sábado, 31 de diciembre de 2011

Año 1954. Nace el Instituto de Telde.(Recuerdos.- 20)

      Era un día luminoso del mes de febrero del año 1996. Pintadas sobre el cielo azul, unas nubes blancas de algodón se desplazan mansamente empujadas por una brisa suave que acaricia al mismo tiempo los cuerpos desnudos de los bañistas, los toldos desplegados de la avenida y los rostros relajados o clandestinos de paseantes y mirones.

      Le gustaba caminar junto al mar. Y soñar. Le gustaba dejarse mecer por el sonido de las olas cuando besan la arena, y perderse tras los los guijarros que las persiguen en su veloz retirada. Le gustaba mirar al infinito, y sumergirse, y perderse y olvidarse. Le gustaba preguntarse por qué existe el día y existe la noche, por qué vivimos y por qué morimos, por qué amamos y por qué, también a veces, odiamos. Y soñar.

      Había regresado a la isla para descansar, para recuperar olores, paisajes, recuerdos. Para abandonarse al dulce placer del paraíso recobrado y para reencontrarse con las claves que deberían terminar explicando al hombre que hoy es.

      En esas ensoñaciones estaba, cuando se percató de la presencia de una figura frágil y algo encorvada que avanzaba con pasos trémulos y sensación de desamparo por la avenida que une Melenara con Taliarte. El sol que cegaba sus ojos le impedía confirmar el pálpito del primer instante. ¿Sería él?

      En cuanto llegó a su altura lo confirmó; la misma tez blanca, los mismos ojos claros, huidizos y algo melancólicos, la misma prestancia de humilde distinción. Sí, era Don Virgilio, Don Virgilio Díez Puebla, su viejo y querido profesor de Gramática. Habían pasado casi cuarenta años.

      Se acercó hasta él. Le miró a los ojos con ternura y con todo el afecto del mundo, se presentó y le habló. Transcurrido un tiempo que no fue más allá de dos minutos. El viejo profesor y su antiguo alumno se despidieron con un abrazo largo y emocionado. En la mirada del anciano, brillos de nostalgia y chiribitas de esperanza. En la de su discípulo, miríadas de postales en blanco y negro, desfile bullicioso de chicos en pantalón corto y un montón de profesores de aquí y de muy lejos. Una pequeña parcela de su cerebro estaba reviviendo entre temblores, uno de los momentos más trascendentes en la historia de su ciudad. Había nacido el Instituto Laboral de Telde. Otoño del año 1954. Desde aquel instante, la fuente del conocimiento dejaría de ser  patrimonio exclusivo de los ricos.

      Se sentó en un banco al borde mismo de la arena. Frente a él, el mar. Sólo el mar. Cerró los ojos y se dejó invadir por los recuerdos.

      El niño salió de su casa. Iba solo. Un poco asustado, tal vez. Pero era mayor para necesitar compañía: había cumplido ya los diez años. Desgraciadamente, tampoco conocía a otros chicos que fueran a iniciar su misma aventura. Todo sería nuevo. Le apenaba dejar su "Castillo", alejarse, quizás para siempre, de los "Confines de su Bosque Encantado", de las "Praderas Infinitas" y de la compañía de los "Nobles Caballeros". A partir de hoy, su mundo mágico iba a ser reemplazado por otro que prometía el conocimiento y la sabiduría. Aún no sabía si iba a ganar o perder, pero ya había iniciado el camino.

      En los días previos, su madre y su hermana se afanaron en prepararle la ropa más bonita arreglando con mimo la que le había quedado pequeña a su hermano mayor.
Era el primer día. Salió de su casa algo nervioso, pero expectante, lleno de curiosidad.
El camino era largo. El Instituto estaba situado junto al parque de León y Joven, al final del barrio de San Gregorio. Era una sede provisional. Pasado un año les trasladarían junto a los Picachos, muy cerca del mercado donde, también de manera transitoria ocuparían un edificio destinado a la enseñanza primaria. No recuerdo si allí permanecieron uno o dos cursos. Finalmente se trasladaron al que sería su hogar definitivo, el edificio ubicado en la calle José Arencibia Gil.

      Perdido entre un montón de chicos a los que no había visto jamás, repartiendo sonrisas nerviosas y en medio de un mar de murmullos y apresuradas presentaciones, aguardaba, entre inquieto y expectante, la aparición del Director.

      Y allí estaba. Serio, investido de una autoridad que no parecía heredada del cargo, solemne, como el general que se dirige a sus tropas antes de la batalla definitiva. Y se hizo el silencio. Todas las miradas se clavaron en él. Hablaba a los chicos y también a los profesores, al personal administrativo y a las autoridades presentes imbuido en la convicción de estar asistiendo al nacimiento del proyecto más importante de la ciudad en el último siglo. La personalidad arrolladora, incuestionable, respetada, de Don Juan Pulido Castro, marcaría para siempre las señas de identidad del Instituto de Telde. Y la ciudad se identificó con su nuevo Liceo. Y lo amó. Y se sintió orgullosa.

      Pasaron los años. Y una generación sucedió a otra. Y profesores nuevos ocuparon el magisterio que otros impartieron antes. Y la vida continuó. Pero el niño, ya mayor, bastante mayor, sigue recordando con nostalgia, con afecto y sobre todo, con infinito agradecimiento los instantes vividos, las confidencias y los miedos, el temor a los exámenes y el placer del balónmano, el valor de los amigos y la fortuna de unos buenos profesores.

