domingo, 18 de noviembre de 2012

Telde. Tetuán. Unidos en mi memoria. (Recuerdos.- 34)

      El agua saltaba entre las rocas, transparente y exultante, entre breves relámpagos azules. Los primeros niños en llegar se apresuraron a beber ahuecando sus manos o metiendo directamente sus cabezas en la corriente. El fuerte calor endureció la marcha, pero había merecido la pena. Aquel vergel, casi a las puertas de la ciudad, era un regalo precioso por inesperado y por bello.

      Cada verano, en cuanto regresaba de vacaciones a su pueblo, una treintena de niños llamaban a su puerta para preparar la marcha al Castillo (El barranco de los cernícalos, en Lomo Magullo). Allí estaban como siempre, Antoñillo Franco, Pepe Báez, Chano Jiménez Estupiñán, Antonio Almeida, Miguel Benítez, Pepole Estupiñán, Manolín Verona, Gustavo Cerpa, Frugoni, Chano Estupiñán, Carmelo Almeida, Javier Torres...y un montón más. Todos entre los diez y los catorce años. Todos deseando rastrear las pistas del tesoro que les llevaría finalmente a las cascadas de agua clara, a los árboles de grandes sombras, a los helechos gigantes, los palmerales y los berros. Todos deseando compartir juegos, baño y comida. Todos eufóricos, alegres, increíblemente felices.

      Caminábamos juntos, en columnas de a dos, por el arcén de la carretera. Habíamos partido desde la Plaza de San Juan. Al llegar a la pista de tierra que acabaría conduciéndonos hasta el barranco de los cernícalos, hicimos una primera parada y formamos equipos de tres o cuatro miembros cada uno que deberían comenzar a salir con un intervalo de cinco minutos. Un tiempo antes y acompañado de un par de voluntarios me adelantaría al grupo e iría sembrando el camino de señales, jeroglíficos, pistas y mensajes ocultos que los jóvenes rastreadores deberían descifrar si querían llegar con éxito al corazón del Castillo.

      Y allí estábamos. Gritos, sonrisas, saltos, carcajadas, carreras, chapuzones...¡Qué hermosa era la vida! Y todos nos dispusimos a disfrutarla.

      Se organizaron decenas de juegos, nos bañamos en la cascada, preparamos el fuego y la paella... Cuidamos con mimo el paraíso encontrado. Transcurría el verano del año 1962, 63, 64...

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      Una oscura nube que oculta el sol y llena de grises la tarde. Una paloma que me mira y que me llama. La paloma remonta el vuelo y yo me precipito en la nube.

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      Es domingo, día de fiesta para la comunidad cristiana de Tetuán. Atrás quedaron el viernes, festivo para los musulmanes y el sábado, día sagrado para los hebreos. Nunca hubo problemas por esto. Las tres comunidades vivían en perfecta armonía. Ha amanecido un día precioso. María, su hermano y su madre han ido a pasar el día a Río Martín, la maravillosa playa de arenas dulces y blancas de la costa mediterránea pegada a la desembocadura del río que da nombre a la zona. A su padre nunca le gustó el mar. Su madre disfrutaba y lograba que lo hicieran sus hijos. Nunca olvidaron aquellos días. Ni la belleza de aquella playa.

      Otro domingo. María se ha vestido con sus mejores galas. Ha puesto khôl en sus ojos, un suave colorete en sus mejillas y algo de rojo en sus labios. Es una joven preciosa, tímida en exceso y bastante introvertida. Pero amaba la vida. Le encantaba bailar, la música de la época, masticar chicle Bazooka e ir por las tardes al cine. Sobre todo, ir al cine. Hoy iban de guateque. Estaba nerviosa y contenta a la vez. Le acompañaría su amiga María Elena ... y esperaba que estuviera él. Se llamaba Purri, era futbolista y esta mañana lo había visto jugar en el Sania Ramel, campo de fútbol de Tetuán. Estaba contenta. El chico le gustaba. Y le habían dicho que los sentimientos eran compartidos. Fue su primer contacto con el despertar del sentimiento amoroso. Sentimiento único que los mayores se empeñan en despojar de su hondura llamándolo tonteo. De cualquier manera, nunca lo tuvo fácil. Su padre era muy desconfiado y su hija demasiado guapa. Así qué dispuso un marcaje en toda regla. Su hermano pequeño sería su carabina permanente. Y el niño se lo tomó en serio. Al principio Purri pensó que sería fácil deshacerse del vigilante, .- Oye, Jóse, toma dos pesetas para que vayas a comprarte un helado.-  .- ¿Que pasa?, le contestó el niño, ¿Crées que es tan fácil comprarme?.- Al pequeño también le gustaban las películas de acción. Y no pensaba fallarle a su padre.

      Otro domingo. La joven había quedado con su amiga a las puertas del Grupo Escolar España, un edificio precioso del que guardaba sentimientos encontrados. Allí pasó sus últimos años como escolar. Recuerda que se empeñaban con especial énfasis en convertirlas en amas de casa y madres amantísimas. No encontró su sitio. Su rebeldía hizo que nunca tuviera una buena relación con sus maestros, pero sólo se arrepiente de no haber aprovechado más las clases que impartía el profesor de árabe. Por aquel entonces, un absurdo complejo de superioridad hacía que los alumnos españoles despreciaran todo lo que viniera del protectorado.

Por fin llegó María Elena. Irían al Cine Monumental a ver una película de Doris Day - estaban cansadas de ver MoloKay en el cine de la Misión Católica - y después, a pasear durante largas horas en la Avenida del Generalísimo en trayectos interminables de ida y vuelta riendo, coqueteando y enviando mensajes cifrados envueltos en guiños y miradas mil veces estudiadas.

      Poco antes de que el domingo acabase, un joven marroquí que vivía en la Medina pasó por su lado y con enorme dulzura le dijo, .- ¡Qué bonitos sojos tienes!.-

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      Poco tiempo después, Marruecos obtuvo su ansiada independencia, y la joven María y toda su familia, regresaron a España.


                                  




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