domingo, 18 de diciembre de 2011

Miedo.

      Caminaba de forma apresurada, inquieta, como si desease alejarse de allí rápidamente, mirando de soslayo, pero sin atreverse a volver la vista atrás. Había salido muy tarde del trabajo. La verdad es que se estaba convirtiendo en una costumbre indeseable, pero apenas podía hacer nada. Su pareja llevaba más de seis meses en el paro y su sueldo miserable apenas les permitía llegar a fin de mes. Tendría que seguir tragando.

      Era de noche y un viento gélido azotaba árboles, farolas y semáforos. La calle estaba desierta. Apenas pasaban coches. Los autobuses municipales estaban ya en las cocheras y pensar en el metro a aquellas horas y en un día como este... ¿Dónde demonios estaban los taxis? Aunque tuviese que ayunar lo que quedara de semana bendeciría al primero que apareciese. Pero nada, los muy cabrones estarían todos por las zonas de las discotecas, o por la Gran Vía, esperando la salida de los musicales o a turistas despistados que aún soñaban encontrarse con la movida madrileña.

      Ya no pasaban coches. Sólo se escuchaban sus pisadas y el quejido del aire al chocar con paredes y puertas, metales y ramas. Los edificios estaban cerrados a cal y canto. Las luces que escapaban tras los visillos le hablaban de la existencia de gente. Pero esa gente, intuía, también estaba sola, aislada en su búnquer dorado. Y no, no esperaba que acudieran en su auxilio si la noche se torcía para ella. No le gustaba aquel barrio construido para pijos y aspirantes a serlo, pero la agencia de publicidad en la que trabajaba había elegido el lugar para proclamar ante el mundo - sus muy pijos clientes - que ellos estaban a la altura. Era un barrio sin alma, triste, impersonal. Los pocos bares que había, cerraban poco antes de que los relojes marcaran las diez, y un barrio en el que, en una noche como esta, uno no pudiera refugiarse, solazarse y calentarse, en el interior de un bar, no debiera figurar en los mapas de la ciudad.

      Mientras caminaba maldecía al hijo puta de su jefe, a la ley de relaciones laborales y al maldito día en que soñó con ser publicista. Para colmo, cuando las amigas, las de toda la vida y las nuevas incorporaciones, sacaban a colación el infame tema del trabajo y quedaban embobadas con la muy fashion profesión de la interfecta, ella, más imbécil que un pavo real en día de apareamiento, callaba y presumía. Y aquí estaba ahora, sus amigas disfrutando de la noche del viernes en el viejo restaurante de Casa Víctor en la Cava Baja, y ella corriendo más que andando, asustada y muerta de frío sin poder comunicarse, porque al viejo móvil le había dado por morirse en aquella noche miserable.

      Al frío y al viento parece que quería unirse una desabrida llovizna que no tardaría en convertirse en nieve y más tarde en barro o peligroso hielo. "Y yo con estos zapatos"- parecía murmurar entre quejidos - elegantes para una fiesta, pero criminales para caminar por estas calles, en esta noche de perros y con la percepción, cada vez más palpable, de que tendría que echar a correr de un instante a otro. Maldijo la hora en que abandonó sus dulces bailarinas para subirse encima de esta burda imitación de "manolos", pero ya era tarde para lamentarse por cosas que no tenían remedio.

      El ruido sordo que emitían sus tacones al percutir sobre la acera acentuaba su sensación de soledad y desamparo. La maldita calle no se acababa nunca, tras una manzana venía la siguiente y así, ciento y la madre. La Cruz de los Caídos aún estaba lejos. Cada vez que atravesaba un portal, el corazón se le disparaba a mil revoluciones. Temía que, tras las sombras, un tipo asqueroso y sádico la estuviese esperando. Eran demasiados portales y demasiadas aceleraciones para su pobre corazón. Como si no tuviera suficiente con soportar la esclavitud de un trabajo perverso, la tristeza de una casa que se le caía encima aplastándola inmisericorde con tareas sin fin y en la que sólo se escuchaba el sonido de la tele en el que se sumergía su marido una hora tras otra, o el montón de preguntas sin respuestas que atormentaban su alma desde que su mente había decidido aborrecer los cuentos.

      Su cabeza era un torbellino de ideas y recuerdos. Historias que deberían acontecer y sensaciones ya vividas se mezclaban como un totum revolutum en un cerebro que trabajaba a toda máquina. No se le iba de la cabeza la ropa que esta mañana había dejado tendida en la azotea, "mira que soy masoquista, coño, seguro que mi contrario no habrá tenido tiempo, entre partido y partido, de darse una vueltecita por el tendedero". Y mañana, una vez más, a soportar los desaires y la estulticia de un cliente que se venía arriba cuando trataba con una mujer, y más aún si ésta era atractiva, joven y suficientemente preparada. "¡Cabrón impotente!"  Las humillaciones que tenía que tragar se agudizaban por la insensibilidad de Gerardo, su jefe directo en la agencia, a quien sólo le interesaba facturar y le importaban tres pepinos sus cuitas y "esa idiotez de la conciliación familiar".

      Llevaba caminando unos veinte minutos. Esperaba que al llegar a la confluencia con Alcalá le fuese más fácil encontrar un taxi. Pero aún faltaba tiempo para eso.

      Este trozo de calle estaba mucho más oscuro. No sé si había sido decisión del Ayuntamiento para intentar ahorrar en seguridad ciudadana los costes de su despilfarro faraónico en Palacios y otras lindeces, o se debía simplemente al abandono de la poda de unos arboles que, poco a poco, se habían hecho dueños de la mitad de las farolas de aquella zona. Sea como fuere, la negritud se adueñó del lugar y su miedo se intensificó.

      De repente le pareció escuchar, por los intersticios que dejaba el sonido del viento, el ruido de unos pasos que se acercaban por su espalda. Aún parecían lejanos pero cada instante que pasaba los percibía más cerca. Un pánico cerval comenzó a invadirla. Ya no escuchaba el viento, ni percibía la fina nieve cayendo sobre su cabeza, ni le importaban los soportales que iba encontrando a su paso. Sólo escuchaba el sonido seco y violento de sus tacones al chocar contra las baldosas mojadas y las sigilosas pisadas, cada vez más aceleradas, que se acercaban hasta ella. Maldita suerte la suya. Si hubiera hecho caso a su madre cuando le insistió en que preparara oposiciones a funcionaria de correos... tal vez sus presentaciones ante los amigos fueran menos glamurosas, pero ahora podría estar en la Cava Baja comiendo, bebiendo y echándonse unas risas y, lo que es más importante, estaría lejos de esta jodida y estresante profesión, del impresentable de su jefe y de imbéciles clientes homófobos con doscientos masters y mucha prepotencia.

      Pero no, estaba allí, en la jodida calle de Arturo Soria, helada de frío, empapada hasta los tuétanos, en una noche cerrada y a punto de ser violada, robada, ultrajada, apaleada.

      Ya podía sentir el aliento asqueroso sobre su nuca. Todo se había acabado. ¡Mierda de vida!

      En el último instante, reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, haciendo uso de una determinación que no creía poseer, sin atreverse aún a volver la vista atrás, cogió el bolso por la correa y girándose como un rayo hacia su izquierda, lo estampó con todas sus fuerzas contra la cabeza del pobre señor que practicaba footing como todos los días a la misma hora, por las tranquilas calles de su barrio.

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