       Y en el rincón más soleado de su memoria se encontró con algunos de los compañeros que comenzaron y acabaron juntos aquella aventura: José María Alfonso Peña, Antonio y Felipe de la Coba, José Frugoni, Alvaro Betancor, José Brito, Salvador Hernández Rocha, Hernández Liria... Y muy cerca, compartiendo risas y cariños, un puñado de maestros regalándose felicitaciones y abrazos y lanzando a los chicos guiños cómplices, tras el éxito de la aventura compartida. Allí estaban D.Juan Pulido Castro, D.José Frugoni Pérez, D.José Arencibia Gil, Dña.Gloria Lou Herrera, D. Virgilio Díez Puebla, Dña.Angelines Fernández Marco, D.Melanio Alfageme Julve, D. Adolfo Cutillas Lugo, D.Gilberto Monzón Mayor, D.Juan Marrero Rocha, D.Héctor Rúa Figueroa...

      Faltan unas pocas horas para que el 2011 nos deje. Y llegará otro año. Y la vida seguirá. Pero él nunca olvidará sus nombres. Y gozará con ellos y les mirará a los ojos y reirá y llorará... Ojalá, donde quiera que se encuentren alguien les susurre al oído lo importante que fueron para él y lo mucho que les amó.

domingo, 25 de diciembre de 2011

Pesadilla.

      Ocupaba la mesa de siempre, la que venía utilizando desde que hace aproximadamente cuatro años y tres meses se vino a vivir al barrio. Los camareros y los clientes habituales respetaban aquel rincón de la cafetería como el espacio reservado a Don Ricardo. Alejado de la puerta de entrada, pero de cara a ella y de espaldas a la pared, disfrutaba de una inmejorable panorámica del establecimiento y de una discreta intimidad.

       Era una persona de porte distinguido, pero no rancio ni anticuado. Vestía ropas caras, aunque algo gastadas por un uso que podría considerarse excesivo. Por supuesto, siempre llevaba corbata. Rondaría los sesenta. Se conservaba bien. Alto, bien afeitado, con una espléndida cabellera salpicada de grises y oliendo a un aftershave que recordaba a otras épocas pero que, según decían, volvía a estar de moda. Educado, más que afable, discreto y poco hablador, jamás participaba en las conversaciones espontáneas y desenfadadas que eran el pan y la sal de los parroquianos habituales. Podría decirse que procuraba guardar una cierta distancia.

      Desde que entró por primera vez en "La Encrucijada" supo que había encontrado su abrigo, su vientre materno, su guarida. No era tan grande como para perderse, ni tan pequeña como para hacerle perder señorío. Con mesas de mármol y hierro forjado, con camareros veteranos que casi nacieron allí, con una clientela variopinta tirando a bohemia y con una compensada mezcla de jóvenes y gente madura, aquel templo laico se convirtió de repente en su paraíso perdido, su añorado Shangri-La.

      Aunque todos respetaban la intimidad de su soledad buscada, su momento para el repaso crítico de la prensa diaria, su lectura ensimismada de la última novedad literaria o la escritura improvisada sobre una servilleta o en los márgenes de un libro, los clientes más atrevidos, con mayor frecuencia de la que él hubiese deseado, "¿nos permite, don Ricardo?", formaban corro alrededor de su mesa y promovían pequeñas tertulias que él acababa aceptando educadamente.

      Hoy, por fortuna, estaba como quería; solo.

          - ¿Lo de siempre don Ricardo?
          - Lo de siempre Manolo, pero no me tuestes demasiado el croissant. Y la naranja que no esté muy fría. Gracias.

      Mientras aguardaba el desayuno, escudriñaba con indisimulado interés la llegada al local de unos clientes que hasta hoy no habían sido tales, pero que le sonaban de algo, de otros lugares, de otros momentos.

          - Aquí tiene su naranja, su croissant y su café con leche muy caliente. Que aproveche, Don Ricardo.
          - Muchas gracias. Cuando puedas me alcanzas El País, quiero saber con qué me van a torturar hoy.

      Mientras saboreaba el exquisito croissant, su cerebro no dejaba de procesar la información que le enviaban sus ojos. ¿Dónde había visto antes a aquellos hombres? ¿Por qué le generaban aquella molesta zozobra? ¿Por qué estaban aquí?
No quería que le viesen. Aún no. Necesitaba saber más. Afortunadamente la cafetería estaba llena y desde su mesa y con la ayuda de las páginas desplegadas del periódico, podía seguir observando y protegiéndose a la vez.

      Eran dos hombres de edad madura, entre cuarenta y cincuenta años. Vestían ropa informal pero clásica, no pretendían pasar por jóvenes pero ofrecían un aspecto cuidado y deportivo. Uno era muy alto, alrededor de uno noventa y llevaba la cabeza  rapada. El otro, que era quien parecía portar la iniciativa, era fuerte, de estatura media y con el pelo cortado a cepillo. Procuraban no llamar la atención. Se contentaban con mirar discretamente por entre las mesas y conversar de forma, aparentemente distendida con Jesús, el camarero que atendía la barra. Parecía gente decidida, de la que no necesita preguntarse por qué hace las cosas. Las hace, simplemente. Al cabo de unos veinte minutos, pagaron la cuenta, se despidieron cortésmente de Jesús y abandonaron "la Encrucijada".

