miércoles, 28 de noviembre de 2012

Meditaciones en el bosque.

      Había salido a caminar con la intención de perderse. Pensaba que, tal vez así, en la soledad y el desamparo, le fuera más fácil encontrarse definitivamente.

       Salió de su casa muy de mañana. Los autobuses comenzaban a salir de sus cocheras. Bajo las marquesinas de la EMT, trabajadores de las fábricas del extrarradio y algunas empleadas de hogar aguardaban con impaciencia su paso. Hacía algo de fresco, aunque los chic@s del tiempo predecían para hoy un cielo sin nubes y temperaturas agradables. El resto de la calle aún dormía. Sólo empleados del servicio de limpieza y algún sacrificado corredor de fondo se cruzaron en su camino.

      En muy poco tiempo abandonaría el asfalto y penetraría en el bosque. Se había pertrechado bien. En su mochila llevaba un considerable bocadillo de jamón - le habían prohibido el queso y el chorizo -, algo de fruta y una botella de agua; un libro, un cuaderno y el iPad que le regaló su mujer. Y para posibles emergencias, el odiado móvil, acompañante innegociable si deseaba emprender la marcha sin una bronca innecesaria.

      Muy pronto dejó de escuchar los ruidos de la ciudad. En su lugar, las ramas de los  grandes arboles de hoja perenne le brindaban un concierto singular danzando al son que les imponía el viento. Mientras, sus pies, calzados con sólidas botas trekking, hacían crujir el suelo cubierto de las hojas secas que se desprendían de los plátanos, las acacias, los nogales y los castaños. Pájaros, topos y algún cervatillo curioso se dejaban ver como si intentaran decirle que le iban a acompañar, quisiéralo o no, en su iniciática travesía hacia la soledad.

      Aunque se esforzaba por mantener su mente bajo control, un torrente de imágenes y elucubraciones no buscadas se colaban en sus pensamientos ocupando un enorme espacio de su capacidad cognitiva consciente. Y no podía hacer nada por evitarlo. A pesar de sus esfuerzos, era incapaz de sostener por mucho tiempo seguido un discurso reflexivo coherente. Otras estampas, otras ideas, otras preocupaciones se colaban con descaro y sin permiso en el espacio que el había acotado previamente como marco de sus reflexiones. Siempre fue así. Y no le ocurría a él sólo. Era la servidumbre de un cerebro poco entrenado. No importaba. A pesar de sus limitaciones, le apasionaba el tiempo dedicado a la meditación, al estar, al prestar atención, al examen, al placer de la búsqueda. Tenía la certidumbre de que el gran milagro estaba muy cerca,... ¿quién sabe?, tal vez dentro de él. 

      Sin embargo, prefirió no refugiarse en respuestas de manual. Había decidido huir de conjeturas poco razonadas, ni siquiera en las seguridades que le ofrecía la religión. No olvidaba su pasado ni la educación que recibió, y aunque las convicciones que sustentaban su vida le ayudaban a ser feliz y a mantenerse razonablemente en paz con el mundo, deseaba enfrentarse al misterio de la vida desnudo y sin agarraderas. Sentía la necesidad de liberarse de dogmas, de verdades absolutas, de certezas que encadenan. Deseaba experimentar la intima alegría de saber que, aunque no lograse encontrar "El Santo Grial", lo importante de la vida se encontraba en el viaje, en la búsqueda humilde y apasionada  de la verdad, la nuestra y la del universo. 

      Llevaba algunas horas transitando senderos que nunca había explorado. Confiaba en el GPS de su móvil si finalmente se perdiera. No parecía fácil que fuera a encontrarse con nadie. El paisaje comenzaba a cambiar. Los árboles de hoja caduca habían desaparecido. Acacias, pinos que casi tocaban el cielo y enormes robledales centenarios se habían adueñado por completo del bosque. La luz del sol encontraba grandes dificultades para entrar. Helechos gigantes se adueñaban de los intransitables senderos. Los animalillos nocturnos aumentaron sus horas de vigilia sin temores. Una enorme cabeza de búho le vigilaba curioso con sus grandes ojos fríos desde lo alto de su trono. Una formidable cornamenta asomó tras unos matorrales a escasos metros de su posición, olfateó el aire, levantó orgulloso su testa y desapareció a toda velocidad. Nunca había visto un ciervo tan hermoso y tan de cerca. 

