miércoles, 16 de noviembre de 2011

La Carretera del Cementerio.Temisas 9 (Recuerdos.-17)

      Agosto de 1971. Un sol de justicia incendia las piedras, reseca las plantas del camino y ablanda el viejo asfalto. Mira hacia arriba, hacia la carretera que viene de Santa Lucía, y observa cómo fantasmagóricos lagos de agua se adueñan de la superficie de la calzada con movimientos suaves y silenciosos. Mientras el fuerte espejismo se adueña de su mente, el ensordecedor canto de las chicharras agudizan el silencio que se ha apoderado del valle. Está solo. Como cuando llegó hace tres años. En el pueblo aún no saben nada. Todo ha sido demasiado rápido. Pronto se enterarán. En sus manos lleva una pequeña mochila. Ya viene la guagua. Más que circular, parece que navega entre las brumas de fuego que se elevan a su paso. Ya está aquí. Se abre la puerta delantera y se sube el único pasajero que aguardaba en el Chorro Santo.

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      Algo desacostumbrado estaba ocurriendo. Algunos vecinos se asomaban curiosos a sus ventanas. Otros más atrevidos optaron por acercarse hasta la Plaza. Habían llegado varios coches y de su interior descendían hombres y mujeres luciendo ropas elegantes y rostros festivos. Por lo que había escuchado Lelo, venían de la Capital. Reían abiertamente, se saludaban con afecto y observaban encantados la belleza del lugar. Bajando la cuesta se acercaba un nuevo vehículo, más grande y bonito que los otros. En su interior, una preciosa joven acompañada por un hombre mayor sonreía nerviosa mientras escuchaba los aplausos que le dirigían los invitados. La Iglesia estaba abierta de par en par. Olía a limpio y a flores silvestres, las que adornaban el altar para la ocasión. Entre los bancos, una sencilla alfombra roja marcaba la ruta que habrían de seguir los novios.

      Esperando a Elena, tan nervioso como ella, José María, su pareja, no dejaba de mirar al interior del Templo intentando encontrar a su compañero de Instituto que, por el momento, no daba señales de vida.

      Por el camino del café, cubierto de sudor y polvo y un poco avergonzado por el despiste, subía a toda prisa el invitado que faltaba, el cura. El trabajo en la carretera del cementerio le había hecho perder la noción del tiempo. Le recibieron con afecto. Ni un mal gesto. Ni el menor reproche. Se disculpó y pidió unos minutos para asearse. Al poco apareció en la Iglesia y comenzó la ceremonia.

      Se casaban Elena Lezcano y José María Limiñana. Entre los invitados, Pedro Lezcano, Fernando Sagaseta y la flor y nata de la oposición a la dictadura en Las Palmas. Todavía no sé por qué eligieron Temisas, o tal vez sí. Mi elección era más justificable, José María era compañero del claustro de profesores en el Instituto de Agüimes y Pedro Lezcano, padre de la novia, era mi amigo. Lo cierto era que en aquellos momentos y participando de una ceremonia religiosa, tenía frente a mí el auditorio más singular que hubiera podido imaginar. Agnósticos, ateos, comunistas, librepensadores y algún creyente copaban los bancos del templo. Y pese a lo que pudiera pensarse, me sentía extremadamente cómodo. Percibía que entre aquellas personas y yo existían muchos más elementos de concordia que de fricción. A fin de cuentas, el Evangelista San Juan decía que "quien dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano, al que ve, es un mentiroso". Y me consta que muchas de las personas que estaban allí - ateos y comunistas  incluidos - se estaban jugando vida y hacienda por personas que no conocían. 

      Cuando acabó la ceremonia, Fernando Sagaseta se acercó hasta a mi... "coño, cura, hacía más de treinta años que no rezaba el padre nuestro y hoy, sin darme cuenta, lo estaba balbuceando, me lo haré mirar." Me reí y me despedí de él. Luego, pareja e invitados compartieron aperitivo en el Centro Social con los vecinos que quisieron acercarse. Después de felicitarles, me incorporé nuevamente a los trabajos de la carretera.