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      Estaba cansada. En unas horas acabaría su jornada de trabajo, volvería a casa y podría relajarse en el sofá, en su rincón favorito. El otro, el de la izquierda, hacía tiempo que no lo ocupaba nadie. Exactamente, cuatro años, tres meses y dos días.

      No parecía tener más de cincuenta años, aunque sus ojos hablaran de cientos de vidas. Era una mujer muy bella, con unos labios dibujados con mimo, siempre pintados de rojo, de nariz helénica y frente despejada, con un pelo negro azabache cortado a lo garçon y una mirada, a veces verde como algunos mares y otras color miel como algunos campos en época de siega. Vestía de forma sencilla pero con un gusto que revelaba una nobleza no aprendida en las clases de urbanismo.

      Le conoció una noche de luna llena y cielo completamente despejado. Era invierno y helaba. Acababan de asistir a un concierto de jazz en el Johnny y ahora se encontraban en la parada de la EMT, solos y ateridos de frío. Como el autobús tardaba en llegar, el ocasional acompañante tomó un taxi y ofreció acercarle hasta su casa. Tras las habituales muestras de hipocresía de los primeros momentos, acabó accediendo agradecida y aunque evitó mostrarlo, profundamente encantada.

      Compartieron la vida juntos. Exactamente cinco años y veintiún días. Fue un tiempo luminoso, lleno de instantes de dulce deleite y promesas de un futuro cargado de sueños.

      Sabía muy poco de él... ¿qué hacía? ¿de dónde venía? ¿por qué estaba en Madrid? Nunca le presionó. Presentía que era portador de algún misterio, pero temía romper la magia de su paraíso si forzaba el fortín de su secreto. No importó. Le bastaba con exprimir el presente viviendo en plenitud cada instante. Las horas que pasaban juntos las saboreaban viendo cine, asistiendo a conciertos, leyendo en el sofá o preparando en la cocina una nueva receta que ella había descubierto. Gozaban del sexo como dos adolescentes pero sin las urgencias y las pasiones desbocadas de aquellos turbulentos años.

      Así transcurría su vida hasta que un mal día, él desapareció. No hubo explicación, ni despedida. Ni siquiera recogió su ropa, ni sus libros... nada. Buscó por todos los sitios que frecuentaron, llamó a hospitales, a la policía... Y esperó. Y esperó. Y aún hoy sigue esperando. Sentada en el sofá. En su rincón favorito. Mientras dirige miradas cargadas de ternura al rincón vacío de su izquierda.

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      Abandonó "La Encrucijada" más tarde de lo habitual. Como si quisiera poner distancia entre aquellos hombres y él. Como por ensalmo, una temible sombra de preocupación venía a cubrir de oscuridades la amabilidad de su vida presente. Debía asegurarse, pero su olfato le decía que eran ellos de nuevo. Una vez más. Y ya van... No había cumplido aún los treinta años cuando comenzó la pesadilla. Desde entonces, y ya han pasado otros treinta, tuvo que cambiar de ciudad, de país y hasta de continente. Unas veces se llamó Leandro, otras Luis, Julián, José y ahora Ricardo.

       Casi siempre vivió solo. La única vez que sucumbió al amor y compartió sus días con una mujer, pudo exprimir hasta el éxtasis todas las dulzuras que reserva la vida, pero al mismo tiempo, abrió las compuertas al periodo más doloroso de su existencia. Se comportó como un egoísta insensato. Sabía lo que podía suceder, pero cedió. Cedió a sus instintos, a sus sentimientos, a su irrenunciable anhelo de felicidad. Pero conocía todos los riesgos. Y sabía que no podría explicarle nada, ni antes, ni después, ni nunca. Y puso en peligro su vida. Y tuvo que dejarla. Sin previo aviso. Sin dejar rastros que pudieran ponerla en peligro, como ladrón en la noche. Y le rompió el corazón. Y él se ahogó en la culpa y la amargura.

      Caminaba deprisa, con todos los sentidos en alerta máxima. Escrutando cada rostro, adelantándose a cada esquina, con los oídos enviándole sonidos imperceptibles para cualquier otro, con su cerebro procesando información a la velocidad de la luz. Estaba preparado para hacerlo. Lo estuvo desde muy joven. Le adiestraron bien. Le iba la vida en ello.

      Le captaron en la Sorbona durante su primer año de estancia en la capital francesa. Había accedido a ella por intermediación de la Complutense de Madrid con quien la Universidad Gala tenía convenios de colaboración. Estudiaba el
último curso de Ciencias Políticas. Su historial académico le abría todas las puertas. La capacidad para generar empatía, su excelente dominio del ingles, del francés, sus coqueteos con la lengua y la cultura árabes, sus sobresalientes aptitudes deportivas, su contrastada inteligencia racional y sobre todo, su idealismo adolescente, le convertían en un apetecible mirlo blanco para cualquier "halcón" a la expectativa.

      Y lo atraparon.

      Lo que ocurrió en los nueve años que siguieron pertenece en exclusiva a la intimidad de Don Leandro, Don Luís, Don Julián, Don José, Don Ricardo, ... No se lo contó a María, su dulce María y no me lo quiso contar a mí. Sólo supe que su acción causó enormes sufrimientos. Que el mundo y el tiempo que él habitó se tornó oscuro y cruel, que sus sueños juveniles saltaron por los aires hechos pedazos.