      Estaba cansado y comenzaba a tener hambre. Necesitaba llegar a un pequeño claro donde el sol calentase el suelo y calentase su cuerpo. Media hora después, al llegar a lo más alto de la montaña el bosque se abrió de súbito. Ante sus ojos, un enorme ruedo alfombrado de hierba suave y verde con incrustaciones de pequeñas flores silvestres, rojas, blancas y amarillas y coronado en el centro por un pequeño lago de aguas azules y frías donde abrevaban en paz decenas de animales  en libertad. Y frente a él, una larga cadena de montañas, algunas, bosques impenetrables, otras, graníticas y agrestes salpicadas de bayas y zarzamoras y de un puñado de cabras que saltaban de risco en risco.

      Subió a la roca más alta, sacó su iPad, y filmó cada rincón y la linea del horizonte y las aguas cristalinas y las majestuosas montañas y la paz de las especies  ... Y guardó silencio.

      Un águila imperial cruzó majestuoso sobre el lago y se dirigió a los muros de granito. En sus garras transportaba el alimento para sus crías.

      Despacio, casi con mimo, fue acercándose a la orilla del lago. Los animales, sorprendidos, levantaron sus cabezas, le miraron curiosos y decidieron seguir  bebiendo y retozando. Sobre el espejo de las aguas quietas, el bosque, las montañas y la vida que se movía en ellas, aparecían reflejados con una veracidad sobrecogedora. Y también se reflejó él. Y contempló su rostro. Y se descubrió cansado, perplejo, extasiado. Transcurrió un tiempo. Por fin levantó la vista del estanque, dirigió su mirada hacia las montañas reales... y más allá, hasta el infinito. Cerró por un instante sus ojos ... y se fundió con la belleza.

      Embriagado y transportado, se tendió sobre la alfombra verde, abrió el iPad confiando en tener conexión con el satélite, entró en la biblioteca, seleccionó un libro de San Juan de la Cruz y se dispuso a leer unos poemas del Cántico Espiritual.

                                                  ¿Adónde te escondiste,
                                                   Amado, y me dejaste con gemido?
                                                   Como el ciervo huiste,
                                                    habiéndome herido;
                                                    salí tras ti clamando, y eras ido.
                                                                  
                                                  ¡Oh bosques y espesuras,
                                                   plantadas por la mano del Amado!
                                                   ¡Oh prado de verduras,
                                                    de flores esmaltado!
                                                    Decid si por vosotros ha pasado.

                                                    Mil gracias derramando
                                                    pasó por estos sotos con presura,
                                                    e, yéndolos mirando,
                                                    con sola su figura
                                                    vestidos los dejó de su hermosura.

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      Durante un tiempo que no pudo o no supo medir, sus pensamientos volaron y se perdieron. Y aunque no obtuvo certezas, se sintió sereno y pacificado.

      Sin embargo, mientras sus sentidos y su mente le conducían por aquel Shangri-La soñado, cientos de flashes bombardeaban su cerebro transportando imágenes que rompían la armonía de aquellos instantes: "matanzas de niños en Siria", "miles de desahucios en España", "millones de seres humanos desplazados por la guerra y por el hambre", "terremotos, tifones, tsunamis, huracanes","injusticias, paro, conflictos, estafas, corrupción"... Y se sintió perplejo y miserable.

       El Yin y el Yang, la armonía y el desorden, el bien y el mal,...

      Continuaría escuchando. Viviría largas horas de espera atento al menor movimiento de los seres y de las cosas. Y lo haría desde la duda y el desconcierto, desde la humildad y la determinación. Pero sin temores, convencido de que algún día alcanzaría la sabiduría y que la justicia y la bondad acabarían imponiéndose.

