domingo, 25 de diciembre de 2011

Pesadilla.

      Ocupaba la mesa de siempre, la que venía utilizando desde que hace aproximadamente cuatro años y tres meses se vino a vivir al barrio. Los camareros y los clientes habituales respetaban aquel rincón de la cafetería como el espacio reservado a Don Ricardo. Alejado de la puerta de entrada, pero de cara a ella y de espaldas a la pared, disfrutaba de una inmejorable panorámica del establecimiento y de una discreta intimidad.

       Era una persona de porte distinguido, pero no rancio ni anticuado. Vestía ropas caras, aunque algo gastadas por un uso que podría considerarse excesivo. Por supuesto, siempre llevaba corbata. Rondaría los sesenta. Se conservaba bien. Alto, bien afeitado, con una espléndida cabellera salpicada de grises y oliendo a un aftershave que recordaba a otras épocas pero que, según decían, volvía a estar de moda. Educado, más que afable, discreto y poco hablador, jamás participaba en las conversaciones espontáneas y desenfadadas que eran el pan y la sal de los parroquianos habituales. Podría decirse que procuraba guardar una cierta distancia.

      Desde que entró por primera vez en "La Encrucijada" supo que había encontrado su abrigo, su vientre materno, su guarida. No era tan grande como para perderse, ni tan pequeña como para hacerle perder señorío. Con mesas de mármol y hierro forjado, con camareros veteranos que casi nacieron allí, con una clientela variopinta tirando a bohemia y con una compensada mezcla de jóvenes y gente madura, aquel templo laico se convirtió de repente en su paraíso perdido, su añorado Shangri-La.

      Aunque todos respetaban la intimidad de su soledad buscada, su momento para el repaso crítico de la prensa diaria, su lectura ensimismada de la última novedad literaria o la escritura improvisada sobre una servilleta o en los márgenes de un libro, los clientes más atrevidos, con mayor frecuencia de la que él hubiese deseado, "¿nos permite, don Ricardo?", formaban corro alrededor de su mesa y promovían pequeñas tertulias que él acababa aceptando educadamente.

      Hoy, por fortuna, estaba como quería; solo.

          - ¿Lo de siempre don Ricardo?
          - Lo de siempre Manolo, pero no me tuestes demasiado el croissant. Y la naranja que no esté muy fría. Gracias.

      Mientras aguardaba el desayuno, escudriñaba con indisimulado interés la llegada al local de unos clientes que hasta hoy no habían sido tales, pero que le sonaban de algo, de otros lugares, de otros momentos.

          - Aquí tiene su naranja, su croissant y su café con leche muy caliente. Que aproveche, Don Ricardo.
          - Muchas gracias. Cuando puedas me alcanzas El País, quiero saber con qué me van a torturar hoy.

      Mientras saboreaba el exquisito croissant, su cerebro no dejaba de procesar la información que le enviaban sus ojos. ¿Dónde había visto antes a aquellos hombres? ¿Por qué le generaban aquella molesta zozobra? ¿Por qué estaban aquí?
No quería que le viesen. Aún no. Necesitaba saber más. Afortunadamente la cafetería estaba llena y desde su mesa y con la ayuda de las páginas desplegadas del periódico, podía seguir observando y protegiéndose a la vez.

      Eran dos hombres de edad madura, entre cuarenta y cincuenta años. Vestían ropa informal pero clásica, no pretendían pasar por jóvenes pero ofrecían un aspecto cuidado y deportivo. Uno era muy alto, alrededor de uno noventa y llevaba la cabeza  rapada. El otro, que era quien parecía portar la iniciativa, era fuerte, de estatura media y con el pelo cortado a cepillo. Procuraban no llamar la atención. Se contentaban con mirar discretamente por entre las mesas y conversar de forma, aparentemente distendida con Jesús, el camarero que atendía la barra. Parecía gente decidida, de la que no necesita preguntarse por qué hace las cosas. Las hace, simplemente. Al cabo de unos veinte minutos, pagaron la cuenta, se despidieron cortésmente de Jesús y abandonaron "la Encrucijada".

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      Estaba cansada. En unas horas acabaría su jornada de trabajo, volvería a casa y podría relajarse en el sofá, en su rincón favorito. El otro, el de la izquierda, hacía tiempo que no lo ocupaba nadie. Exactamente, cuatro años, tres meses y dos días.

      No parecía tener más de cincuenta años, aunque sus ojos hablaran de cientos de vidas. Era una mujer muy bella, con unos labios dibujados con mimo, siempre pintados de rojo, de nariz helénica y frente despejada, con un pelo negro azabache cortado a lo garçon y una mirada, a veces verde como algunos mares y otras color miel como algunos campos en época de siega. Vestía de forma sencilla pero con un gusto que revelaba una nobleza no aprendida en las clases de urbanismo.

      Le conoció una noche de luna llena y cielo completamente despejado. Era invierno y helaba. Acababan de asistir a un concierto de jazz en el Johnny y ahora se encontraban en la parada de la EMT, solos y ateridos de frío. Como el autobús tardaba en llegar, el ocasional acompañante tomó un taxi y ofreció acercarle hasta su casa. Tras las habituales muestras de hipocresía de los primeros momentos, acabó accediendo agradecida y aunque evitó mostrarlo, profundamente encantada.