      Hasta que un buen día, una luz potente como el sol del mediodía "le tiró del caballo"...

      Y huyó. Y sabía que no podía hacerlo. Y escapó del horror que él mismo causó, aunque comprendía que jamás iba a lograrlo. Y desertó de las consignas y la locura, a sabiendas de que jamás se lo iban a permitir... pero lo hizo. Y volvió a sentirse un hombre.

      Ya estaba llegando a su apartamento. Casi sin darse cuenta se había ido tranquilizando. Tal vez su imaginación estresada producía efectos paranoicos. La calle estaba preciosa. Gente que iba y que venía, mamás con niños de la mano regresando del colegio, un guardia municipal dirigiendo el tráfico en el cruce. Y el cielo azul, completamente azul. Sí, parecía que todo había sido una falsa alarma.

      Subió andando las dos plantas que conducían a su casa. Odiaba los ascensores. El edificio, recién rehabilitado, estaba situado en el casco antiguo de la ciudad. Alguna cafetería y un par de tiendas de ultramarinos con muchos años de servicio, dotaban al barrio de una cierta cercanía. Abrió la puerta blindada, encendió la luz del salón y se dejo caer, como siempre, en el lado izquierdo del sofá. Cogió el mando del televisor y apret... el corazón le dio un vuelco. La impotencia y la rabia estaban a punto de romperlo. No podía ser. Eso no. Por favor Dios mío, eso no. Malditos. Malditos sean.

      Pegada en la pantalla de cuarenta y dos pulgadas del televisor de plasma, una fotografía gigante de María, su dulce María. Y cruzando su imagen, una frase escrita con rotulador rojo  "Verdaderamente era una mujer muy bella. Lástima."

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      Diciembre del año 2011. Carabanchel. Madrid.

          - Julián, Julián..., ya es hora, despierta por favor, el autobús de la fábrica está al caer. No te olvides del "táper"; lo tienes sobre la mesa.
          - Ya voy, ya voy...
          - Me tengo que ir, se me hace tarde. Tengo que llevar los niños al cole.
          - Joder, vaya nochecita... perdona cariño, enseguida me levanto.
          - Estás sudando. ¿Han vuelto las pesadillas? Parecías asustado. Como si huyeras de algo... o de alguien... tienes que ir al médico, me tienes preocupada.
          - No es nada. Las tonterías de siempre. Sueños de grandeza. Alguna frustración sin resolver.Tengo que ver menos películas. Ya estoy bien. No te preocupes. Te quiero.
          - Yo también te quiero.

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      Como cada mañana, Paquita lleva de la mano a sus niños al colegio. Es una mujer hermosa. Sus grandes ojos verdes iluminan cuanto tocan. Se siente feliz. Por el camino, dos hombres, uno muy alto, con la cabeza rapada y otro fuerte y con el pelo cortado a cepillo, le ceden el paso y le saludan amablemente. Ella les sonríe agradecida. "El mundo - dice para sí -  es bastante mejor de lo que parece".

 Mientras se aleja con sus hijos, los dos hombres giran sus cabezas hacia atrás y la observan fríamente. Se miran entre sí y confirman con un guiño cómplice.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Miedo.

      Caminaba de forma apresurada, inquieta, como si desease alejarse de allí rápidamente, mirando de soslayo, pero sin atreverse a volver la vista atrás. Había salido muy tarde del trabajo. La verdad es que se estaba convirtiendo en una costumbre indeseable, pero apenas podía hacer nada. Su pareja llevaba más de seis meses en el paro y su sueldo miserable apenas les permitía llegar a fin de mes. Tendría que seguir tragando.

      Era de noche y un viento gélido azotaba árboles, farolas y semáforos. La calle estaba desierta. Apenas pasaban coches. Los autobuses municipales estaban ya en las cocheras y pensar en el metro a aquellas horas y en un día como este... ¿Dónde demonios estaban los taxis? Aunque tuviese que ayunar lo que quedara de semana bendeciría al primero que apareciese. Pero nada, los muy cabrones estarían todos por las zonas de las discotecas, o por la Gran Vía, esperando la salida de los musicales o a turistas despistados que aún soñaban encontrarse con la movida madrileña.

      Ya no pasaban coches. Sólo se escuchaban sus pisadas y el quejido del aire al chocar con paredes y puertas, metales y ramas. Los edificios estaban cerrados a cal y canto. Las luces que escapaban tras los visillos le hablaban de la existencia de gente. Pero esa gente, intuía, también estaba sola, aislada en su búnquer dorado. Y no, no esperaba que acudieran en su auxilio si la noche se torcía para ella. No le gustaba aquel barrio construido para pijos y aspirantes a serlo, pero la agencia de publicidad en la que trabajaba había elegido el lugar para proclamar ante el mundo - sus muy pijos clientes - que ellos estaban a la altura. Era un barrio sin alma, triste, impersonal. Los pocos bares que había, cerraban poco antes de que los relojes marcaran las diez, y un barrio en el que, en una noche como esta, uno no pudiera refugiarse, solazarse y calentarse, en el interior de un bar, no debiera figurar en los mapas de la ciudad.

