lunes, 16 de enero de 2012

Imposible visitar las estrellas.

      Se sentaba siempre en el mismo banco, frente al lago y de espaldas a la zona boscosa. Estaba relajado. Su espalda descansaba con perfección anatómica en el impecable diseño de aquel viejo asiento de madera. No había ninguna farola cerca. Disfrutaba así de una amable penumbra, ideal para sus deseos de soledad. Era una noche agradable. El duro invierno dejaría paso muy pronto a una primavera que ya empezaba a olerse en parterres y senderos. Una pareja de adolescentes consumían los últimos instantes del alquiler de su barca remando con prisas hacia el apeadero. Los empleados del kiosco recogían mesas y apilaban sillas. Músicos y caricaturistas se habían retirado hacía tiempo. Muy pronto, como cada noche, los guardianes del parque cerrarían las enormes cancelas de hierro. Él mientras tanto consumía sin prisas los últimos instantes de goce permitido. Desde que llegó a la ciudad, aquel jardín gigante se había convertido en su refugio, su templo, la escenografía donde sepultaba la memoria y daba vida a sueños imposibles. Un día más, sería el último en salir.

      Se acabó la ficción. De nuevo en la calle..., Solo. Y sintió frío. No estaba seguro de donde le venía, si del invierno que aún se resistía a dejarnos o del que se alojaba en su interior y se manifestaba con crudeza cuando la realidad expulsaba violentamente sus quimeras.

      Caminaba despacio, con la cabeza gacha, con los ojos mirando al suelo. La acera era muy amplia y aunque la gente que transitaba por ella era mucha no le era difícil sortearla sin tropezar. Temía molestar, que le mirasen mal o que simplemente le mirasen. Había luz, demasiada luz. La luz de las farolas y la de los soberbios edificios que se elevaban a su paso, la de los coches que inundaban la calzada y la luz de la majestuosa Puerta de Alcalá. Un derroche de luz que impedía visitar las estrellas y te aplastaba de forma irremediable contra el suelo.

      No tendría más de cincuenta años. Vestía con pulcritud y aunque sus ropas habían perdido el apresto que un día tuvieron - consecuencia sin duda de coladas demasiado continuadas - conservaba un halo de dignidad procedente de un universo interior cultivado y seguramente amado.

      Llegó a Madrid escapando del dolor insoportable, de la destrucción de su castillo, de la traición y el desamor. Su mundo, todo su mundo, se había desmoronado en un santiamén, como una obra maestra de demolición controlada.

      Primero fue el trabajo. Un trabajo de alto Standing, prestigioso y altamente remunerado. Desde su cúspide podía mirar al mundo con soberbia displicencia. Y lo hizo. Y abandonó sus sueños. Y compró la gloria. Y olvidó sus raíces. Y se sintió "Narciso". Fueron tiempos de vino y rosas. Era un triunfador.

      Pero de pronto, todo se acabó. Sin previo aviso, sin razones aparentes, sin la más mínima explicación, un desapacible día de invierno se encontró con la carta de despido sobre su mesa. Como era un puesto de confianza no tuvo indemnización ni posibilidades de recurso. ¿Cómo pudo ser? ¿Qué había pasado?... Nunca lo supo. O no quiso saberlo. Humillación, vergüenza, desesperación, ruina, impotencia...

      Después vino el divorcio, cruel y descarnado. La pérdida de la casa y el alejamiento de sus hijos. La traición de su amigo, ocupante furtivo de su alcoba y su puesto de trabajo y la percepción - real o imaginaria - de la bancarrota de su vida. No pudo resistirlo. Y desapareció.

      Había comenzado a chispear. Mientras unos aligeraban el paso, otros intentaban parar algún taxi o se refugiaban en las cafeterías que a aquellas horas de la noche estaban atestadas de clientes. Por un momento levantó los ojos del suelo y casi sin querer dirigió su mirada al interior del Pub Irlandés que se encontraba a su derecha. Una barahúnda de hooligans nacionales y británicos se desgañitaban ante el televisor de cincuenta pulgadas con enormes jarras de Guinness en las manos y cánticos guerreros en sus gargantas. Y le invadió la tristeza. De repente recordó su años en la Universidad. Aquel absurdo lugar era, no hace demasiado tiempo, el entrañable y hermosísimo Café Lyon. Allí, mucho tiempo atrás, sobre sus viejas mesas de mármol, exprimía el goce de vivir sorbiendo café tras café mientras leía, pensaba o escribía. Otras veces, casi siempre en sábado, participaba, en las tertulias del filósofo Javier Sádaba o en las del poeta y dramaturgo Agustín García Calvo que habían instalado en aquel templo su ágora, su plaza pública, su célula de concienciación y de combate.