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      Unos meses antes. Sábado. Ocho de la tarde. Acaba la Eucaristía. Todos los que estaban, se quedan. Algunos que aguardaban fuera, entran. Comienza la asamblea. Se resuelven los asuntos del orden del día y se abre el turno para la propuesta de iniciativas. Tras escuchar varias ideas que incidían en proyectos ya en marcha, un vecino que jamás había intervenido en el turno de palabra, de forma entrecortada, susurrando casi, como si temiera decir algo inconveniente, manifestó lo siguiente... "podríamos arreglar la carretera del cementerio..."  Tras unos instantes de desconcierto, las mociones a favor de la proposición se multiplicaron. Sometida a votación, la moción fue aprobada por unanimidad. Esta vez, la acogida sin fisuras a la propuesta no la deberíamos buscar en el terreno de la razón. Habría que sumergirse en el misterioso mundo de las emociones, en ese componente atávico del alma humana que nos liga con la vida y con la muerte. La necesidad de un camino decente al cementerio tenía que ver con el orgullo herido y con el inmenso respeto que los habitantes de Temisas tenían por sus difuntos.

      Se nombraron comisiones, se eligieron a las personas más competentes para la dirección de los trabajos y se tomó la decisión de comenzar con premura. Todo el pueblo participó. Hombres y mujeres, jóvenes y mayores. También ancianos. Nadie quiso quedarse fuera. Se aparcaron pequeños desencuentros, se abandonaron o pospusieron viejos planes de mejora en el propio hogar, se robó tiempo al descanso. Y cuando llegó el primer día, allí estábamos todos. Cada cual aportando lo que podía. Unidos, ilusionados, orgullosos. Sabíamos que nos enfrentábamos a un reto formidable, durísimo y largo. Teníamos que mover grandes piedras, acarrear tierra y grava. Remover, picar, encajar. Cada sábado, cada domingo, cada festivo, la carretera del cementerio era nuestro punto de encuentro. Así fue a lo largo de años. Luego llegó la democracia y la carretera se "vistió de fiesta". Se agrandó, se pulió y se asfaltó. Sin embargo, nada podrá igualar en belleza a aquella rústica calzada con la que los habitantes de Temisas quisieron honrar a sus muertos.

      De todas las obras que emprendimos en aquellos años, la Carretera del Cementerio fue el símbolo de nuestro sueño comunitario. El que aunó todas las voluntades. El que propició que un día plantáramos cara al poder.

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      El epílogo a esta historia no puedo relatarlo en primera persona. En agosto del año 1971, de forma inopinada y sin previo aviso, he de abandonar Temisas y el Instituto de Agüimes de forma inmediata. Nadie habla conmigo. Tampoco solicito explicaciones. No recibo nuevo destino. A los dos días dejo el pueblo. Pido permiso para trasladarme a Madrid y me lo conceden con presteza. Aún no había cumplido los veintiocho años. Estudiaría y pensaría. No era un mal plan. Empaqueté mi dolor, mi desconcierto, mis sueños y me fui.

      Intentaré pues transmitir lo que me contaron que sucedió, sin la carga emocional que habita en los recuerdos vividos, con la sobriedad de un cable telegráfico.

      29 de Septiembre de 1971. Fiesta de San Miguel, patrono de Temisas. En la Iglesia, junto al altar, dos sacerdotes comparten confidencias en voz baja. En los bancos delanteros, Mariquita Concepción y unas pocas personas más que mis informantes no identificaron, comparten rezos y espera. El resto del templo permanece vacío. A un lado, sobre un trono humilde cargado de flores, se exhibe el Arcángel.

      En la Plaza, el alcalde pedáneo y un representante del Ayuntamiento de Agüimes se muestran nerviosos e irritables. Junto a la puerta del centro social los componentes de la banda municipal miran a todos lados intentando comprender lo que estaba sucediendo. Algo más alejados, junto al lateral de la Iglesia que se abre al mar y desde el que se puede observar gran parte del pueblo, el sargento Pérez y varios miembros de la Benemérita permanecen mudos y serios.

      A unos cien metros de distancia, en actitud reivindicativa y lúdica, la mayoría del pueblo había decidido celebrar la festividad de su patrono trabajando en la carretera del cementerio. Protestaban así ante lo que consideraban injusta expulsión de su párroco.

      Autoridades, curas y guardia civil no sabían que hacer. Alguno planteó la necesidad del empleo de la coacción y la fuerza para obligar a la gente que trabajaba a deponer su actitud. Finalmente se impuso la cordura del sargento que no creía conveniente violentar la situación (puede que en la decisión del sargento influyera la cercanía de uno de sus hijos con el cura expulsado de quien era, no sólo alumno, sino miembro activo de un equipo de reflexión. Recuerdo también con afecto la presencia en ese equipo de un jovencísimo Carmelo Ramírez, años más tarde Alcalde de Santa Lucía). Se celebró la Misa y se sacó en procesión a San Miguel a hombros de las autoridades y algunos miembros del cuerpo. La banda municipal interpretó una pieza de repertorio. No dio tiempo a más.