      Mientras caminaba maldecía al hijo puta de su jefe, a la ley de relaciones laborales y al maldito día en que soñó con ser publicista. Para colmo, cuando las amigas, las de toda la vida y las nuevas incorporaciones, sacaban a colación el infame tema del trabajo y quedaban embobadas con la muy fashion profesión de la interfecta, ella, más imbécil que un pavo real en día de apareamiento, callaba y presumía. Y aquí estaba ahora, sus amigas disfrutando de la noche del viernes en el viejo restaurante de Casa Víctor en la Cava Baja, y ella corriendo más que andando, asustada y muerta de frío sin poder comunicarse, porque al viejo móvil le había dado por morirse en aquella noche miserable.

      Al frío y al viento parece que quería unirse una desabrida llovizna que no tardaría en convertirse en nieve y más tarde en barro o peligroso hielo. "Y yo con estos zapatos"- parecía murmurar entre quejidos - elegantes para una fiesta, pero criminales para caminar por estas calles, en esta noche de perros y con la percepción, cada vez más palpable, de que tendría que echar a correr de un instante a otro. Maldijo la hora en que abandonó sus dulces bailarinas para subirse encima de esta burda imitación de "manolos", pero ya era tarde para lamentarse por cosas que no tenían remedio.

      El ruido sordo que emitían sus tacones al percutir sobre la acera acentuaba su sensación de soledad y desamparo. La maldita calle no se acababa nunca, tras una manzana venía la siguiente y así, ciento y la madre. La Cruz de los Caídos aún estaba lejos. Cada vez que atravesaba un portal, el corazón se le disparaba a mil revoluciones. Temía que, tras las sombras, un tipo asqueroso y sádico la estuviese esperando. Eran demasiados portales y demasiadas aceleraciones para su pobre corazón. Como si no tuviera suficiente con soportar la esclavitud de un trabajo perverso, la tristeza de una casa que se le caía encima aplastándola inmisericorde con tareas sin fin y en la que sólo se escuchaba el sonido de la tele en el que se sumergía su marido una hora tras otra, o el montón de preguntas sin respuestas que atormentaban su alma desde que su mente había decidido aborrecer los cuentos.

      Su cabeza era un torbellino de ideas y recuerdos. Historias que deberían acontecer y sensaciones ya vividas se mezclaban como un totum revolutum en un cerebro que trabajaba a toda máquina. No se le iba de la cabeza la ropa que esta mañana había dejado tendida en la azotea, "mira que soy masoquista, coño, seguro que mi contrario no habrá tenido tiempo, entre partido y partido, de darse una vueltecita por el tendedero". Y mañana, una vez más, a soportar los desaires y la estulticia de un cliente que se venía arriba cuando trataba con una mujer, y más aún si ésta era atractiva, joven y suficientemente preparada. "¡Cabrón impotente!"  Las humillaciones que tenía que tragar se agudizaban por la insensibilidad de Gerardo, su jefe directo en la agencia, a quien sólo le interesaba facturar y le importaban tres pepinos sus cuitas y "esa idiotez de la conciliación familiar".

      Llevaba caminando unos veinte minutos. Esperaba que al llegar a la confluencia con Alcalá le fuese más fácil encontrar un taxi. Pero aún faltaba tiempo para eso.

      Este trozo de calle estaba mucho más oscuro. No sé si había sido decisión del Ayuntamiento para intentar ahorrar en seguridad ciudadana los costes de su despilfarro faraónico en Palacios y otras lindeces, o se debía simplemente al abandono de la poda de unos arboles que, poco a poco, se habían hecho dueños de la mitad de las farolas de aquella zona. Sea como fuere, la negritud se adueñó del lugar y su miedo se intensificó.

      De repente le pareció escuchar, por los intersticios que dejaba el sonido del viento, el ruido de unos pasos que se acercaban por su espalda. Aún parecían lejanos pero cada instante que pasaba los percibía más cerca. Un pánico cerval comenzó a invadirla. Ya no escuchaba el viento, ni percibía la fina nieve cayendo sobre su cabeza, ni le importaban los soportales que iba encontrando a su paso. Sólo escuchaba el sonido seco y violento de sus tacones al chocar contra las baldosas mojadas y las sigilosas pisadas, cada vez más aceleradas, que se acercaban hasta ella. Maldita suerte la suya. Si hubiera hecho caso a su madre cuando le insistió en que preparara oposiciones a funcionaria de correos... tal vez sus presentaciones ante los amigos fueran menos glamurosas, pero ahora podría estar en la Cava Baja comiendo, bebiendo y echándonse unas risas y, lo que es más importante, estaría lejos de esta jodida y estresante profesión, del impresentable de su jefe y de imbéciles clientes homófobos con doscientos masters y mucha prepotencia.

      Pero no, estaba allí, en la jodida calle de Arturo Soria, helada de frío, empapada hasta los tuétanos, en una noche cerrada y a punto de ser violada, robada, ultrajada, apaleada.

      Ya podía sentir el aliento asqueroso sobre su nuca. Todo se había acabado. ¡Mierda de vida!

      En el último instante, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, haciendo uso de una determinación que no creía poseer, sin atreverse aún a volver la vista atrás, cogió el bolso por la correa y girándose como un rayo hacia su izquierda, lo estampó con todas sus fuerzas contra la cabeza del pobre señor que practicaba footing como todos los días a la misma hora, por las tranquilas calles de su barrio.

domingo, 11 de diciembre de 2011

La Pubertad, el Carnaval y la Plaza de San Juan. (Recuerdos.-19)

          ...Más tarde, cuando la pubertad se enseñoreó de su vida, el Castillo amenazó ruina, los indios fueron expulsados de las praderas y el Bosque Encantado de Merlín desapareció tras un voraz incendio de exclusión y de tristeza.

