante.

      Como cada mañana, comido, aseado y con la bendición de los abuelos, Daniel llamó a su perro, y juntos se perdieron en el bosque (el"se perdieron", es sólo un recurso literario, sabían donde iban y sabían que querían ir solos)

      Y llegaron a su rincón secreto. En un recodo del sendero, justo donde el pinar cobija cientos de helechos gigantes y la vegetación se torna impenetrable, el cantarín arroyo se veía obligado a saltar sobre los riscos componiendo una grácil cascada de varios metros de altura y engendrando, antes de seguir su curso ancestral, un hermoso estanque de aguas claras donde según cuentan las leyendas, se bañaban las hadas y los duendes y donde tenía su moraba la Ondina de las Aguas.

      Y Olegario se lanzó a las aguas, y nadó y salió y corrió y brincó y buscó al niño y con sus patas le abrazó y con su lengua le besó, y volvió al estanque y nadó  y ladrando le llamó. Por un instante la mirada del niño buscó la cascada y el dibujo que la corriente iba dibujando sobre la tierra en su camino hacia Tejeda. Pero sólo fue un momento. Sin que hubiese fuerza humana capaz de impedirlo, sus ojos, su mente y todo su ser quedaron atrapados en el centro del estanque. Y como había ocurrido otras veces, el lugar se llenó de luces de colores, de reflejos iridiscentes, de cuerpos hermosos y transparentes, de dulces y extrañas melodías. Cuatro figuras translúcidas, etéreas, asexuadas y desnudas, con guirnaldas de flores silvestres sobre sus cabezas y collares de oro y madreperlas en el cuello, cantaban y bailaban en corro y extendían sus manos invitándole a danzar. Olegario salió del agua de un salto, se tumbó sobre la hierba con las patas estiradas, el hocico a ras del suelo, los ojos muy abiertos, y en absoluto silencio. Ya no sufría los ataques de pánico de la primera vez. Ya no temía por el niño. Una amable sensación de paz lo inundaba todo. Daniel bailaba con las hadas. Millares de pequeños ojos habitantes del lugar contemplaban embelesados la escena. Los pinos, los matojos y las flores, las montañas, las nubes y el mismísimo Nublo se regocijaban pensando que tal vez no estuviera lejos el momento en el que los hombres descubrieran al fin, que el secreto de la sabiduría habita muy cerca; "Si no os hacéis cómo niños, no entraréis en el reino de los cielos"- dijo un día Jesús de Nazareth -. Y por un instante, las armas callaron, se disipó la hambruna, hubo trabajo y hubo justicia, cesó la ira y crecieron los abrazos y en todas las plazas sonó la música y se recitaron poemas de amor. Fue sólo un instante, pero en ese instante infinito, fuimos Dios.

      Se había hecho tarde. El pequeño y el perro corrían por el sendero que les llevaría a casa. Contentos y aún mojados, con su secreto guardado bajo cien candados y sus ojos inundados de sueños, besaron, lamieron, abrazaron y estrujaron a la abuela que les esperaba de pie junto a la puerta.. Cuando llegara la noche y las inquietudes de cada día se fueran a descansar, Daniel se sentaría junto al abuelo y le diría que le contase cuentos a la luz de la lumbre.


miércoles, 5 de diciembre de 2012

El Parque de los libros olvidados.

           

      Los días transcurrían presurosos aquel cálido otoño. Un manto de bronce y oro cubría el suelo del parque mientras el alisio jugaba con las hojas que aún caían de los arboles haciéndolas danzar largo rato antes de posarlas sobre bancos y senderos. El sol, fiel a su cita con el amanecer, emergía majestuoso del océano infinito tras la linea del horizonte iluminándolo todo, acariciándolo todo, jugando con las gotas que el rocío depositó durante el sueño entre las flores, y vistiendo de perlas y diamantes los macizos de, hibiscus, geranios y bouganvillas que en una noche mágica ideó el jardinero. Las montañas que protegían la ciudad por el oeste, contemplaban embelesadas el despertar de la vida.       

      Por el camino que habían habilitado para ello, una muchacha y su perro (un setter irlandés) corrían como cada mañana. Siempre a la misma hora. Siempre las mismas vueltas. Siempre ellos dos. Sólos los dos. No escuchaba el viento, ni el canto de los pájaros, ni gritos de auxilio - si algún día los hubiera - ni siquiera podía escuchar a su perro que no cesaba de mirarla mientras corría. Sus oídos sólo escuchaban la música de su "smartphone"; rock japonés, música indie y óperas de Wagner. Con el volumen máximo. Con el máximo aislamiento. La muchacha se llama "Lidia". El perro, "Perro".

       Dos empleados de la limpieza vacían papeleras y adecentan los caminos barriendo la hojarasca y recogiendo alguna botella de plástico. Son jóvenes, aunque ya superan la treintena. Mientras trabajan - y lo hacen a conciencia - no paran de hablar. Parecen contentos. Ven pasar a Lidia y le saludan con la mano. "Perro" les mira y les ladra, no le gusta que se queden mirando el trasero de su dueña.       

