domingo, 4 de diciembre de 2011

La Montañeta. Un mundo mágico. (Recuerdos.-18)

      Primavera del año 2011. Algunas nubes altas, blancas y transparentes, ponían un toque naif a un cielo arrebatadoramente azul. Una luz hermosa y cálida iluminaba "el interior del Castillo". El suelo, tejido de piedras brillantes e irregulares traídas de alguna playa cercana, reflejaban el sol del mediodía y calentaban "el Puente Levadizo", "el Poblado Comanche" y "el Bosque Encantado de Merlín y los Caballeros de la Tabla Redonda".

      Hacía más de cincuenta años que no pisaba aquel lugar. Con cierta frecuencia regresaba a su pueblo pero hasta hoy nunca se había atrevido a recorrer el paisaje de su niñez, el rincón escondido y clandestino del casco histórico de San Juan, un barrio rico venido a menos.

      Caminaba despacio, sintiendo cada pisada, olfateando olores, grabando en la retina los colores gastados de paredes y puertas. Todo estaba en silencio. Nadie transitaba por sus calles, por el empedrado de sus tres pequeñísimas calles. Mientras permaneció allí, no se abrió ninguna puerta, no escuchó ninguna risa, ningún lamento, ninguna conversación. El tiempo parecía haberse detenido. Todo estaba como recordaba, pero... más pequeño, infinitamente más pequeño. Y sin embargo, allí vivía gente, otras gentes. Y seguro que también morarían niños, y soñarían, pero ... ¿qué soñarían?

      No recuerda el tiempo que permaneció aquella mañana en la Montañeta -  así se llama "el Castillo", "el Poblado Comanche" "el Bosque Encantado de Merlín" -  pero si hubiese querido, no le hubiese costado más de tres minutos recorrer los tres pequeños callejones que conformaban su bastión. Ramal, Montañeta y Unión eran los nombres de las travesías de aquella isla singular y anacrónica. Ramal y Unión nacían en la calle Defensores del Alcázar, y subían no más de cuarenta metros hasta la cima de una ínfima planicie en la que terminaban encontrándose con la tercera vía que daba nombre al conjunto, la Montañeta. Esta última ascendía por un espacio similar a las anteriores partiendo desde la calle de León y Castillo.

       Aquel espacio fue su mundo. Casi todo su mundo. Al principio, mientras conservó la inocencia que hace luminosa la vida, "las Almenas de su Castillo", "las praderas holladas por centenares de búfalos" y "los Bosques de Sherwood donde moraba Robín Hood", fueron sus sueños y la fuente de su felicidad infantil. Más tarde, cuando la pubertad se enseñoreó de su vida, el Castillo amenazó ruina, los indios fueron expulsados de las praderas y el Bosque Encantado de Merlín desapareció tras un voraz incendio de exclusión y de tristeza.

      Recostado en la pared, con la mirada perdida en la pequeña puerta verde del número 3, de la calle Unión, el visitante sintió de improviso que su mente le transportaba en un rapto consentido y tal vez buscado, a un tiempo oscuro e incierto, a un país roto y desangrado, a una realidad familiar de honda pobreza y extrema dignidad.

      Allí estaba el niño, ocho años, quizás nueve. Sentado en el suelo, junto al dintel de la pesada puerta que comunicaba la habitación de sus padres con el patio interior, aprovechando la luz que se colaba por la pequeña rendija que había dejado abierta, se sumergía absorto en la lectura de un manoseado cómic de hazañas bélicas. Junto a la única ventana de la casa, situada en la misma estancia que ahora ocupaba el niño, su madre trabajaba en silencio en el telar. Sentado en el borde de la cama, su padre se afanaba en lustrar sus viejos zapatos hasta dejarlos brillantes como un espejo. En un instante debería estar en la puerta del Cinema Telde donde comenzaría el segundo de sus tres trabajos diarios. El niño parece que ha terminado su lectura. Su padre y él se miran y sonríen. En silencio, vuelven sus ojos hacia la mujer del telar y le regalan un guiño de ternura y profundo agradecimiento.

      Adosado al patio, un pequeño cuarto hacía las veces de comedor y de dormitorio de su única hermana. Era la princesa de la casa. Bonita, trabajadora, estudiosa, responsable. Acababa de terminar la carrera de magisterio. Tarareando muy quedamente música de zarzuela se afanaba por planchar con una plancha de hierro y carbón la ropa recién retirada del tendedero.

      Ocupando gran parte de lo que un día fue un patio digno de ese nombre, una construcción de madera ofrecía cama y refugio al niño y a sus dos hermanos mayores. Trabajaban desde muy jóvenes, pero eran muy buenos en sus oficios. Su padre se ocupó de conseguirles los mejores maestros aún cuando eso significara pasar un largo tiempo sin salario. Aquella tarde estaban enfrascados en la lectura y mientras uno devoraba las últimas aventuras de Marcial Lafuente Estefanía, el otro se esforzaba en comprender y memorizar un extenso temario de Operador de Cinematógrafo. El niño admiraba y amaba a sus hermanos.