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      Las campanas de la Iglesia llamaban a misa. Del Casino salían sonidos de foxtrot, guaracha y son cubano. En la Plaza, los niños jugaban a "calambre" y las niñas enviaban mensajes de amor mientras saltaban a "la comba".

      En su banco de siempre, lo más alejado del bullicio que podía, ensimismado y solitario, un muchacho muy joven rumiaba sus contradicciones. Había comenzado el difícil tránsito de la niñez a la edad adulta. Y no iba ha hacerlo sin dolor. Atrás quedaron sus viajes en el tiempo, sus partidas de caza con Gerónimo y algunos de sus fieles apaches, sus aventuras en los Mares del Sur peleando contra Piratas y Corsarios, su estancia en Camelot recibiendo del propio Rey Arturo la orden de Caballero, o sus maravillosas andanzas junto a Robin de Loxsley en el bosque encantado de Sherwood.

      Un sin fin de sensaciones nuevas, esta vez reales, habían asaltado con violencia su vida. Toda su vida. Estados de euforia y depresión, sentimientos de pecado y arrebatos de espiritualidad incontenibles. Las seguridades y las certezas habían dado paso a los miedos y las dudas. El desconcierto y la necesidad de autoafirmación le empujaban con bastante frecuencia a la soledad como refugio. Y acompañando a todo esto, el despertar de la sexualidad en un clima atávico de culpa vergonzante, el nacimiento del amor y el maravilloso descubrimiento de la amistad. Se estaba produciendo en aquel ser desorientado y frágil, la conformación de su personalidad.

      Acaso sea la adolescencia la etapa más asombrosa de nuestra vida. Es posible que jamás volvamos a experimentar sentimientos amorosos tan limpios y generosos. Y quién sabe, tal vez nunca volvamos a plantearnos los grandes interrogantes de la existencia con la honestidad, la sinceridad y la libertad con la que lo hicimos en aquellos convulsos años de aprendizaje.

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      No lejos de allí, junto a la casa que un día fuera el bar de Estupiñán, como si quisiera evocar los días en que leía el periódico junto a una taza de café cargado mientras se solazaba admirando Iglesia, Plaza y Ayuntamiento, el visitante hizo clic y viajó por los laberintos luminosos de su mente. En un instante contemplaba conmovido escenas que sucedieron cincuenta y tantos años atrás y que ahora se presentaban ante él acariciándolas con la emoción del voyeur que se observa a sí mismo.

      Ante los ojos de su memoria, el escenario que tenía enfrente semejaba un zoco árabe o una plaza medieval en día de mercado. La animación y el trasiego que bullían en el casco histórico aquella tarde de Febrero de 1959, eran la evocación festiva de un tiempo pasado que nunca quiso irse.

      En la parada de taxis que estaba situada en la calle que separaba la alameda de la Plaza de San Juan, Fernandito Ojeda aguardaba junto a su reluciente Austin negro la llegada de algún cliente. Esta jornada se presumía de mucho trabajo. Era sábado de carnaval.

      Del interior del templo comenzaron a salir los fieles que habían acudido a misa. Vestían ropa de domingo y olían a limpio. Como sin querer, se iban apiñando en pequeños grupos mientras sostenían lo que parecían ser, conversaciones con contenido. Desde la distancia me era difícil saber de qué hablaban. Posiblemente comentarían el sermón del nuevo cura recién llegado de Agüimes de quien se decía poseía una cabeza privilegiada y una integridad moral muy de agradecer en aquellos tiempos difíciles, o tal vez - y esto lo deduzco por alguna mirada furtiva - estarían pensando en las vidas perdidas de centenares de personas que, disfrazados -"¿me conoces mascarita?" - entraban sin cesar por la puerta del Casino.

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      El visitante asistía perplejo a la representación, mientras hacía ímprobos esfuerzos para no juzgar con excesiva severidad lo que había acontecido tantos años antes. Sea como fuere, era consciente de que la intolerancia moral de aquella época causó insoportables sufrimientos y generó un maniqueísmo insufrible en la vida de la gente. Resultaba penoso comprobar el anacronismo y la inútil crueldad con que se anatematizaban los comportamientos que tenían que ver con la sensualidad o con el disfrute de la libertad. El baile, el carnaval y el propio Casino se presentaban como causa de pecado, y por ende, debían ser combatidos. ¡Qué disparate!

      Pero dejemos al visitante y sus reflexiones y volvamos una vez más a la película que proyectaba su memoria en aquella tarde-noche del sábado de carnaval del año 1959.

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      La Plaza de San Juan era un hervidero de gente. Niños que exprimían el último aliento de sus juguetes de reyes; pelotas que iban y venían por entre las piernas de grupos que conversaban o viandantes que pasaban camino del Casino; adolescentes sentados en el banco del rincón ocultando como podían su acné vergonzante y luciendo con aparente despreocupación el último modelo de peinado traído por los grupos de rock del momento. No lejos de allí, un grupo de niñas reían sin parar y lanzaban inocentes guiños cómplices a los desconcertados chavales. Ocupando los bancos centrales, personas mayores, matrimonios o simplemente viejos amigos, disfrutaban viendo la vida pasar con infinita curiosidad y comparando lo que veían con el tesoro de sus recuerdos. Muy cerca del Ayuntamiento, junto a la escalinata que conducía al Casino, Miguel, Agustín, Onofre y otros amigos de "la placetilla" exprimían los instantes finales de una conversación intrascendente antes de sumergirse en el baile de disfraces y en los sonidos de Jazz y de blues que empezaban a escaparse a través de la puerta que se abría y cerraba continuamente.

