sábado, 31 de diciembre de 2011

Año 1954. Nace el Instituto de Telde.(Recuerdos.- 20)

      Era un día luminoso del mes de febrero del año 1996. Pintadas sobre el cielo azul, unas nubes blancas de algodón se desplazan mansamente empujadas por una brisa suave que acaricia al mismo tiempo los cuerpos desnudos de los bañistas, los toldos desplegados de la avenida y los rostros relajados o clandestinos de paseantes y mirones.

      Le gustaba caminar junto al mar. Y soñar. Le gustaba dejarse mecer por el sonido de las olas cuando besan la arena, y perderse tras los los guijarros que las persiguen en su veloz retirada. Le gustaba mirar al infinito, y sumergirse, y perderse y olvidarse. Le gustaba preguntarse por qué existe el día y existe la noche, por qué vivimos y por qué morimos, por qué amamos y por qué, también a veces, odiamos. Y soñar.

      Había regresado a la isla para descansar, para recuperar olores, paisajes, recuerdos. Para abandonarse al dulce placer del paraíso recobrado y para reencontrarse con las claves que deberían terminar explicando al hombre que hoy es.

      En esas ensoñaciones estaba, cuando se percató de la presencia de una figura frágil y algo encorvada que avanzaba con pasos trémulos y sensación de desamparo por la avenida que une Melenara con Taliarte. El sol que cegaba sus ojos le impedía confirmar el pálpito del primer instante. ¿Sería él?

      En cuanto llegó a su altura lo confirmó; la misma tez blanca, los mismos ojos claros, huidizos y algo melancólicos, la misma prestancia de humilde distinción. Sí, era Don Virgilio, Don Virgilio Díez Puebla, su viejo y querido profesor de Gramática. Habían pasado casi cuarenta años.

      Se acercó hasta él. Le miró a los ojos con ternura y con todo el afecto del mundo, se presentó y le habló. Transcurrido un tiempo que no fue más allá de dos minutos. El viejo profesor y su antiguo alumno se despidieron con un abrazo largo y emocionado. En la mirada del anciano, brillos de nostalgia y chiribitas de esperanza. En la de su discípulo, miríadas de postales en blanco y negro, desfile bullicioso de chicos en pantalón corto y un montón de profesores de aquí y de muy lejos. Una pequeña parcela de su cerebro estaba reviviendo entre temblores, uno de los momentos más trascendentes en la historia de su ciudad. Había nacido el Instituto Laboral de Telde. Otoño del año 1954. Desde aquel instante, la fuente del conocimiento dejaría de ser  patrimonio exclusivo de los ricos.

      Se sentó en un banco al borde mismo de la arena. Frente a él, el mar. Sólo el mar. Cerró los ojos y se dejó invadir por los recuerdos.

      El niño salió de su casa. Iba solo. Un poco asustado, tal vez. Pero era mayor para necesitar compañía: había cumplido ya los diez años. Desgraciadamente, tampoco conocía a otros chicos que fueran a iniciar su misma aventura. Todo sería nuevo. Le apenaba dejar su "Castillo", alejarse, quizás para siempre, de los "Confines de su Bosque Encantado", de las "Praderas Infinitas" y de la compañía de los "Nobles Caballeros". A partir de hoy, su mundo mágico iba a ser reemplazado por otro que prometía el conocimiento y la sabiduría. Aún no sabía si iba a ganar o perder, pero ya había iniciado el camino.

      En los días previos, su madre y su hermana se afanaron en prepararle la ropa más bonita arreglando con mimo la que le había quedado pequeña a su hermano mayor.
Era el primer día. Salió de su casa algo nervioso, pero expectante, lleno de curiosidad.
El camino era largo. El Instituto estaba situado junto al parque de León y Joven, al final del barrio de San Gregorio. Era una sede provisional. Pasado un año les trasladarían junto a los Picachos, muy cerca del mercado donde, también de manera transitoria ocuparían un edificio destinado a la enseñanza primaria. No recuerdo si allí permanecieron uno o dos cursos. Finalmente se trasladaron al que sería su hogar definitivo, el edificio ubicado en la calle José Arencibia Gil.

      Perdido entre un montón de chicos a los que no había visto jamás, repartiendo sonrisas nerviosas y en medio de un mar de murmullos y apresuradas presentaciones, aguardaba, entre inquieto y expectante, la aparición del Director.

      Y allí estaba. Serio, investido de una autoridad que no parecía heredada del cargo, solemne, como el general que se dirige a sus tropas antes de la batalla definitiva. Y se hizo el silencio. Todas las miradas se clavaron en él. Hablaba a los chicos y también a los profesores, al personal administrativo y a las autoridades presentes imbuido en la convicción de estar asistiendo al nacimiento del proyecto más importante de la ciudad en el último siglo. La personalidad arrolladora, incuestionable, respetada, de Don Juan Pulido Castro, marcaría para siempre las señas de identidad del Instituto de Telde. Y la ciudad se identificó con su nuevo Liceo. Y lo amó. Y se sintió orgullosa.

      Pasaron los años. Y una generación sucedió a otra. Y profesores nuevos ocuparon el magisterio que otros impartieron antes. Y la vida continuó. Pero el niño, ya mayor, bastante mayor, sigue recordando con nostalgia, con afecto y sobre todo, con infinito agradecimiento los instantes vividos, las confidencias y los miedos, el temor a los exámenes y el placer del balónmano, el valor de los amigos y la fortuna de unos buenos profesores.

       Y en el rincón más soleado de su memoria se encontró con algunos de los compañeros que comenzaron y acabaron juntos aquella aventura: José María Alfonso Peña, Antonio y Felipe de la Coba, José Frugoni, Alvaro Betancor, José Brito, Salvador Hernández Rocha, Hernández Liria... Y muy cerca, compartiendo risas y cariños, un puñado de maestros regalándose felicitaciones y abrazos y lanzando a los chicos guiños cómplices, tras el éxito de la aventura compartida. Allí estaban D.Juan Pulido Castro, D.José Frugoni Pérez, D.José Arencibia Gil, Dña.Gloria Lou Herrera, D. Virgilio Díez Puebla, Dña.Angelines Fernández Marco, D.Melanio Alfageme Julve, D. Adolfo Cutillas Lugo, D.Gilberto Monzón Mayor, D.Juan Marrero Rocha, D.Héctor Rúa Figueroa...

      Faltan unas pocas horas para que el 2011 nos deje. Y llegará otro año. Y la vida seguirá. Pero él nunca olvidará sus nombres. Y gozará con ellos y les mirará a los ojos y reirá y llorará... Ojalá, donde quiera que se encuentren alguien les susurre al oído lo importante que fueron para él y lo mucho que les amó.

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