      Javier llevaba veintisiete meses en el paro. Una drástica reducción de plantilla en la empresa de componentes electrónicos en la que trabajaba lo había dejado en la calle. Después vinieron las entrevistas, cientos de curriculums a través de internet, las miradas compasivas, las preguntas de su padre, los ojos de su madre, los consejos de su novia... y la desesperanza y el miedo y la angustia. Los sueños del joven ingeniero industrial habían muerto casi antes de nacer. Y ahora está aquí, limpiando el parque con su compañero de pupitre. A pesar de todo, había tenido suerte.       

      Roberto fue siempre el mejor, el más brillante, el más generoso, el mejor amigo. Pero la vida le trató mal. Al poco de iniciar sus estudios de filosofía murió su padre y con él desapareció todo el dinero que entraba en casa. Era el mayor de tres hermanos y tuvo que dejarlo todo y ponerse a trabajar. Al principio en unos grandes almacenes, después en la construcción (se pagaba bien y en casa se necesitaba el dinero) y cuando esta se fue al carajo por la maldita crisis, en la empresa de limpieza que trabajaba para el ayuntamiento. En sus oficinas se tropezó un día con Javier, y tras la alegría del reencuentro, ejerció toda su influencia para que le contratasen.      

      Ahora, mientras barrían, recordaban el pasado, reían, hablaban de cine, de música, de libros y, alguna vez, de mujeres. La política y la religión quedaron vedadas, les dolía demasiado. El fútbol, mejor no tocarlo.      

      La mañana invitaba a pasear. El bendito alisio dulcificaba el calor que nos enviaban desde el cielo. Hombres solitarios, mujeres en grupo, parejas de enamorados, parejas de amigos, ancianos buscando descanso y una caricia del sol, abuelos que arrastran el cochecito con su nietos...      

      Por fin llegamos a él. Estaba en el sitio de siempre. Leyendo como siempre.       

      Para lo asiduos del lugar, don Juan era parte del paisaje. Rondaría los setenta años, de mediana estatura, delgado, cabello gris cortado a cepillo y vestimenta informal, casi juvenil. Cada mañana, antes de que los gallos cantaran, paseaba durante un buen rato, hacía ejercicios respiratorios y finalmente elegía un banco del parque, soleado en invierno, a la sombra de un laurel en verano, y leía. Leía y pensaba y soñaba y aprendía y gozaba.       Pasó Lidia y le envió un beso volado. Pasó "Perro", subió las patas delanteras a sus rodillas y con su lengua lamió sus manos. Él cogió su cabeza y le acarició con energía.

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      _- Otro que se deja olvidado un libro. Esta semana ya van tres.      

      _- ¡ No fastidies!  Y eso son sólo los que hemos encontrado nosotros...      

      _- Si, es bastante raro. Podríamos comentárselo a don Juan. Tal vez sepa algo.
   
      _- Espera un momento, ¿Has leído lo que pone dentro? ..."Llévame contigo. Te esperaba".      

      Roberto y Javier eran buenos lectores. Amaban los libros, y algo les decía que aquella plaga de libros olvidados no podía ser casual. "León el Africano", Cien años de soledad"y ahora, "El tiempo entre costuras". Textos hermosos con los que sin duda alguien gozó y que ahora se ofrecían desde un banco vacío, desde el tronco del gran sauce o desde las gradas del auditorio "José Vélez". Siempre en el parque. Siempre de mañana. Y en todos el mismo escrito: "Llévame contigo. Te esperaba".    

       _- Pues si, es extraño - comentó don Juan - pero a la vez extraordinario, ¿no creen?Alguien parece empeñado en compartir con más gente el placer y la gloria de sus libros. Me imagino que se trata de una especie de justicia distributiva. Algo que recibió gratuitamente y que ahora desea devolver gratuitamente. Sea como fuere, lo importante es que esos libros sean leídos , amados y mil veces compartidos. Sólo restará dar las gracias al generoso "librero".       Javier y Roberto siguieron con su trabajo. Don Juan les siguió con la mirada y sonrió.       

      ... Y volvió al Cairo, y preparó nuevamente su narguile y fumó hasta extasiarse, y rió con Kirsha, el dueño del café y sintió pena por Abbas, el ingenuo barbero enamorado de Hamida, joven, pobre, ambiciosa y muy hermosa que sólo deseaba casarse con un hombre rico que la sacara del callejón, y escuchó las repetidas historias del ingenuo tío Kamil, dueño de una tienducha del dulces...  Cada cierto tiempo volvía, fijaba su mirada en los arboles, veía a Lidia y a "Perro" pasar, escuchaba el apagado ruido que llegaba de la calle y regresaba de nuevo al "El Callejón de los Milagros".        

      _- En un banco del parque, a la sombra de un gran magnolio, alguien dejó olvidado un libro. Su título: "El Callejón de los Milagros",  de Naguib Mahfuz. En sus primeras páginas habían escrito un mensaje: "Llévame contigo. Te esperaba".

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      Pasaron los años y la aparición de nuevos libros se multiplicó. Siempre textos hermosos, siempre textos amados. Y el suceso fue conocido en otros lugares. Y en todos se recibió con regocijo. Y el enorme Jardín que había nacido en el corazón de la Ciudad de los Faycanes, pasó a ser conocido como "El Parque de los Libros Olvidados".