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Aquí concluye mi pequeño viaje. Durante muchos días con sus correspondientes noches el disco duro de mi memoria, aún no deteriorado en exceso, ha podido trasladarme a un tiempo y un lugar en el que la vida merecía la pena y los sueños podían atraparse. A lo largo de estos breves relatos he desnudado mis recuerdos y los he expuesto tal y como estaban registrados en mi cerebro. No he pretendido, como ya he reiterado en otras ocasiones, ofrecer una crónica con rigor histórico - alguna fecha y algunos nombres han podido trastocarse -, pero todo lo narrado sucedió. Eso sí, quedan muchísimas historias que contar. Otras miradas. Otras emociones. Me gustaría que otras personas tomaran el testigo y completasen esta obra inacabada.


                        Al Pueblo y las Gentes de Temisas con todo mi amor.


                                                          Punto final.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Tormenta. Temisas 8. (Recuerdos.-16)

      Las predicciones meteorológicas anunciaban tormenta; rachas de viento fuerte, lluvia feroz y abundante aparato eléctrico. Afortunadamente, el invierno estaba siendo menos frío que de costumbre.

      Sentado a la mesa de mi despacho, con las contraventanas abiertas para que nada del exterior quedara oculto, con algunos cacharros al alcance de la mano en previsión de posibles goteras, con la luz de petróleo ya encendida y un par de velas amagando con apagarse por el aire que comenzaba a colarse por los resquicios, aguardaba expectante una madrugada que presumía iba a ser única. Deseaba convertir una noche de perros en una experiencia mágica.

      El primero que llegó fue el viento. Temblaban los cristales de la ventana. Las velas acabaron por apagarse y tuve que reubicarlas en rincones más resguardados. Fuera, las ramas de los arboles danzaban con loco frenesí mientras interpretaban una sobre cogedora sinfonía de silbidos y lamentos.

      Poco después apareció la lluvia. Tenue al principio, lamiendo más que golpeando puertas, paredes y vidrios. Pero pronto se desataron los cielos y una inmisericorde cortina de agua amenazó con romper los cristales de la ventana y acabar con las viejas tejas de la vieja casa. Afortunadamente, de la furia se pasó pronto a una precipitación tenaz, pero contenida.

      Finalmente apareció lo que llevaba largo tiempo esperando. Sentado en una silla, cubierto con una manta y con la cara pegada al cristal, mientras el viento y la lluvia se estrellaban contra las rocas y se enseñoreaban del valle, mis ojos y mis oídos recogían fascinados el espectáculo de luz y de sonido que viniendo desde el mar de Arinaga y atravesando el Roque Aguayro se dirigía, para quedarse, al espectacular espacio escénico que conformaban el pueblo y su cadena de montañas. Y el cielo despidió destellos dorados, púrpuras y anaranjados y una red de venas rojas quebradas y temibles rasgaban la negra cúpula y se precipitaban sobre la tierra. Al tiempo, timbales gigantescos atronaban en el aire ensordeciendo a todos los habitantes del valle. Personas, animales y espíritus vivientes asistíamos sobrecogidos a la incontenible fuerza de la naturaleza. Ni el más soberbio espectáculo chino de luz y de sonido podrá recrear jamás el esplendor y la magnificencia de aquella noche de invierno en Temisas.

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      Mientras Benito descendía a toda velocidad por la carretera que unía las cercanías de la Cueva del Gigante y el Chorro Santo a bordo de su loco artilugio, media docena de niños aguardaban al pie de la carretera la llegada del Coche de AICASA que les trasladaría al instituto. La aparición de aquel singular viajero del tiempo fue recibida con jolgorio y muestras de admiración. Benito era un personaje singular. Independiente, solitario, algo hosco, integro, leal. Muy pocos podían presumir de ser sus amigos, pero quienes lo lograban, sabían que habían atrapado un tesoro. Con el trasero rozando prácticamente el suelo, sobre una tabla reciclada de quién sabe dónde anclada a unos ejes que sostenían y equilibraban una conjunción de cojinetes y pequeñas ruedas que alguna vez pertenecieron a algún triciclo infantil, y gobernando la dirección del artefacto con una especie de timón que funcionaba con la precisión de un reloj suizo, Benito saludó a los niños y pasó de largo camino de la entrada del barrio de la Inmaculada.

