miércoles, 5 de diciembre de 2012

El Parque de los libros olvidados.

           

      Los días transcurrían presurosos aquel cálido otoño. Un manto de bronce y oro cubría el suelo del parque mientras el alisio jugaba con las hojas que aún caían de los arboles haciéndolas danzar largo rato antes de posarlas sobre bancos y senderos. El sol, fiel a su cita con el amanecer, emergía majestuoso del océano infinito tras la linea del horizonte iluminándolo todo, acariciándolo todo, jugando con las gotas que el rocío depositó durante el sueño entre las flores, y vistiendo de perlas y diamantes los macizos de, hibiscus, geranios y bouganvillas que en una noche mágica ideó el jardinero. Las montañas que protegían la ciudad por el oeste, contemplaban embelesadas el despertar de la vida.       

      Por el camino que habían habilitado para ello, una muchacha y su perro (un setter irlandés) corrían como cada mañana. Siempre a la misma hora. Siempre las mismas vueltas. Siempre ellos dos. Sólos los dos. No escuchaba el viento, ni el canto de los pájaros, ni gritos de auxilio - si algún día los hubiera - ni siquiera podía escuchar a su perro que no cesaba de mirarla mientras corría. Sus oídos sólo escuchaban la música de su "smartphone"; rock japonés, música indie y óperas de Wagner. Con el volumen máximo. Con el máximo aislamiento. La muchacha se llama "Lidia". El perro, "Perro".

       Dos empleados de la limpieza vacían papeleras y adecentan los caminos barriendo la hojarasca y recogiendo alguna botella de plástico. Son jóvenes, aunque ya superan la treintena. Mientras trabajan - y lo hacen a conciencia - no paran de hablar. Parecen contentos. Ven pasar a Lidia y le saludan con la mano. "Perro" les mira y les ladra, no le gusta que se queden mirando el trasero de su dueña.       

      Javier llevaba veintisiete meses en el paro. Una drástica reducción de plantilla en la empresa de componentes electrónicos en la que trabajaba lo había dejado en la calle. Después vinieron las entrevistas, cientos de curriculums a través de internet, las miradas compasivas, las preguntas de su padre, los ojos de su madre, los consejos de su novia... y la desesperanza y el miedo y la angustia. Los sueños del joven ingeniero industrial habían muerto casi antes de nacer. Y ahora está aquí, limpiando el parque con su compañero de pupitre. A pesar de todo, había tenido suerte.       

      Roberto fue siempre el mejor, el más brillante, el más generoso, el mejor amigo. Pero la vida le trató mal. Al poco de iniciar sus estudios de filosofía murió su padre y con él desapareció todo el dinero que entraba en casa. Era el mayor de tres hermanos y tuvo que dejarlo todo y ponerse a trabajar. Al principio en unos grandes almacenes, después en la construcción (se pagaba bien y en casa se necesitaba el dinero) y cuando esta se fue al carajo por la maldita crisis, en la empresa de limpieza que trabajaba para el ayuntamiento. En sus oficinas se tropezó un día con Javier, y tras la alegría del reencuentro, ejerció toda su influencia para que le contratasen.      

      Ahora, mientras barrían, recordaban el pasado, reían, hablaban de cine, de música, de libros y, alguna vez, de mujeres. La política y la religión quedaron vedadas, les dolía demasiado. El fútbol, mejor no tocarlo.      

      La mañana invitaba a pasear. El bendito alisio dulcificaba el calor que nos enviaban desde el cielo. Hombres solitarios, mujeres en grupo, parejas de enamorados, parejas de amigos, ancianos buscando descanso y una caricia del sol, abuelos que arrastran el cochecito con su nietos...      

      Por fin llegamos a él. Estaba en el sitio de siempre. Leyendo como siempre.       

      Para lo asiduos del lugar, don Juan era parte del paisaje. Rondaría los setenta años, de mediana estatura, delgado, cabello gris cortado a cepillo y vestimenta informal, casi juvenil. Cada mañana, antes de que los gallos cantaran, paseaba durante un buen rato, hacía ejercicios respiratorios y finalmente elegía un banco del parque, soleado en invierno, a la sombra de un laurel en verano, y leía. Leía y pensaba y soñaba y aprendía y gozaba.       Pasó Lidia y le envió un beso volado. Pasó "Perro", subió las patas delanteras a sus rodillas y con su lengua lamió sus manos. Él cogió su cabeza y le acarició con energía.

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      _- Otro que se deja olvidado un libro. Esta semana ya van tres.      

      _- ¡ No fastidies!  Y eso son sólo los que hemos encontrado nosotros...      

      _- Si, es bastante raro. Podríamos comentárselo a don Juan. Tal vez sepa algo.
   
      _- Espera un momento, ¿Has leído lo que pone dentro? ..."Llévame contigo. Te esperaba".      

      Roberto y Javier eran buenos lectores. Amaban los libros, y algo les decía que aquella plaga de libros olvidados no podía ser casual. "León el Africano", Cien años de soledad"y ahora, "El tiempo entre costuras". Textos hermosos con los que sin duda alguien gozó y que ahora se ofrecían desde un banco vacío, desde el tronco del gran sauce o desde las gradas del auditorio "José Vélez". Siempre en el parque. Siempre de mañana. Y en todos el mismo escrito: "Llévame contigo. Te esperaba".    

       _- Pues si, es extraño - comentó don Juan - pero a la vez extraordinario, ¿no creen?Alguien parece empeñado en compartir con más gente el placer y la gloria de sus libros. Me imagino que se trata de una especie de justicia distributiva. Algo que recibió gratuitamente y que ahora desea devolver gratuitamente. Sea como fuere, lo importante es que esos libros sean leídos , amados y mil veces compartidos. Sólo restará dar las gracias al generoso "librero".       Javier y Roberto siguieron con su trabajo. Don Juan les siguió con la mirada y sonrió.       

      ... Y volvió al Cairo, y preparó nuevamente su narguile y fumó hasta extasiarse, y rió con Kirsha, el dueño del café y sintió pena por Abbas, el ingenuo barbero enamorado de Hamida, joven, pobre, ambiciosa y muy hermosa que sólo deseaba casarse con un hombre rico que la sacara del callejón, y escuchó las repetidas historias del ingenuo tío Kamil, dueño de una tienducha del dulces...  Cada cierto tiempo volvía, fijaba su mirada en los arboles, veía a Lidia y a "Perro" pasar, escuchaba el apagado ruido que llegaba de la calle y regresaba de nuevo al "El Callejón de los Milagros".        

      _- En un banco del parque, a la sombra de un gran magnolio, alguien dejó olvidado un libro. Su título: "El Callejón de los Milagros",  de Naguib Mahfuz. En sus primeras páginas habían escrito un mensaje: "Llévame contigo. Te esperaba".

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      Pasaron los años y la aparición de nuevos libros se multiplicó. Siempre textos hermosos, siempre textos amados. Y el suceso fue conocido en otros lugares. Y en todos se recibió con regocijo. Y el enorme Jardín que había nacido en el corazón de la Ciudad de los Faycanes, pasó a ser conocido como "El Parque de los Libros Olvidados".

1 comentario:

  1. Gracias Antonio, Te deseamos unas felices fiestas, te queremos
    Besos Inma,

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