      Se había hecho tarde. Recogería las cosas y se pondría en camino. El bocadillo de jamón permanecía intacto en el fondo de la mochila. De repente se le agudizó el hambre, quitó el papel albal que lo cubría y lo mordió con desmedido placer.

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      Un grupo de senderistas acababa de llegar y se acercaron a saludarle. Ya no tenía que preocuparse por el GPS. Regresaría con ellos.




















































                                                                       
                                                    

                                         







































     











   
















domingo, 18 de noviembre de 2012

Telde. Tetuán. Unidos en mi memoria. (Recuerdos.- 34)

      El agua saltaba entre las rocas, transparente y exultante, entre breves relámpagos azules. Los primeros niños en llegar se apresuraron a beber ahuecando sus manos o metiendo directamente sus cabezas en la corriente. El fuerte calor endureció la marcha, pero había merecido la pena. Aquel vergel, casi a las puertas de la ciudad, era un regalo precioso por inesperado y por bello.

      Cada verano, en cuanto regresaba de vacaciones a su pueblo, una treintena de niños llamaban a su puerta para preparar la marcha al Castillo (El barranco de los cernícalos, en Lomo Magullo). Allí estaban como siempre, Antoñillo Franco, Pepe Báez, Chano Jiménez Estupiñán, Antonio Almeida, Miguel Benítez, Pepole Estupiñán, Manolín Verona, Gustavo Cerpa, Frugoni, Chano Estupiñán, Carmelo Almeida, Javier Torres...y un montón más. Todos entre los diez y los catorce años. Todos deseando rastrear las pistas del tesoro que les llevaría finalmente a las cascadas de agua clara, a los árboles de grandes sombras, a los helechos gigantes, los palmerales y los berros. Todos deseando compartir juegos, baño y comida. Todos eufóricos, alegres, increíblemente felices.

      Caminábamos juntos, en columnas de a dos, por el arcén de la carretera. Habíamos partido desde la Plaza de San Juan. Al llegar a la pista de tierra que acabaría conduciéndonos hasta el barranco de los cernícalos, hicimos una primera parada y formamos equipos de tres o cuatro miembros cada uno que deberían comenzar a salir con un intervalo de cinco minutos. Un tiempo antes y acompañado de un par de voluntarios me adelantaría al grupo e iría sembrando el camino de señales, jeroglíficos, pistas y mensajes ocultos que los jóvenes rastreadores deberían descifrar si querían llegar con éxito al corazón del Castillo.

      Y allí estábamos. Gritos, sonrisas, saltos, carcajadas, carreras, chapuzones...¡Qué hermosa era la vida! Y todos nos dispusimos a disfrutarla.

      Se organizaron decenas de juegos, nos bañamos en la cascada, preparamos el fuego y la paella... Cuidamos con mimo el paraíso encontrado. Transcurría el verano del año 1962, 63, 64...

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      Una oscura nube que oculta el sol y llena de grises la tarde. Una paloma que me mira y que me llama. La paloma remonta el vuelo y yo me precipito en la nube.

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      Es domingo, día de fiesta para la comunidad cristiana de Tetuán. Atrás quedaron el viernes, festivo para los musulmanes y el sábado, día sagrado para los hebreos. Nunca hubo problemas por esto. Las tres comunidades vivían en perfecta armonía. Ha amanecido un día precioso. María, su hermano y su madre han ido a pasar el día a Río Martín, la maravillosa playa de arenas dulces y blancas de la costa mediterránea pegada a la desembocadura del río que da nombre a la zona. A su padre nunca le gustó el mar. Su madre disfrutaba y lograba que lo hicieran sus hijos. Nunca olvidaron aquellos días. Ni la belleza de aquella playa.

