domingo, 11 de diciembre de 2011

La Pubertad, el Carnaval y la Plaza de San Juan. (Recuerdos.-19)

          ...Más tarde, cuando la pubertad se enseñoreó de su vida, el Castillo amenazó ruina, los indios fueron expulsados de las praderas y el Bosque Encantado de Merlín desapareció tras un voraz incendio de exclusión y de tristeza.

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      Las campanas de la Iglesia llamaban a misa. Del Casino salían sonidos de foxtrot, guaracha y son cubano. En la Plaza, los niños jugaban a "calambre" y las niñas enviaban mensajes de amor mientras saltaban a "la comba".

      En su banco de siempre, lo más alejado del bullicio que podía, ensimismado y solitario, un muchacho muy joven rumiaba sus contradicciones. Había comenzado el difícil tránsito de la niñez a la edad adulta. Y no iba ha hacerlo sin dolor. Atrás quedaron sus viajes en el tiempo, sus partidas de caza con Gerónimo y algunos de sus fieles apaches, sus aventuras en los Mares del Sur peleando contra Piratas y Corsarios, su estancia en Camelot recibiendo del propio Rey Arturo la orden de Caballero, o sus maravillosas andanzas junto a Robin de Loxsley en el bosque encantado de Sherwood.

      Un sin fin de sensaciones nuevas, esta vez reales, habían asaltado con violencia su vida. Toda su vida. Estados de euforia y depresión, sentimientos de pecado y arrebatos de espiritualidad incontenibles. Las seguridades y las certezas habían dado paso a los miedos y las dudas. El desconcierto y la necesidad de autoafirmación le empujaban con bastante frecuencia a la soledad como refugio. Y acompañando a todo esto, el despertar de la sexualidad en un clima atávico de culpa vergonzante, el nacimiento del amor y el maravilloso descubrimiento de la amistad. Se estaba produciendo en aquel ser desorientado y frágil, la conformación de su personalidad.

      Acaso sea la adolescencia la etapa más asombrosa de nuestra vida. Es posible que jamás volvamos a experimentar sentimientos amorosos tan limpios y generosos. Y quién sabe, tal vez nunca volvamos a plantearnos los grandes interrogantes de la existencia con la honestidad, la sinceridad y la libertad con la que lo hicimos en aquellos convulsos años de aprendizaje.

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      No lejos de allí, junto a la casa que un día fuera el bar de Estupiñán, como si quisiera evocar los días en que leía el periódico junto a una taza de café cargado mientras se solazaba admirando Iglesia, Plaza y Ayuntamiento, el visitante hizo clic y viajó por los laberintos luminosos de su mente. En un instante contemplaba conmovido escenas que sucedieron cincuenta y tantos años atrás y que ahora se presentaban ante él acariciándolas con la emoción del voyeur que se observa a sí mismo.

      Ante los ojos de su memoria, el escenario que tenía enfrente semejaba un zoco árabe o una plaza medieval en día de mercado. La animación y el trasiego que bullían en el casco histórico aquella tarde de Febrero de 1959, eran la evocación festiva de un tiempo pasado que nunca quiso irse.

      En la parada de taxis que estaba situada en la calle que separaba la alameda de la Plaza de San Juan, Fernandito Ojeda aguardaba junto a su reluciente Austin negro la llegada de algún cliente. Esta jornada se presumía de mucho trabajo. Era sábado de carnaval.

      Del interior del templo comenzaron a salir los fieles que habían acudido a misa. Vestían ropa de domingo y olían a limpio. Como sin querer, se iban apiñando en pequeños grupos mientras sostenían lo que parecían ser, conversaciones con contenido. Desde la distancia me era difícil saber de qué hablaban. Posiblemente comentarían el sermón del nuevo cura recién llegado de Agüimes de quien se decía poseía una cabeza privilegiada y una integridad moral muy de agradecer en aquellos tiempos difíciles, o tal vez - y esto lo deduzco por alguna mirada furtiva - estarían pensando en las vidas perdidas de centenares de personas que, disfrazados -"¿me conoces mascarita?" - entraban sin cesar por la puerta del Casino.

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      El visitante asistía perplejo a la representación, mientras hacía ímprobos esfuerzos para no juzgar con excesiva severidad lo que había acontecido tantos años antes. Sea como fuere, era consciente de que la intolerancia moral de aquella época causó insoportables sufrimientos y generó un maniqueísmo insufrible en la vida de la gente. Resultaba penoso comprobar el anacronismo y la inútil crueldad con que se anatematizaban los comportamientos que tenían que ver con la sensualidad o con el disfrute de la libertad. El baile, el carnaval y el propio Casino se presentaban como causa de pecado, y por ende, debían ser combatidos. ¡Qué disparate!

      Pero dejemos al visitante y sus reflexiones y volvamos una vez más a la película que proyectaba su memoria en aquella tarde-noche del sábado de carnaval del año 1959.

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      La Plaza de San Juan era un hervidero de gente. Niños que exprimían el último aliento de sus juguetes de reyes; pelotas que iban y venían por entre las piernas de grupos que conversaban o viandantes que pasaban camino del Casino; adolescentes sentados en el banco del rincón ocultando como podían su acné vergonzante y luciendo con aparente despreocupación el último modelo de peinado traído por los grupos de rock del momento. No lejos de allí, un grupo de niñas reían sin parar y lanzaban inocentes guiños cómplices a los desconcertados chavales. Ocupando los bancos centrales, personas mayores, matrimonios o simplemente viejos amigos, disfrutaban viendo la vida pasar con infinita curiosidad y comparando lo que veían con el tesoro de sus recuerdos. Muy cerca del Ayuntamiento, junto a la escalinata que conducía al Casino, Miguel, Agustín, Onofre y otros amigos de "la placetilla" exprimían los instantes finales de una conversación intrascendente antes de sumergirse en el baile de disfraces y en los sonidos de Jazz y de blues que empezaban a escaparse a través de la puerta que se abría y cerraba continuamente.

      El muchacho solitario ya no estaba solo. Dieguito Talavera, Ramón Álvarez, Inma Castro, Antonio Kubala y él mismo, mantenían entre risas y alegría indisimulada lo que, en la distancia, parecía un hermoso encuentro entre amigos. Por un instante, las grandes interrogantes se olvidaron y dio rienda suelta a sus ganas de vivir.

      Desde la Alameda seguían incorporándose a la Plaza nuevos grupos de hombres mujeres y niños, deseosos de compartir la alegría de la fiesta pagana una vez cumplidas sus obligaciones religiosas. Y así, durante toda la noche, continuó fluyendo la vida en aquel mes de febrero del año 1959.

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       El visitante despegó la espalda de la pared que le había servido de sostén, echó una última mirada a la Iglesia cerrada, al Casino mudo, a la Plaza vacía y tomando un taxi blanco que venía de San Gregorio, rogó al chofer que le acercara hasta su hotel.

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