martes, 24 de enero de 2012

El dulce placer de la amistad. (Recuerdos.-21)

      La desaparición de su universo encantado iba a traerle dolor. Las luces y las sombras, la salida del sol o la irrupción de la noche, la vida y la muerte dejarían de producirse al son que le marcaba su imaginación inocente. Los acontecimientos acabarían produciéndose según las leyes que gobernaban el universo desde el principio de los tiempos. No le quedaba otro remedio. Tendría que adaptarse al viejo y eterno orden. Había ingresado en el mundo real.

      Sin ruido, despacio, poco a poco, como desaparece el paisaje tras la niebla, sus compañeros de juegos infantiles y los quiméricos escenarios que cobijaron sus primeras fantasías, fueron difuminándose de forma imperceptible al tiempo que su cuerpo crecía y su mente le sumergía en un laberinto interior ignoto y fascinante. Nuevos personajes iban a colarse en la película que debía interpretar fuera de los límites del castillo. El casting le vendría dado desde fuera. Nuevos espacios sustituirían a su amada Montañeta y al entrañable San Francisco. Los barrios de San Gregorio y San Antonio, el Cinema Telde y el Cervantes, El Instituto y el parque de León y Joven iban a ser, con su amada Plaza de San Juan, las localizaciones donde acabaría eclosionando el volcán que convertiría al desinhibido y alegre niño en un indescifrable, asustado y romántico adolescente.

      Aquella tarde se estaba haciendo rogar. Junto a la tienda de Lalita y Manolo Naranjo - en la calle del Quinto - le esperaban impacientes Antonio Sosa y Álvaro Álvarez. Más tarde deberían pasar a recoger a Luisito Arencibia y a Manolo Ojeda quienes, sin duda entre perjurios, estarían preguntando a todo el que pasaba por la hora que era, sin importarles un pimiento haber hecho exactamente lo mismo tan sólo unos segundos antes.

      Por allí asoma, a la altura de la carpintería de maestro Isidoro, tranquilo, saludando a todo bicho viviente, danzando más que andando, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, con las ropas de domingo, estrenando un peinado que debió llevarle largo rato ante el espejo, con una sonrisa de oreja a oreja marca de la casa y oliendo a jaboncillo Lux, "el jabón de las estrellas".

          - Ya era hora - le espetan los dos a una - No vamos a llegar.
          - No pasa nada, antes de la película echan el rollo del NODO y un montón de anuncios. Llegamos de sobra. Además, mi padre está en la puerta. No habrá problemas.
          - Bueno, vámonos ya - dijo Álvaro - Manolo y Luis estarán cabreados.

      Antonio y Álvaro vivían muy cerca de la plaza de San Juan. Los tres eran amigos desde muy niños y habían compartido juegos casi a diario.

Álvaro era un tipo muy especial, indefinible, pero fundamentalmente era alguien bueno. Humilde y bueno. No conversaba mucho. No discutía nunca. Pero siempre estaba cerca.

Antonio era algo más joven, uno o dos años menos quizás, inteligente, algo introvertido, poco hablador, honesto, leal y extremadamente sincero. Desde muy pequeño formó parte de la Banda Municipal de Música. Estaba muy elegante con su uniforme azul.

Luis era el benjamín. Se integró en "el equipo" porque su edad sicológica iba muy por delante de sus años. Brillante, divertido y despistado hasta decir basta. En su casa escuché por primera vez una de las canciones que más amé, "Yesterday" de The Beatles. Aún hoy recuerdo aquel instante.

Manolo Ojeda había sido el último en incorporarse al grupo. Conocía a Luis desde niño. Vivían casi al lado, allá donde comenzaba el barrio de San Gregorio. Tenía un piano en su casa y lo tocaba con primor. Era sencillo, estupendo conversador y muy buena gente. Había sido un gran fichaje.

      Ya había cumplido con el rito dominical del cine. No había estado mal. Le gustaban las películas del oeste. Y le gustaba Alan Ladd. Fuera, una larga fila aguardaba el comienzo de la próxima sesión. Por lo visto, "Raíces Profundas" parecía tener tirón. Le pidió a su padre una peseta y se compró un cucurucho de chufas en el carrito que aparcaba cerca de la puerta. En la acera de enfrente el salón de juegos estaba abarrotado de chavales. Varios futbolines, una mesa de billar y varias maquinitas electrónicas alquilaban sus servicios a jóvenes y menos jóvenes que muy pronto, como tantas otras tardes, estarían sin un céntimo en los bolsillos. Siempre procuró esquivar este lugar. No tenía dinero y no le gustaba que lo supieran. De todas formas, ni entonces ni ahora, se sintió atraído por estos locales.