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      Ha pasado mucho tiempo, pero aún hoy sigo sin explicarme las razones por las que el Gobernador Civil nos concedió la audiencia. No era un gesto habitual en el régimen de entonces. Puestos a montarnos una de espías, es posible que quisiera ponerle rostro a la revuelta. Lo que si tuvimos claro después, es que nuestra denuncia se archivó sin haberse abierto. De todas formas, para Temisas y su proyecto de comunidad, el paso había sido gigantesco. Estábamos allí, frente al máximo representante del Estado en la Provincia. Con nuestros mejores atuendos, algo nerviosos pero confiados y seguros. Sabíamos a lo que íbamos. Creíamos que nos asistía la razón y el derecho. Teníamos documentos que avalaban nuestra denuncia, pero eramos conscientes también del poder - económico y político - de la persona a la que nos enfrentábamos. La recepción fue cordial, algo breve, pero respetuosa. Con cierta premura y con inevitable vehemencia tuvimos ocasión de exponerle de viva voz, lo que luego podría repasar en el escrito que le dejábamos. Nos escuchó sin interrumpirnos y nos prometió, como hacen la mayoría de los políticos, que estudiaría con interés nuestro caso. No le creímos.Junto a la esquemática denuncia, adjuntamos el monográfico sobre el problema del agua que publicó la revista Temisas y, aunque de forma imperceptible, un rictus de molesta sorpresa asomó a sus ojos cuando tropezó con el subtítulo, "Revista del Pueblo para el Pueblo".

      Ya estábamos de vuelta. La comisión nombrada para esta visita en representación de las Heredades de El Juncal Alto y La Longuera en su enfrentamiento con el señor Juan del Río Amor, estuvo formada por D. Juan Jiménez Pérez, D. Antonio Ramírez Campos, D. Antonio Iglesias Taboada, D. Francisco Alemán Alemán y D. Antonio Cerpa Santana.

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En el café de Miguelito, unos vecinos comentaban el nuevo artículo aparecido en el Eco de Canarias. Era el último de una serie de réplicas y contrarréplicas que el párroco y el Ayuntamiento de Agüimes venían manteniendo públicamente a cuenta de un supuesto "abandono y mentiras continuadas por parte del Consistorio en relación a la llegada de la luz", según sostenía el párroco, o de la "desinformación manipuladora y falsa de un cura rojo que propugnaba la revolución en un pueblo humilde y de orden". El contenido de este postrero reportaje firmado por el cura, cerraba definitivamente la polémica. La fotocopia de un documento oficial de UNELCO (Compañía Eléctrica de Canarias) atestiguaba y certificaba que, hasta el momento presente, no existía petición alguna por parte del Ayuntamiento de Agüimes ni de ninguna otra administración pública, para que el tendido eléctrico llegase a Temisas. A partir de aquí, el ingeniero jefe de la compañía eléctrica tuvo problemas, el cura tuvo problemas y el pueblo tuvo problemas. Afortunadamente, el cura y el pueblo avanzaron lustros en la percepción de la realidad.

      Entretanto, Miguel Jiménez enviaba crónicas a los medios escritos de la isla dando a conocer todo cuanto aquí pasaba. De esta forma evitábamos el aislamiento, propagábamos nuestra apuesta y conseguíamos pequeñas dosis de autoestima. ¡Temisas existía! Pero su actividad como comunicador no acababa aquí. Su auténtica pasión era el teatro y a él dedicó el poco tiempo libre del que disponía. Dirigió Obras de Darío Fo con un pequeño grupo formado en el pueblo y escribió otras que estrenó y dirigió, primero en Temisas, y luego en distintos festivales programados en la Provincia.

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      Llegó un nuevo sábado. Y después de la Eucaristía una nueva asamblea. Pero esta no iba a ser igual a las otras. Algo iba a ocurrir que marcaría definitivamente la historia de aquellos años. 


                                                       Punto y seguido.