      Caminaba pegado a las paredes. No quería mojarse y no tenía dinero para pagarse una mínima consumición. Al fin un portal abierto. Sería su refugio mientras durase la lluvia. Un hombre mayor y una pareja de edad indeterminada le hacían compañía sin hablar. Los recuerdos afloraban a su mente con la fuerza del barranco que se desborda tras la tormenta perfecta, arrasándolo todo, limpiándolo todo, iluminándolo todo. Y volvió a verse jóven y apasionado, ardoroso e idealista. Sus recuerdos le llevaron al San Juan, a las asambleas encendidas y multitudinarias, a las barricadas frente al Colegio, a las carreras ante los grises. Libertad, igualdad, fraternidad. Y revivió el gozó de la camaradería. Y se encontró soñando con un mundo más justo en el que él estaría implicado. Y supo que debería ofrecer gratuitamente lo que gratuitamente había recibido. Todo resultaba meridianamente claro. Los conocimientos no podían ser un instrumento de poder a su servicio. Pertenecían a la gente, a toda la gente. Y sintió que era feliz.

      ¿Qué había pasado? ¿Por qué traicionó sus convicciones? ¿Cuando comenzó a abrirse el abismo? Nadie es Ángel ni Demonio a tiempo completo. Los ideales, el amor, las flores reclaman cuidado y mimos permanentes. Cada día, cada hora, cada instante nos vemos obligados a elegir. Construimos nuestra vida con decisiones libres, a veces dolorosas. Poco a poco. De forma imperceptible. Sin darnos cuenta siquiera. Y ya está. Lo que pudo ocurrir es innecesario que se explicite aquí. Será sin duda más apropiado lo que ustedes puedan concluir.

      Los compañeros de refugio parecían inquietos. Consultas permanentes al reloj, cambios continuos y nerviosos de posición, miradas furtivas. Y silencio. Sus ojos seguían mirando al suelo. El caos seguía instalado en un tráfico cada vez más insoportable. Humo y ruido de motores al ralentí patinando sobre el asfalto mojado y brillante por la luz de las farolas. Un puñado de guardias había llegado de repente e intentaban arreglar el desaguisado desde el centro de la Castellana, pero sólo consiguieron despertar al energúmeno que todo conductor lleva dentro. Y el estruendo se hizo insoportable.

      Afortunadamente, había dejado de llover. Tras una humilde inclinación de cabeza y un casi imperceptible, "buenas noches", se despidió de sus ocasionales acompañantes y reinició su interrumpida marcha. Ya estaba cerca.

      Cruzó la calle a la altura del Palacio de Telecomunicaciones y desde allí atravesó la vía de servicio del Paseo del Prado hasta el bulevar central. Bajó las escalinatas del paso subterráneo que unía las aceras de la Castellana y conectaba con la Linea 2 del Metro. Pegados a una de las paredes del pasillo una fila de cuerpos cansados y solitarios se guarecían del frío y el abandono tumbados y cubiertos hasta las cejas con viejas ropas y viejas mantas. Frente a ellos y lo más lejos que podían, gentes indiferentes o asustadas atravesaban a toda prisa el lugar. Al final de la fila, un anciano permanecía sentado sobre unos cartones mientras acariciaba a un perrillo que dormitaba en su regazo y leía un viejo libro. A su lado, una esterilla, un saco de dormir y una bolsa de deportes adidas, aguardaban a su inquilino.

El anciano le vio llegar y sonrió. En realidad le estaba esperando.
.- Maestro, ¿Qué tal la jungla?
.- Mucho ruido abuelo. Y demasiadas luces; Imposible visitar las estrellas.
Y se recostó a su lado.

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