      Otro domingo. María se ha vestido con sus mejores galas. Ha puesto khôl en sus ojos, un suave colorete en sus mejillas y algo de rojo en sus labios. Es una joven preciosa, tímida en exceso y bastante introvertida. Pero amaba la vida. Le encantaba bailar, la música de la época, masticar chicle Bazooka e ir por las tardes al cine. Sobre todo, ir al cine. Hoy iban de guateque. Estaba nerviosa y contenta a la vez. Le acompañaría su amiga María Elena ... y esperaba que estuviera él. Se llamaba Purri, era futbolista y esta mañana lo había visto jugar en el Sania Ramel, campo de fútbol de Tetuán. Estaba contenta. El chico le gustaba. Y le habían dicho que los sentimientos eran compartidos. Fue su primer contacto con el despertar del sentimiento amoroso. Sentimiento único que los mayores se empeñan en despojar de su hondura llamándolo tonteo. De cualquier manera, nunca lo tuvo fácil. Su padre era muy desconfiado y su hija demasiado guapa. Así qué dispuso un marcaje en toda regla. Su hermano pequeño sería su carabina permanente. Y el niño se lo tomó en serio. Al principio Purri pensó que sería fácil deshacerse del vigilante, .- Oye, Jóse, toma dos pesetas para que vayas a comprarte un helado.-  .- ¿Que pasa?, le contestó el niño, ¿Crées que es tan fácil comprarme?.- Al pequeño también le gustaban las películas de acción. Y no pensaba fallarle a su padre.

      Otro domingo. La joven había quedado con su amiga a las puertas del Grupo Escolar España, un edificio precioso del que guardaba sentimientos encontrados. Allí pasó sus últimos años como escolar. Recuerda que se empeñaban con especial énfasis en convertirlas en amas de casa y madres amantísimas. No encontró su sitio. Su rebeldía hizo que nunca tuviera una buena relación con sus maestros, pero sólo se arrepiente de no haber aprovechado más las clases que impartía el profesor de árabe. Por aquel entonces, un absurdo complejo de superioridad hacía que los alumnos españoles despreciaran todo lo que viniera del protectorado.

Por fin llegó María Elena. Irían al Cine Monumental a ver una película de Doris Day - estaban cansadas de ver MoloKay en el cine de la Misión Católica - y después, a pasear durante largas horas en la Avenida del Generalísimo en trayectos interminables de ida y vuelta riendo, coqueteando y enviando mensajes cifrados envueltos en guiños y miradas mil veces estudiadas.

      Poco antes de que el domingo acabase, un joven marroquí que vivía en la Medina pasó por su lado y con enorme dulzura le dijo, .- ¡Qué bonitos sojos tienes!.-

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      Poco tiempo después, Marruecos obtuvo su ansiada independencia, y la joven María y toda su familia, regresaron a España.


                                  




miércoles, 14 de noviembre de 2012

Tetuán. El paraiso en la memoria. (Recuerdos.- 33)

      Salí  antes de que lo hiciera el sol. Quería llegar a la cumbre y plantar mi tienda en ella con las estrellas como única luminaria. Hacía frío, pero nada que no pudiese combatirse con un buen anorak. Un mar de nubes impedía que mis ojos pudieran ver el valle. Sólo podía mirar hacia arriba y contemplar el cielo, o hacia el infinito e intuir el mar.

      Fue fácil montar la canadiense. A pesar de los años, no había perdido habilidad. Hay cosas que nunca se olvidan. Sentí alegría. Aguardaría en su interior hasta que llegara el momento. Ya no tardaría. Pequeños ruidos nocturnos de animalillos que comenzaban a desperezarse, rompían levemente el imponente silencio de la montaña. No corría ni una pizca de aire. La oscuridad se adueñó de todo.

      Y llegó el instante... La emoción me hacía temblar. Estaba preparado. Al fondo, en la línea del horizonte, un halo de luz blanca, amarilla, anaranjada, comenzó a rodearme en un círculo perfecto. Los contornos de la isla comenzaron a definirse como si los rotularan con tinta China. Las montañas, despojadas del manto negro de la noche, parecían de acero, algunas peñascos oxidados refulgían como el bronce, bandadas de aves levantaron su vuelo anunciando el nacimiento de un nuevo día y todos los seres vivos que moraban por allí salieron de sus madrigueras para celebrar juntos la vida. Yo salgo de la tienda y me subo al risco más alto.