      El muchacho solitario ya no estaba solo. Dieguito Talavera, Ramón Álvarez, Inma Castro, Antonio Kubala y él mismo, mantenían entre risas y alegría indisimulada lo que, en la distancia, parecía un hermoso encuentro entre amigos. Por un instante, las grandes interrogantes se olvidaron y dio rienda suelta a sus ganas de vivir.

      Desde la Alameda seguían incorporándose a la Plaza nuevos grupos de hombres mujeres y niños, deseosos de compartir la alegría de la fiesta pagana una vez cumplidas sus obligaciones religiosas. Y así, durante toda la noche, continuó fluyendo la vida en aquel mes de febrero del año 1959.

                                                        ...................

       El visitante despegó la espalda de la pared que le había servido de sostén, echó una última mirada a la Iglesia cerrada, al Casino mudo, a la Plaza vacía y tomando un taxi blanco que venía de San Gregorio, rogó al chofer que le acercara hasta su hotel.

domingo, 4 de diciembre de 2011

La Montañeta. Un mundo mágico. (Recuerdos.-18)

      Primavera del año 2011. Algunas nubes altas, blancas y transparentes, ponían un toque naif a un cielo arrebatadoramente azul. Una luz hermosa y cálida iluminaba "el interior del Castillo". El suelo, tejido de piedras brillantes e irregulares traídas de alguna playa cercana, reflejaban el sol del mediodía y calentaban "el Puente Levadizo", "el Poblado Comanche" y "el Bosque Encantado de Merlín y los Caballeros de la Tabla Redonda".

      Hacía más de cincuenta años que no pisaba aquel lugar. Con cierta frecuencia regresaba a su pueblo pero hasta hoy nunca se había atrevido a recorrer el paisaje de su niñez, el rincón escondido y clandestino del casco histórico de San Juan, un barrio rico venido a menos.

      Caminaba despacio, sintiendo cada pisada, olfateando olores, grabando en la retina los colores gastados de paredes y puertas. Todo estaba en silencio. Nadie transitaba por sus calles, por el empedrado de sus tres pequeñísimas calles. Mientras permaneció allí, no se abrió ninguna puerta, no escuchó ninguna risa, ningún lamento, ninguna conversación. El tiempo parecía haberse detenido. Todo estaba como recordaba, pero... más pequeño, infinitamente más pequeño. Y sin embargo, allí vivía gente, otras gentes. Y seguro que también morarían niños, y soñarían, pero ... ¿qué soñarían?

      No recuerda el tiempo que permaneció aquella mañana en la Montañeta -  así se llama "el Castillo", "el Poblado Comanche" "el Bosque Encantado de Merlín" -  pero si hubiese querido, no le hubiese costado más de tres minutos recorrer los tres pequeños callejones que conformaban su bastión. Ramal, Montañeta y Unión eran los nombres de las travesías de aquella isla singular y anacrónica. Ramal y Unión nacían en la calle Defensores del Alcázar, y subían no más de cuarenta metros hasta la cima de una ínfima planicie en la que terminaban encontrándose con la tercera vía que daba nombre al conjunto, la Montañeta. Esta última ascendía por un espacio similar a las anteriores partiendo desde la calle de León y Castillo.

       Aquel espacio fue su mundo. Casi todo su mundo. Al principio, mientras conservó la inocencia que hace luminosa la vida, "las Almenas de su Castillo", "las praderas holladas por centenares de búfalos" y "los Bosques de Sherwood donde moraba Robín Hood", fueron sus sueños y la fuente de su felicidad infantil. Más tarde, cuando la pubertad se enseñoreó de su vida, el Castillo amenazó ruina, los indios fueron expulsados de las praderas y el Bosque Encantado de Merlín desapareció tras un voraz incendio de exclusión y de tristeza.

      Recostado en la pared, con la mirada perdida en la pequeña puerta verde del número 3, de la calle Unión, el visitante sintió de improviso que su mente le transportaba en un rapto consentido y tal vez buscado, a un tiempo oscuro e incierto, a un país roto y desangrado, a una realidad familiar de honda pobreza y extrema dignidad.

      Allí estaba el niño, ocho años, quizás nueve. Sentado en el suelo, junto al dintel de la pesada puerta que comunicaba la habitación de sus padres con el patio interior, aprovechando la luz que se colaba por la pequeña rendija que había dejado abierta, se sumergía absorto en la lectura de un manoseado cómic de hazañas bélicas. Junto a la única ventana de la casa, situada en la misma estancia que ahora ocupaba el niño, su madre trabajaba en silencio en el telar. Sentado en el borde de la cama, su padre se afanaba en lustrar sus viejos zapatos hasta dejarlos brillantes como un espejo. En un instante debería estar en la puerta del Cinema Telde donde comenzaría el segundo de sus tres trabajos diarios. El niño parece que ha terminado su lectura. Su padre y él se miran y sonríen. En silencio, vuelven sus ojos hacia la mujer del telar y le regalan un guiño de ternura y profundo agradecimiento.