      Había llegado la hora. En el Bosque de Sherwood, Robín Hood aguardaba la llegada del Rey Ricardo para unirse a él y expulsar del trono al usurpador Juan, su hermano menor. La puerta verde de la calle Unión número 3 se abrió y de su interior salió un valiente caballero armado con espada de madera y protegido con malla de cartón. El resto de caballeros voluntarios, Manolo y Antonio Uche, Jorge, Mingo y Perico el artista, le esperaban junto a los confines del bosque allí donde la calle Montañeta se unía con la de León y Castillo.

       Como siempre, ya fuera a pie o en rápido corcel, su presencia era fácilmente detectable por los moradores del castillo debido a su inseparable e inconfundible silbido. Lejos de las inocentes fantasías del niño, la única batalla que los adultos libraban consistía en plantar cara a la terrible postguerra y a su terrible legado de pobreza, de miedo y de miseria.

      Junto al puente levadizo, en la planicie donde las tres calles se unían, apostada en la puerta de su casa, Pinito López, abuela de Jorge, esperaba impaciente el paso del niño. Sabía - todos lo decían - que era un crío amable y educado. En cuanto dobló la calle Unión, Pinito, sonriente, salió a su encuentro.

          - Antoñito Francisco, ¿me podrías hacer un favor?, mi nieto ha desaparecido, no sé dónde está y necesito que me compren una botella de petróleo.

          - Claro Pinito, lo que usted necesite.

          - Qué bueno eres mi niño, espera un momentito que voy a por la botella.

      Desgraciadamente, el encuentro con el Rey Ricardo, los hombres del bosque y los caballeros de la Montañeta no podía esperar. Sintiéndolo mucho partió raudo al lugar convenido dejando a Pinito con un palmo de narices.

      Horas más tarde, la aventura había finalizado. Mañana, quizás, montarían tiendas comanches, cazarían búfalos o contarían historias alrededor de una pequeña hoguera.

      De vuelta a casa, el niño, esta vez paseando, alertaba de su paso a todo el barrio con su inseparable silbido. Desgraciadamente, también alertó a Pinito. Al llegar a la altura de su casa, la anciana con dulce ironía le espetó:

          - Antoñito Francisco, muchísimas gracias por el mandado.

      A lo que el niño, con toda la ingenuidad del mundo, respondió:

          - De nada, Pinito. Cuando se le ofrezca.

      Y sin parar de silbar, feliz en su mundo de sueños, se dirigió a su casa para besar a su madre.

      No sabría decir cuanto tiempo transcurrió. Se encontraba cansado. Los recuerdos le habían transportado a los primeros años de la década de los cincuenta y pese a la extremada dureza de aquel tiempo, su memoria sólo registraba historias amables, sueños fantásticos y dulces sentimientos de amistad. En un instante, su corazón y su mente se habían sumergido en el paisaje de su mundo iniciático.

      Antes de abandonar el lugar, el visitante quiso dar un último paseo por "el Castillo" y a modo de homenaje, recordar los nombres de las personas que un día - hace más de medio siglo - lo habitaron e hicieron singularmente hermoso.

      Lolita Mateo y su esposo. Maestro Isidoro el carpintero y su mujer. Lolita León y sus hijos: Pancho, Carmela, Julita, Juani y las hijas de ésta, Amalia y María Luisa, Antonia y sus eternamente niños, Juan Salvador y Crucita. Cionita y sus hijos Tito y Meluca. Mariquita Ceballos y su marido; sus hijas Lola y Miguel Alcázar, su marido; Soledad y su esposo, Manolo Uche; María San Pedro, su esposo y sus hijos Agustín, Teresa, Pedro y otros cuyos nombres no recuerdo. Domingo y su mujer. Miguelito el carpintero. Doña Carmen la maestra y su hermana Esperancita. Pinito López, su hija y el marido de ésta. América, sus hermanas y los vecinos de enfrente, de quienes guardo  imágenes, pero no sus nombres.Y la familia Hernández Liria, Juanito "el artista", Juanita y sus cinco hijos varones que, aunque no dormían allí, vivían en su pequeña verdulería desde que el sol nacía hasta que llegaba la noche. Y no se me olvidan los nombres de los niños Manolo y Antonio Uche, Jorge, Mingo, Juan, Perico, Felo, Fernando y Antonio Manuel. En el número 3 de la calle Unión vivieron Juanito, Carmita y sus hijos Carmen, Juan, Pepín y el niño que narra la historia.

1 comentario:

  1. Una vez más corroboro todo lo expresado, pero esta vez con una agradable sensación de cercanía con los personajes. La familia Uche tiene un significado muy especial en mi vida por diferentes razones, pero la más importante es que me ha dado a dos sobrinos maravillosos, hijos de Pedro Uche (Q.P.D.) uno de los hermanos menores de Antonio y Manolo que usted ha mencionado en este relato entrañable.

    D. Antonio, no sé si ya usted lo estará llevando a cabo, pero le veo como guionista de obras de teatro costumbristas canarias. Como lo fue el desparecido Victor Doreste ó Pancho Guerra. Esa naturalidad con la que describe las situaciones, así como la facilidad para recordar los diálogos del momento con la gracia que caracteriza nuestro habla, creo que aportarían a nuestra cultura un valioso memorandum para las próximas generaciones. Sería lindo poder llevar al teatro hechos y vivencias de esos tiempos, que no son tan lejanos, por lo menos para mí.
    Admirado D. Antonio, reciba usted mi abrazo más sincero.

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