      Poco a poco, con la majestuosidad de quien se sabe rey del universo, allá por donde señalan que está el Este, distante y cercana a la vez, una enorme bola de fuego, a ratos amarilla, a ratos naranja, a ratos roja, comienza a emerger desde las profundidades del océano iluminándolo todo, calentándolo todo, vivificándolo todo. Insignificante y estupefacto asisto al espectáculo más maravilloso y emocionante que pueda representarse sobre la faz de la tierra. Y mientras esto ocurre, miles de voces, cientos de trompetas, violines y timbales interpretan dentro de mi el Mesías de Haendel, la Novena de Beethoven y cuantos himnos inventaron los hombres para honrar a la gloria de la creación. Y su sonido continuó expandiéndose por cañadas, desfiladeros y barrancos recordando a todas las criaturas nuestra pequeñez y nuestra grandeza.

      Y el hombre, estremecido  y con lágrimas de sal mojando su barba, se agarró a la piedra que fue su palco y permaneció en silencio largo tiempo, conmovido, pacificado.

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      Asomado al balcón de su dormitorio, con las manos sobre el pretil de teja y el sol a punto de esconderse tras el bosque cercano, un hombre dejaba que sus pensamientos le llevaran una y otra vez a aquel lugar que sabe a leche y miel, a especias y frutos secos, que huele a naranjos y flor de jazmín, a tomillo, a menta y a hierbabuena.

      Cada tarde, después de su tiempo de paseo y antes de entregarse a la lectura, se acerca a su mujer y la besa. Luego, de forma discreta e intentando no llamar la atención, se cuela furtivamente en el escenario en el que fue raptado por primera vez una mañana de verano. Y sueña con el milagro. Con la nube y la paloma. Sabe que no podrá trasladarse a aquél lugar con la memoria, porque no la tiene. Nunca vivió allí. Necesitará un viaje a través del tiempo que lo traslade de nuevo al corazón de la Medina, a la Plaza del Primo (plaza de Mulay Mahdi) y a la pastelería Del Buen Gusto, a los paseos por la calle del Generalísimo y a la verdad del barrio de Moulay Hassan. Una vez allí se convertiría en humilde espectador de la vida teniendo el máximo cuidado para no interferir en los acontecimientos del pasado. Le producía vértigo las consecuencias del posible efecto mariposa.

      Pasaron muchos días. Él esperaba. Por fin una tarde, con el sol colgado de un cielo completamente azul, con multitud de pájaros entrando y saliendo de los cipreses que plantaron cuando se construyó la casa, con el lagarto de siempre calentándose sobre las baldosas del jardín, una nube negra venida de no se sabe donde, se interpuso entre la estrella y la tierra. Y cubrió de grises la ciudad. Una paloma, con el plumaje más bello y brillante que jamás se viera, se posó en lo alto del magnolio. Le miró fijamente, como queriendo decirle algo. La reconoció al instante. Y sus ojos se llenaron de agua. Un momento después, la paloma levantó el vuelo y se marchó. Él se sumergió en la nube.

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      Caminaba erguida, con el gesto serio, aparentando una seguridad que estaba lejos de poseer pero que le servía de escudo ante posibles acercamientos o comentarios indeseados. Ya no era la niña que llevaba a su hermano de la mano y a quién  compraba aceitunas en el zoco para que guardara un secreto. Se había convertido en una jovencita preciosa que se peinaba a lo garçón  y se vestía con los modelos que descubría en el Elle llegado de París y que su madre confeccionaba para ella con tejidos más humildes. Delgada, de tez muy blanca y pelo muy negro, con una nariz judía que enriquecía sus facciones y el rictus serio de su boca, con unas orejas que nunca aceptó porque las veía grandes y en exceso separadas y, sobre todo, con unos grandes ojos verde miel que atravesaban cuando miraban. .- ¡Qué bonitos sojos tienes!.- le decía cada día el morito joven de la Medina al verla pasar.