      En la próxima entrega llegaremos al final de este paseo por los recuerdos. Muchas pequeñas historias, posiblemente más hermosas que las que hemos contado, habrán quedado ocultas por la fragilidad de mi memoria. Soy consciente también de que pueden haberse deslizado errores en nombres o fechas. Pido disculpas por ello. Sólo he pretendido rendir homenaje a un montón de hombres y mujeres protagonistas de  hechos extraordinarios en una época repleta de alegrías, pero a su vez, convulsa y oscura.

viernes, 4 de noviembre de 2011

Gentes de fuera. Temisas.7 (Recuerdos.-15)

      A lo largo de esta pequeña serie de relatos, gentes muy diversas, sin vinculación alguna con Temisas, se han ido colando en las historias como testigos o como agentes directos del acontecer de aquellos años. Nunca lo hicieron por propia iniciativa ni de forma autónoma. Su presencia o su actuación se debió siempre a una demanda por parte del pueblo o de quienes dirigían el proyecto. La narración que estoy a punto de iniciar pretende homenajear a todas las personas anónimas que, desinteresada y solidariamente nos ofrecieron su tiempo, su inteligencia o su dinero para hacer posible la consecución de nuestro sueño.

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      Estoy a las puertas del edificio. Podría ser ser un día cualquiera de otoño del año 1969. Mi memoria no registra bien las fechas. Tampoco creo que resulte relevante para la historia que deseo contar. Lo cierto es que estoy aquí y que mi memoria se apunta un nuevo fracaso: "no es capaz de desvelarme quién me habló de este Centro y de las personas a las que pronto iba a conocer". Fuera quién fuese, le estaré siempre profundamente agradecido.

      Llegué puntual. Vestía de paisano, sin alzacuellos. Con los zapatos relucientes, como me enseñó mi padre, y con un pequeño libro entre las manos. En el frontis del inmueble, una placa constataba que me encontraba en el lugar indicado; CIES, Centro de Investigación Económica y Social de la Caja Insular de Ahorros de Canarias.

      Estaba expectante, pero tranquilo. Subí en el ascensor hasta la planta que me habían escrito en el papel y en el que figuraban también los nombres de las dos personas que me esperaban, Oscar Bergasa y Antonio González Viéitez. La puerta del despacho estaba abierta. Golpeé levemente con los nudillos. De inmediato, dos hombres jóvenes que parecían compartir alguna puesta en común en torno a una mesa redonda, volvieron su vista y se levantaron dirigiéndose hacia mí con una sonrisa desarmante. No esperaba una recepción así. Al poco tiempo, nuestra conversación fluía con la frescura y la libertad con la que se supone transcurren las charlas entre viejos amigos.

      Sabían que algo se movía en Temisas. Seguramente también, algún amigo les habló de mí. Pero ni con Temisas ni conmigo hubo nunca, ni ahora ni en posteriores encuentros, la menor injerencia, la más mínima recomendación no solicitada.
Escuchaban. Lo hacían con atención infinita, con gestos de sorpresa y afecto indisimulables. Cuando terminé de hablarles, se limitaron a decirme que les gustaba lo que habían oído y que podríamos contar con su asesoramiento y su apoyo personal.
Y aquella promesa se cumplió siempre, cuando los hados nos fueron propicios y cuando nos acorralaba el enemigo. Y el enemigo entonces, era muy peligroso. Para ellos más.

      Acudieron a Temisas. Participaron en Semanas Culturales. Nos enviaron profesionales amigos que nos asesoraron en "el espinoso tema del agua" o en la vergonzosa amenaza de derribo del Centro Social por parte del Ayuntamiento de Agüimes. Ingenieros, arquitectos y abogados - conocidos o familiares suyos -, todos de forma desinteresada, estuvieron siempre a nuestro lado. Recuerdo con especial cariño la noche - muy entrada la madrugada - en que Óscar nos recibió en su casa y, encerrados en una habitación para no despertar al resto de la familia, se puso a teclear sobre una máquina de escribir, el escrito que al día siguiente deberíamos presentar en el registro municipal para detener una de las incontables agresiones que el consistorio de la Villa dirigía contra una parte de su pueblo.

      El listado de logros académicos y profesionales de Óscar y Antonio no cabrían ni en este, ni en diez relatos como este. Eran muy jóvenes cuando les conocí - no creo que rebasaran los treinta años - y ya habían asumido responsabilidades de enorme calado para el futuro de las islas. Más allá de su impresionante bagaje curricular o de su indiscutible talento, Antonio y Óscar fueron amigos leales, colaboradores generosos, gente sencilla y solidaria. Por ello, lo que sí queremos que quepa en esta pequeña crónica, es nuestro agradecimiento, nuestra admiración y nuestro respeto.