      Adosado al patio, un pequeño cuarto hacía las veces de comedor y de dormitorio de su única hermana. Era la princesa de la casa. Bonita, trabajadora, estudiosa, responsable. Acababa de terminar la carrera de magisterio. Tarareando muy quedamente música de zarzuela se afanaba por planchar con una plancha de hierro y carbón la ropa recién retirada del tendedero.

      Ocupando gran parte de lo que un día fue un patio digno de ese nombre, una construcción de madera ofrecía cama y refugio al niño y a sus dos hermanos mayores. Trabajaban desde muy jóvenes, pero eran muy buenos en sus oficios. Su padre se ocupó de conseguirles los mejores maestros aún cuando eso significara pasar un largo tiempo sin salario. Aquella tarde estaban enfrascados en la lectura y mientras uno devoraba las últimas aventuras de Marcial Lafuente Estefanía, el otro se esforzaba en comprender y memorizar un extenso temario de Operador de Cinematógrafo. El niño admiraba y amaba a sus hermanos.

      Había llegado la hora. En el Bosque de Sherwood, Robín Hood aguardaba la llegada del Rey Ricardo para unirse a él y expulsar del trono al usurpador Juan, su hermano menor. La puerta verde de la calle Unión número 3 se abrió y de su interior salió un valiente caballero armado con espada de madera y protegido con malla de cartón. El resto de caballeros voluntarios, Manolo y Antonio Uche, Jorge, Mingo y Perico el artista, le esperaban junto a los confines del bosque allí donde la calle Montañeta se unía con la de León y Castillo.

       Como siempre, ya fuera a pie o en rápido corcel, su presencia era fácilmente detectable por los moradores del castillo debido a su inseparable e inconfundible silbido. Lejos de las inocentes fantasías del niño, la única batalla que los adultos libraban consistía en plantar cara a la terrible postguerra y a su terrible legado de pobreza, de miedo y de miseria.

      Junto al puente levadizo, en la planicie donde las tres calles se unían, apostada en la puerta de su casa, Pinito López, abuela de Jorge, esperaba impaciente el paso del niño. Sabía - todos lo decían - que era un crío amable y educado. En cuanto dobló la calle Unión, Pinito, sonriente, salió a su encuentro.

          - Antoñito Francisco, ¿me podrías hacer un favor?, mi nieto ha desaparecido, no sé dónde está y necesito que me compren una botella de petróleo.

          - Claro Pinito, lo que usted necesite.

          - Qué bueno eres mi niño, espera un momentito que voy a por la botella.

      Desgraciadamente, el encuentro con el Rey Ricardo, los hombres del bosque y los caballeros de la Montañeta no podía esperar. Sintiéndolo mucho partió raudo al lugar convenido dejando a Pinito con un palmo de narices.

      Horas más tarde, la aventura había finalizado. Mañana, quizás, montarían tiendas comanches, cazarían búfalos o contarían historias alrededor de una pequeña hoguera.

      De vuelta a casa, el niño, esta vez paseando, alertaba de su paso a todo el barrio con su inseparable silbido. Desgraciadamente, también alertó a Pinito. Al llegar a la altura de su casa, la anciana con dulce ironía le espetó:

          - Antoñito Francisco, muchísimas gracias por el mandado.

      A lo que el niño, con toda la ingenuidad del mundo, respondió:

          - De nada, Pinito. Cuando se le ofrezca.

      Y sin parar de silbar, feliz en su mundo de sueños, se dirigió a su casa para besar a su madre.

      No sabría decir cuanto tiempo transcurrió. Se encontraba cansado. Los recuerdos le habían transportado a los primeros años de la década de los cincuenta y pese a la extremada dureza de aquel tiempo, su memoria sólo registraba historias amables, sueños fantásticos y dulces sentimientos de amistad. En un instante, su corazón y su mente se habían sumergido en el paisaje de su mundo iniciático.

      Antes de abandonar el lugar, el visitante quiso dar un último paseo por "el Castillo" y a modo de homenaje, recordar los nombres de las personas que un día - hace más de medio siglo - lo habitaron e hicieron singularmente hermoso.

      Lolita Mateo y su esposo. Maestro Isidoro el carpintero y su mujer. Lolita León y sus hijos: Pancho, Carmela, Julita, Juani y las hijas de ésta, Amalia y María Luisa, Antonia y sus eternamente niños, Juan Salvador y Crucita. Cionita y sus hijos Tito y Meluca. Mariquita Ceballos y su marido; sus hijas Lola y Miguel Alcázar, su marido; Soledad y su esposo, Manolo Uche; María San Pedro, su esposo y sus hijos Agustín, Teresa, Pedro y otros cuyos nombres no recuerdo. Domingo y su mujer. Miguelito el carpintero. Doña Carmen la maestra y su hermana Esperancita. Pinito López, su hija y el marido de ésta. América, sus hermanas y los vecinos de enfrente, de quienes guardo  imágenes, pero no sus nombres.Y la familia Hernández Liria, Juanito "el artista", Juanita y sus cinco hijos varones que, aunque no dormían allí, vivían en su pequeña verdulería desde que el sol nacía hasta que llegaba la noche. Y no se me olvidan los nombres de los niños Manolo y Antonio Uche, Jorge, Mingo, Juan, Perico, Felo, Fernando y Antonio Manuel. En el número 3 de la calle Unión vivieron Juanito, Carmita y sus hijos Carmen, Juan, Pepín y el niño que narra la historia.