      Ya no vivía en el humilde barrio de Moulay Hassan. No tenía pues por qué atravesar la judería para ir al colegio. Sin embargo le seguían atrayendo los aromas del pan y las aceitunas, de los pasteles de almendra y las chuparquías,  de la harira y del tajine de pescado o de cordero. Pero sobre todo, le gustaba pasear por el callejón de las especias, Un puesto y otro y otro más, decenas de negocios exhibiendo grandes sacas con sus enormes bocas abiertas rebosando y regalando aromas, hermosura y exotismo justo a la entrada de las tiendas. Canela, comino, pimienta, cúrcuma, azafrán, pimentón, semillas de anís, cilantro, nuez moscada,...y ras el hanout (mezcla de entre diez y veintiocho especias al gusto del tendero). Una explosión de colores rojos, amarillos, anaranjados y toda la gama de ocres y marrones que la naturaleza era capaz de crear, vestían de belleza el corazón de la Medina. Humildemente confieso mi falta de talento para describir la emoción que los ojos y el alma de aquella joven eran capaces de percibir en aquellos instantes.

      Trabajaba muy cerca de allí, en un negocio de importación y exportación regentado por un hebreo. Se puso a trabajar muy pronto. En casa hacía falta el dinero y la escuela le aburría soberanamente. Prefería sumergirse en la lectura de Pearl S. Buck, de Julio Verne o en los libros de la colección Historias. Y después de una primera experiencia en una farmacia de su barrio recaló allí, muy cerca de la calle de La Luneta, justo en la frontera con la ciudad moderna.

      Casi todas las tardes, al acabar su jornada laboral, se iba a ayudar a ayudar a Mª Elena, su mejor amiga en aquellos años, que estaba empleada en una tienda en la que se vendían tebeos a "dos por uno". Ejemplares absolutamente nuevos, sin mácula y con el único inconveniente de tenerlos con  algunas semanas de retraso - fruto de las devoluciones a las editoras - y con los que un comerciante avispado había montado un espléndido negocio.¡Un auténtico paraíso para una buscadora de sueños!

       Allí la descubrió un empresario catalán, dueño de la librería Escolar, que no dudó en ficharla para su negocio cuando observó la pasión con que aquella jovencita miraba y devoraba aquellos cuentos. Con el tiempo descubriría también que era una comercial de primer nivel; responsable, bonita, lista y enamorada de lo que hacía.

      María se sentía feliz. Trabajaba en un local precioso, entre los libros que siempre amó y tratando con clientes singulares que enriquecían su vida. Sólo un pero: le pagaban muy poco. Y esa fue la perdición del librero. Los comerciantes de Tetuán "olían" enseguida a un buen vendedor, y allí se conocían todos. Algún tiempo después, los dueños de la pastelería El Buen Gusto le ofrecieron trabajo y le triplicaron el sueldo. Cuando el catalán quiso reaccionar, ya era tarde. Y se quedó sin María.

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      Continuará...
























miércoles, 7 de noviembre de 2012

En el corazón de la Medina. (Recuerdos.-32)

      Abrió lentamente los ojos mientras se desperezaba sobre la cama  deshecha. Nunca durmió bien.  Por el ventanal abierto entraban la luz y los primeros sonidos de la mañana. Sobre el pretil del balcón de la terraza unos grajos chillaban y movían sus largas colas negras con desespero. Miraron hacia dentro con desconfianza y levantaron raudos el vuelo. Durante unos minutos permaneció en la cama contemplando el color de los arboles que se mecían movidos por el aire que llegaba desde la sierra. Con el cielo azul decorando su coreografía, decenas de pájaros daban la bienvenida al sol entrando y saliendo de la floresta y ejecutando piruetas imposibles en un juego febril de homenaje a la vida.