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      Fue en el CIES, donde un día conocí a Ana. Ana Doreste Suárez. Creo que iba por allí con frecuencia. Pertenecía a la generación de Óscar y Toni. Como ellos, extremadamente preparada. Comprometida y combativa, participaba o lideraba multitud de iniciativas de lucha social, muy especialmente aquellas que tenían como epicentro la conquista de los derechos de la mujer. Amó profundamente a Temisas y siguió de cerca el devenir de nuestro proyecto. Siempre atenta, siempre cerca. Han pasado muchos años, pero su cariño por este pueblo y por su gente, permanecen intactos.

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      Muy cerca de allí, prácticamente cruzando la acera, se encontraba la Delegación de Trabajo. Su titular se llamaba Ciriaco de Vicente, trece años después Ministro de Sanidad en el primer Gobierno de Felipe González. Óscar y Antonio estaban empeñados en que nos conociéramos, y fue el propio Toni, a finales del año 70, el que propició el primer encuentro acompañándome a su despacho. Me impresionó. Era un auténtico mirlo blanco en la administración pública de aquellos oscuros años. Hacía falta mucha inteligencia política y dosis extremas de valor para apoyar de manera tan resuelta apuestas tan decididamente críticas con el sistema. Después de una conversación que se prolongó por espacio de una hora, nos prometió la participación del PPO en el mismo pueblo. No había pasado un mes y ya se impartían en Temisas cursos de albañilería y fontanería. Comenzaba así, la necesaria reconversión profesional y con ella, un paso de gigante en la reconquista del orgullo perdido.

                                           
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      He dejado atrás el ruido, los atascos y las soledades no queridas. El Coche de Hora me ha traído de nuevo hasta mi casa. Un silencio amable, apenas roto por los gritos y las carreras de un montón de niños pequeños que terminan su jornada escolar, me da la bienvenida y me devuelve al placer de lo sencillo.

      Antes de llegar a la plaza me tropiezo con Alicia. Ha terminado su trabajo y se marcha a su pueblo. El coche de AICASA está a punto de pasar y no puede entretenerse -  el próximo lo hará tres horas más tarde -. Nos saludamos y nos despedimos. Ya tendremos tiempo para conversar el fin de semana.

      Alicia es una de las dos jóvenes maestras de párvulos que el pueblo ha contratado para cubrir carencias educativas y para "comprar" un tiempo que permita a las madres que lo deseen, su integración al mundo del trabajo. El dinero con el que se pagaba el salario de las jóvenes maestras provenía de dos farmacéuticos de Sardina y Juan Grande (Gustavo y José Antonio) profesores y compañeros del Instituto de Agüimes, que conocían y apoyaban el programa de desarrollo comunitario que se había iniciado en Temisas. Esta acción transcurrió, durante el curso 70-71.

Por fin llegué a mi casa. Mi madre preparaba un café en la cocina, o en el comedor, o en su dormitorio. En realidad todo era lo mismo. Mi padre había salido a dar un paseo, pero estaría de regreso en cuanto se enterase que yo había llegado. Se vinieron conmigo en cuanto "el viejito" pudo jubilarse. Dejaron su pueblo, su casa, sus amigos, su paisaje, para dedicarse a mí, para cuidarme, para amarme hasta el extremo. Tomamos el café juntos, mi padre desbordando su alegría de hombre bueno y mi madre acariciando dulcemente una de mis manos. Nunca hablé de ellos hasta ahora, pero bien sabe Dios cuanto les debo, cuanta ternura recibí, cuanta generosidad desbordaron. Creo que también ellos ocupan un pequeño lugar en lo que entonces vivimos.

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      Antes de acabar este relato, quiero volver a recordar a las personas "de fuera" que han aparecido compartiendo con nosotros las pequeñas historias que he narrado hasta ahora. Ellos son también "nosotros."

      Juan Gómez, Marcelino Jiménez, Rosario Petit, Fotograbados Ascanio, Fernando Vergara (creador de la portada de la revista Temisas), Antonio Ramirez, Federico Álamo, José Manuel Cerpa, Rafael Molina Petit, Dtor. Cementera de Arguineguín. Jefe de obras de la urbanización Colinas Rojas (San Agustín), Pepe Alemán, Vicente Suárez, Carmen Alemán, Juan trujillo Bordón, María Pilar velasco, Antonio Melián, Santiago Betancor, Juan Iglesias...


                                          
                                                      Punto y seguido.