      Las últimas luces de la tarde dejaron paso a la romántica iluminación de las farolas. El parque León y Joven rebosaba vida. Cada domingo, desde todos los barrios de la ciudad, centenares de adolescentes de ambos sexos acudían impacientes y nerviosos al atávico y excitante juego del cortejo. Durante horas, chicas y chicos, daban vueltas sin cesar alrededor de aquel espacio rectangular lanzándose guiños cómplices, miradas tiernas, sonrisas nerviosas, algún furtivo roce al pasar y a veces un...¿Puedo pasear contigo?... Claro, ¿si tu quieres?  Y la noche se llenaba de estrellas.

      Han pasado... ¿cincuenta y dos?... ¿cincuenta y tres años?... Mucho tiempo sin duda. Estamos a finales del 2011. Su hermano Pepín le acaba de acercar hasta aquí. El Global que deberá llevarle hasta Agüimes aún tardará en llegar. Entró en el Parque y se sentó en un banco muy cerca de la parada de la guagua. Está algo cansado y agradece este rato de reposo. Nunca le gustó demasiado este lugar. Le faltaba alma, decía. Su diseño pareció hecho con prisas, con estética industrial, sin amor. Y todo parece seguir igual. Un poco más viejo, un poco más frío. Muy cerca de mí, en un banco cercano, una pareja de ancianos celebran en silencio el dulce paso del tiempo. Un sol cálido y suave acaricia sus rostros y sus manos. Algo más lejos, una mujer joven se las ve y se las desea para mantener a raya a tres niños muy pequeños que no paran quietos un momento. No hay nadie más en la plaza. Por un instante cierra los ojos y el día deja paso a la noche. El sol escapa tras las montañas y la luz de las farolas iluminan todos los rincones del Parque.

      Y le vio pasar. No tendría más de catorce o quince años. Zapatos marrones, pantalón blanco, jersey de manga larga de color beige, peinado con esmero y oliendo desde lejos a jabón Lux. Caminaba junto a una chica, pequeña de estatura y una cara preciosa. Era el tercer domingo que compartían paseo. Apenas se rozaban. Alguna vez se daban tímidamente la mano. Pero a él no le importaba. Le bastaba con estar a su lado, mirándola, sonriéndole. Una dulce y desconocida emoción empezaba a gobernar por completo sus sueños y su tiempo. Y su mundo se llenó de luces. Y cesaron
los ruidos. Y la soledad se llenó de música. Y pensó, que tal vez eso sería el amor. Delante y detrás suyo, pandillas de adolescentes que giraban sin parar, nuevas parejas y muchos intentos de conquista.

      En una de las vueltas, un chico mayor - veintiuno o veintidós años - vestido con ropas caras, con mucha experiencia, con dinero y acostumbrado a poseer lo que quería, arropado por una cohorte de aduladores que aplaudían sus dotes donjuanescas, comenzó a flirtear desvergonzadamente con la chica "que era de pequeña estatura y tenía la cara preciosa" sin importarle para nada la presencia y los sentimientos del muchacho. Y la niña se sintió mujer, su universo cambió de dimensión y sus ojos miraron al suelo. Y el adolescente notó, que se le había roto el corazón. Pasearon unos minutos más y se despidieron hasta el domingo siguiente. Poco después la vio sonreír del brazo de su nuevo amor.

      Luis, Alvaro, Antonio y Manolo le esperaban en la cafetería para dar cuenta del último rito del domingo, la chocolatada con churros. No les dijo nada. Se tragó su pena, compartió sus risas y por unos instantes se dejó embriagar con el dulce placer de la amistad.

      El Global llegó puntual. Su pequeño viaje al pasado había concluído. Las farolas del Parque se apagaron y una hermosa luz de otoño iluminó nuevamente las calles de su ciudad. Se subió a la guagua, se sentó junto a una ventana, abrió un libro y dejó que le condujeran hasta Agüimes.

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