miércoles, 16 de noviembre de 2011

La Carretera del Cementerio.Temisas 9 (Recuerdos.-17)

      Agosto de 1971. Un sol de justicia incendia las piedras, reseca las plantas del camino y ablanda el viejo asfalto. Mira hacia arriba, hacia la carretera que viene de Santa Lucía, y observa cómo fantasmagóricos lagos de agua se adueñan de la superficie de la calzada con movimientos suaves y silenciosos. Mientras el fuerte espejismo se adueña de su mente, el ensordecedor canto de las chicharras agudizan el silencio que se ha apoderado del valle. Está solo. Como cuando llegó hace tres años. En el pueblo aún no saben nada. Todo ha sido demasiado rápido. Pronto se enterarán. En sus manos lleva una pequeña mochila. Ya viene la guagua. Más que circular, parece que navega entre las brumas de fuego que se elevan a su paso. Ya está aquí. Se abre la puerta delantera y se sube el único pasajero que aguardaba en el Chorro Santo.

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      Algo desacostumbrado estaba ocurriendo. Algunos vecinos se asomaban curiosos a sus ventanas. Otros más atrevidos optaron por acercarse hasta la Plaza. Habían llegado varios coches y de su interior descendían hombres y mujeres luciendo ropas elegantes y rostros festivos. Por lo que había escuchado Lelo, venían de la Capital. Reían abiertamente, se saludaban con afecto y observaban encantados la belleza del lugar. Bajando la cuesta se acercaba un nuevo vehículo, más grande y bonito que los otros. En su interior, una preciosa joven acompañada por un hombre mayor sonreía nerviosa mientras escuchaba los aplausos que le dirigían los invitados. La Iglesia estaba abierta de par en par. Olía a limpio y a flores silvestres, las que adornaban el altar para la ocasión. Entre los bancos, una sencilla alfombra roja marcaba la ruta que habrían de seguir los novios.

      Esperando a Elena, tan nervioso como ella, José María, su pareja, no dejaba de mirar al interior del Templo intentando encontrar a su compañero de Instituto que, por el momento, no daba señales de vida.

      Por el camino del café, cubierto de sudor y polvo y un poco avergonzado por el despiste, subía a toda prisa el invitado que faltaba, el cura. El trabajo en la carretera del cementerio le había hecho perder la noción del tiempo. Le recibieron con afecto. Ni un mal gesto. Ni el menor reproche. Se disculpó y pidió unos minutos para asearse. Al poco apareció en la Iglesia y comenzó la ceremonia.

      Se casaban Elena Lezcano y José María Limiñana. Entre los invitados, Pedro Lezcano, Fernando Sagaseta y la flor y nata de la oposición a la dictadura en Las Palmas. Todavía no sé por qué eligieron Temisas, o tal vez sí. Mi elección era más justificable, José María era compañero del claustro de profesores en el Instituto de Agüimes y Pedro Lezcano, padre de la novia, era mi amigo. Lo cierto era que en aquellos momentos y participando de una ceremonia religiosa, tenía frente a mí el auditorio más singular que hubiera podido imaginar. Agnósticos, ateos, comunistas, librepensadores y algún creyente copaban los bancos del templo. Y pese a lo que pudiera pensarse, me sentía extremadamente cómodo. Percibía que entre aquellas personas y yo existían muchos más elementos de concordia que de fricción. A fin de cuentas, el Evangelista San Juan decía que "quien dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano, al que ve, es un mentiroso". Y me consta que muchas de las personas que estaban allí - ateos y comunistas  incluidos - se estaban jugando vida y hacienda por personas que no conocían. 

      Cuando acabó la ceremonia, Fernando Sagaseta se acercó hasta a mi... "coño, cura, hacía más de treinta años que no rezaba el padre nuestro y hoy, sin darme cuenta, lo estaba balbuceando, me lo haré mirar." Me reí y me despedí de él. Luego, pareja e invitados compartieron aperitivo en el Centro Social con los vecinos que quisieron acercarse. Después de felicitarles, me incorporé nuevamente a los trabajos de la carretera.

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      Unos meses antes. Sábado. Ocho de la tarde. Acaba la Eucaristía. Todos los que estaban, se quedan. Algunos que aguardaban fuera, entran. Comienza la asamblea. Se resuelven los asuntos del orden del día y se abre el turno para la propuesta de iniciativas. Tras escuchar varias ideas que incidían en proyectos ya en marcha, un vecino que jamás había intervenido en el turno de palabra, de forma entrecortada, susurrando casi, como si temiera decir algo inconveniente, manifestó lo siguiente... "podríamos arreglar la carretera del cementerio..."  Tras unos instantes de desconcierto, las mociones a favor de la proposición se multiplicaron. Sometida a votación, la moción fue aprobada por unanimidad. Esta vez, la acogida sin fisuras a la propuesta no la deberíamos buscar en el terreno de la razón. Habría que sumergirse en el misterioso mundo de las emociones, en ese componente atávico del alma humana que nos liga con la vida y con la muerte. La necesidad de un camino decente al cementerio tenía que ver con el orgullo herido y con el inmenso respeto que los habitantes de Temisas tenían por sus difuntos.

