jueves, 27 de diciembre de 2012

Maldigo el dolor.

      Llevaba mucho tiempo despierto. Las noches se le hacían muy largas. Afortunadamente el invierno se fue, y con él las heladas y el intenso frío. Había dejado de llover y pronto aparecerían las primeras luces de la mañana. Subió la persiana del gran ventanal y corrió las livianas cortinas de lino para que el sol lo inundase todo, para que iluminase cada rincón de la habitación, para que calentase su cuerpo algo entumecido por el paso de los años. No había una sola nube que manchara el azul del cielo. Una ligerísima brisa se encargaba de producir gráciles contoneos en los altos árboles que asomaban a través del balcón. El olor a tierra recién regada y el acrobático vuelo de las golondrinas jugando con el espacio le invitaban al agradecimiento y a intentar participar de la armonía del universo.

      Desde el piso de abajo arribaban quedos sonidos de un trajín cuidadoso que evitaban herir el apacible encanto del sueño ya olvidado. El aroma del café arábigo escapando bajo la tapa nerviosa de la cafetera, el olor caliente del pan recién tostado, el dulce tintineo de tazas y cubiertos, y algo más imperceptible; la dulzura infinita con que su compañera preparaba el desayuno y sus pastillas, despertaban en él como arrullos esponjosos y sentimientos de amor indescriptibles.

      Había aparecido de improviso. Sin que nadie lo invitara. Cuando preparaba programas de fiesta y viajes deseados largo tiempo pospuestos. Cuando soñaba con los besos y los abrazos que nunca se atrevió a dar. Cuando había decidido - ¡al fin! - aprender a bailar para danzar y danzar con todos los ritmos del mundo abrazado a su mujer, con la mano en su espalda y la mejilla sobre su hombro, con los ojos cerrados y los labios buscando sus labios.

      Sin embargo, tenía la impresión de que esta vez no se trataba de una visita de cortesía. El oscuro compañero de viaje se había alojado en su casa sin solicitar permiso. El dolor había venido para quedarse. Y aún no sabía por cuanto tiempo.

      No podría decir que desconociera su rostro, ni que ignorase las desagradables incomodidades que siempre generaba su presencia, ni siquiera podría aducir que fueran extrañas sus visitas. Pero siempre lo contempló con cierta displicencia, como seguro de su superioridad, como una incomodidad pasajera que se marcharía pronto y acabaría haciéndole más fuerte.

      Pero ahora no era así. Al menos, eso le parecía. Suponía que algo tendrían que ver los años cumplidos, el desgaste celular, las digestiones lentas, el cansancio tras el esfuerzo, los olvidos inocentes, la lentitud en los procesos de recuperación. Tendría que asumir la nueva situación, mirar de frente a su huésped, explicarle cara a cara que no le gustaba y advertirle que acabaría expulsándole a patadas de su casa y de su vida.

      Asumía con normalidad la desaparición y la muerte como parte del proceso de la vida. Pero nunca aceptaría el dolor, el desgarro, la tortura y el sufrimiento como elementos de redención. Rechazaba la flagelación, el cilicio y otros sufrimientos de mortificación voluntarios bendecidos desde una mística implacable y despiadada. Detestaba la búsqueda del martirio como camino para acercarse a la perfección. Siempre miró con desagrado las imágenes de santos mutilados, lanceados, degollados, a Cristo azotado, crucificado, sufriente. Le entristecían los templos del medievo, oscuros museos del sufrimiento.

      No, no admitía el dolor. Odiaba el dolor. El dolor, pensaba, debiera ser para los creyentes la desgraciada consecuencia del triunfo del mal sobre el bien y para todos los hombres de buena voluntad, la cruel constatación del fracaso de la naturaleza imperfecta. El dolor provoca destrucción, llantos, desamparo, angustia irresistible, odio, deshumanización.

      Desde lo más profundo y honesto de su ser, no podía hacer otra cosa que declararle la guerra al dolor, desmitificarlo, expulsarlo.

      Como ser humano, libre y pensante, abrazaría el amor, la compasión, la justicia, la solidaridad y la ternura como las únicas fuentes de felicidad, de redención, de liberación y de salvación.

      Este sería su evangelio, su camino, su hoja de ruta.

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