      De la planta baja llegaban aromas de café recién hecho y sonidos de una radio que no cesaba de emitir, una y otra vez, con desesperante reiteración, las noticias del primer boletín. El run run de la calle comenzaba a colarse a través de las ventanas que se abrieron de par en par en busca de aire nuevo. El vecino de enfrente llevaba a su perro al descampado de al lado, niños medio dormidos arrastraban sus pesadas mochilas hasta el bus escolar, hombres y mujeres arrancaban sus coches camino del trabajo y el abuelo, que vivía más arriba, había salido  a pasear con su sombrero panamá hundido hasta las orejas y su bastón de fresno protegiendo su frágil equilibrio.

      Una nube caprichosa se detuvo delante del sol y por un instante la mañana se vistió de grises. Aires  de misterio envolvieron la casa. Al balcón llegó una paloma con el plumaje más bello y brillante que jamás se vio. La reconoció al instante. Le miraba fijamente, con determinación, cómo si pretendiera decirle algo. Se levantó de la cama y caminó hacia ella. Al atravesar el ventanal la paloma levantó el vuelo y se marchó. El se sumergió en la nube.

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      Sentado en el escalón de la puerta de su casa, el niño escuchaba el monótono zurear de las palomas mensajeras, las historias de la radio que acompañaban a su madre mientras trabajaba en el telar y las voces de sus amigos jugando con una pelota de trapo en la calle Defensores del Alcázar. Cada cierto tiempo, las voces de Pedro Pablo Ayuso y Matilde Conesa dejaban de sonar y en su lugar se escuchaba la canción del negrito de Cola-Cao; la voz de un niño gritaba, ¡coche!, y el partido se paraba al instante apartando las porterías de piedra en un santiamén y subiéndose a la acera mientras saludaban con regocijo a los ocupantes del vehículo. Las palomas nunca dejaban de arrullar. El pequeño cavilaba.

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      Bastante lejos de allí, en una ciudad que tiene por sobrenombre la paloma blanca y que existe desde el siglo III a.C., Tetuán, "los ojos" - significado de su traducción árabe -, una niña de no más de nueve años,vecina del barrio de Muley Hassán, lleva de la mano a su hermano pequeño por entre el mágico laberinto del zoco de la Medina.

      .- Nena, por favor, nos vamos a perder y mamá se va a enfadar. Y papá... si se entera papá?.-

      .- Anda no seas tonto. Ya verás que bonito es todo esto. Te compraré unas aceitunas. Ya verás lo ricas que están,.... pero tienes que guardarme el secreto, ¿vale?.-

      .-¿Vale? Pero yo no quería, ¡eh!
.
      Cada día, camino del colegio, la niña guardaba el dinero que su madre le daba para el trole y atravesaba caminando el asombroso y seductor mercado de la Medina.Los comerciantes, casi todos musulmanes, también algún judío, miraban con curiosidad a aquella niña delgadita - española sin duda -  de tez blanca, pelo largo y negro recogido en coleta y unos grandes ojos color verde-miel que miraban con deleite y con asombro. Un jovencito marroquí estudiante de algún colegio cercano, se hacía el encontradizo cada día, la miraba con timidez y le decía de forma muy queda,.- "Qué sojos más bonitos".- La niña se ruborizaba, pero guardaba todas estas cosas en su corazón. Cuando llegaba a la altura del paraíso sacaba las monedas de su ahorro y las gastaba en aceitunas, frutos secos, chuparquías y otras delicias marroquíes.- ¿Qué te parecen niño?¿A qué están ricas?.-

       La fascinación ante aquel universo que se le ofrecía regalado y su desbordante imaginación, acabarían conformando una personalidad mágica y supersticiosa, pero también tolerante y abierta. Nunca sintió miedo en medio de aquel caos hechicero. ¿Inconsciencia? ¿Sexto sentido? ¿Ingenuidad? Quién sabe. Tal vez de mayor no lo hubiese hecho. Pero eso ahora importa poco. Lo que si es seguro, es que aquellos momentos forman parte ya del tesoro más amado de su memoria.

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      La nube desapareció al fin, el sol volvió a brillar y la casa recuperó su rostro. De nuevo llegaban hasta mí el olor del café recién hecho, los sonidos de la radio y las noticias amargas de la crisis. Lo que no acababa de entender era qué hacía yo en el balcón, descalzo y en pijama.