      Se nombraron comisiones, se eligieron a las personas más competentes para la dirección de los trabajos y se tomó la decisión de comenzar con premura. Todo el pueblo participó. Hombres y mujeres, jóvenes y mayores. También ancianos. Nadie quiso quedarse fuera. Se aparcaron pequeños desencuentros, se abandonaron o pospusieron viejos planes de mejora en el propio hogar, se robó tiempo al descanso. Y cuando llegó el primer día, allí estábamos todos. Cada cual aportando lo que podía. Unidos, ilusionados, orgullosos. Sabíamos que nos enfrentábamos a un reto formidable, durísimo y largo. Teníamos que mover grandes piedras, acarrear tierra y grava. Remover, picar, encajar. Cada sábado, cada domingo, cada festivo, la carretera del cementerio era nuestro punto de encuentro. Así fue a lo largo de años. Luego llegó la democracia y la carretera se "vistió de fiesta". Se agrandó, se pulió y se asfaltó. Sin embargo, nada podrá igualar en belleza a aquella rústica calzada con la que los habitantes de Temisas quisieron honrar a sus muertos.

      De todas las obras que emprendimos en aquellos años, la Carretera del Cementerio fue el símbolo de nuestro sueño comunitario. El que aunó todas las voluntades. El que propició que un día plantáramos cara al poder.

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      El epílogo a esta historia no puedo relatarlo en primera persona. En agosto del año 1971, de forma inopinada y sin previo aviso, he de abandonar Temisas y el Instituto de Agüimes de forma inmediata. Nadie habla conmigo. Tampoco solicito explicaciones. No recibo nuevo destino. A los dos días dejo el pueblo. Pido permiso para trasladarme a Madrid y me lo conceden con presteza. Aún no había cumplido los veintiocho años. Estudiaría y pensaría. No era un mal plan. Empaqueté mi dolor, mi desconcierto, mis sueños y me fui.

      Intentaré pues transmitir lo que me contaron que sucedió, sin la carga emocional que habita en los recuerdos vividos, con la sobriedad de un cable telegráfico.

      29 de Septiembre de 1971. Fiesta de San Miguel, patrono de Temisas. En la Iglesia, junto al altar, dos sacerdotes comparten confidencias en voz baja. En los bancos delanteros, Mariquita Concepción y unas pocas personas más que mis informantes no identificaron, comparten rezos y espera. El resto del templo permanece vacío. A un lado, sobre un trono humilde cargado de flores, se exhibe el Arcángel.

      En la Plaza, el alcalde pedáneo y un representante del Ayuntamiento de Agüimes se muestran nerviosos e irritables. Junto a la puerta del centro social los componentes de la banda municipal miran a todos lados intentando comprender lo que estaba sucediendo. Algo más alejados, junto al lateral de la Iglesia que se abre al mar y desde el que se puede observar gran parte del pueblo, el sargento Pérez y varios miembros de la Benemérita permanecen mudos y serios.

      A unos cien metros de distancia, en actitud reivindicativa y lúdica, la mayoría del pueblo había decidido celebrar la festividad de su patrono trabajando en la carretera del cementerio. Protestaban así ante lo que consideraban injusta expulsión de su párroco.

      Autoridades, curas y guardia civil no sabían que hacer. Alguno planteó la necesidad del empleo de la coacción y la fuerza para obligar a la gente que trabajaba a deponer su actitud. Finalmente se impuso la cordura del sargento que no creía conveniente violentar la situación (puede que en la decisión del sargento influyera la cercanía de uno de sus hijos con el cura expulsado de quien era, no sólo alumno, sino miembro activo de un equipo de reflexión. Recuerdo también con afecto la presencia en ese equipo de un jovencísimo Carmelo Ramírez, años más tarde Alcalde de Santa Lucía). Se celebró la Misa y se sacó en procesión a San Miguel a hombros de las autoridades y algunos miembros del cuerpo. La banda municipal interpretó una pieza de repertorio. No dio tiempo a más.

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Aquí concluye mi pequeño viaje. Durante muchos días con sus correspondientes noches el disco duro de mi memoria, aún no deteriorado en exceso, ha podido trasladarme a un tiempo y un lugar en el que la vida merecía la pena y los sueños podían atraparse. A lo largo de estos breves relatos he desnudado mis recuerdos y los he expuesto tal y como estaban registrados en mi cerebro. No he pretendido, como ya he reiterado en otras ocasiones, ofrecer una crónica con rigor histórico - alguna fecha y algunos nombres han podido trastocarse -, pero todo lo narrado sucedió. Eso sí, quedan muchísimas historias que contar. Otras miradas. Otras emociones. Me gustaría que otras personas tomaran el testigo y completasen esta obra inacabada.


                        Al Pueblo y las Gentes de Temisas con todo mi amor.


                                                          Punto final.

1 comentario:

  1. Hola Antonio.
    Estaba mirando una publicacion digital de Telde y he visto que comentan algunos de tus escritos.
    Aqui puedes verlo.
    Muchos besos. Tu sobrino Javier.
    http://www.teldeactualidad.com/noticia/cultura/2012/01/22/2616.html

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