      Compartieron la vida juntos. Exactamente cinco años y veintiún días. Fue un tiempo luminoso, lleno de instantes de dulce deleite y promesas de un futuro cargado de sueños.

      Sabía muy poco de él... ¿qué hacía? ¿de dónde venía? ¿por qué estaba en Madrid? Nunca le presionó. Presentía que era portador de algún misterio, pero temía romper la magia de su paraíso si forzaba el fortín de su secreto. No importó. Le bastaba con exprimir el presente viviendo en plenitud cada instante. Las horas que pasaban juntos las saboreaban viendo cine, asistiendo a conciertos, leyendo en el sofá o preparando en la cocina una nueva receta que ella había descubierto. Gozaban del sexo como dos adolescentes pero sin las urgencias y las pasiones desbocadas de aquellos turbulentos años.

      Así transcurría su vida hasta que un mal día, él desapareció. No hubo explicación, ni despedida. Ni siquiera recogió su ropa, ni sus libros... nada. Buscó por todos los sitios que frecuentaron, llamó a hospitales, a la policía... Y esperó. Y esperó. Y aún hoy sigue esperando. Sentada en el sofá. En su rincón favorito. Mientras dirige miradas cargadas de ternura al rincón vacío de su izquierda.

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      Abandonó "La Encrucijada" más tarde de lo habitual. Como si quisiera poner distancia entre aquellos hombres y él. Como por ensalmo, una temible sombra de preocupación venía a cubrir de oscuridades la amabilidad de su vida presente. Debía asegurarse, pero su olfato le decía que eran ellos de nuevo. Una vez más. Y ya van... No había cumplido aún los treinta años cuando comenzó la pesadilla. Desde entonces, y ya han pasado otros treinta, tuvo que cambiar de ciudad, de país y hasta de continente. Unas veces se llamó Leandro, otras Luis, Julián, José y ahora Ricardo.

       Casi siempre vivió solo. La única vez que sucumbió al amor y compartió sus días con una mujer, pudo exprimir hasta el éxtasis todas las dulzuras que reserva la vida, pero al mismo tiempo, abrió las compuertas al periodo más doloroso de su existencia. Se comportó como un egoísta insensato. Sabía lo que podía suceder, pero cedió. Cedió a sus instintos, a sus sentimientos, a su irrenunciable anhelo de felicidad. Pero conocía todos los riesgos. Y sabía que no podría explicarle nada, ni antes, ni después, ni nunca. Y puso en peligro su vida. Y tuvo que dejarla. Sin previo aviso. Sin dejar rastros que pudieran ponerla en peligro, como ladrón en la noche. Y le rompió el corazón. Y él se ahogó en la culpa y la amargura.

      Caminaba deprisa, con todos los sentidos en alerta máxima. Escrutando cada rostro, adelantándose a cada esquina, con los oídos enviándole sonidos imperceptibles para cualquier otro, con su cerebro procesando información a la velocidad de la luz. Estaba preparado para hacerlo. Lo estuvo desde muy joven. Le adiestraron bien. Le iba la vida en ello.

      Le captaron en la Sorbona durante su primer año de estancia en la capital francesa. Había accedido a ella por intermediación de la Complutense de Madrid con quien la Universidad Gala tenía convenios de colaboración. Estudiaba el
último curso de Ciencias Políticas. Su historial académico le abría todas las puertas. La capacidad para generar empatía, su excelente dominio del ingles, del francés, sus coqueteos con la lengua y la cultura árabes, sus sobresalientes aptitudes deportivas, su contrastada inteligencia racional y sobre todo, su idealismo adolescente, le convertían en un apetecible mirlo blanco para cualquier "halcón" a la expectativa.

      Y lo atraparon.

      Lo que ocurrió en los nueve años que siguieron pertenece en exclusiva a la intimidad de Don Leandro, Don Luís, Don Julián, Don José, Don Ricardo, ... No se lo contó a María, su dulce María y no me lo quiso contar a mí. Sólo supe que su acción causó enormes sufrimientos. Que el mundo y el tiempo que él habitó se tornó oscuro y cruel, que sus sueños juveniles saltaron por los aires hechos pedazos.

      Hasta que un buen día, una luz potente como el sol del mediodía "le tiró del caballo"...

      Y huyó. Y sabía que no podía hacerlo. Y escapó del horror que él mismo causó, aunque comprendía que jamás iba a lograrlo. Y desertó de las consignas y la locura, a sabiendas de que jamás se lo iban a permitir... pero lo hizo. Y volvió a sentirse un hombre.

      Ya estaba llegando a su apartamento. Casi sin darse cuenta se había ido tranquilizando. Tal vez su imaginación estresada producía efectos paranoicos. La calle estaba preciosa. Gente que iba y que venía, mamás con niños de la mano regresando del colegio, un guardia municipal dirigiendo el tráfico en el cruce. Y el cielo azul, completamente azul. Sí, parecía que todo había sido una falsa alarma.

      Subió andando las dos plantas que conducían a su casa. Odiaba los ascensores. El edificio, recién rehabilitado, estaba situado en el casco antiguo de la ciudad. Alguna cafetería y un par de tiendas de ultramarinos con muchos años de servicio, dotaban al barrio de una cierta cercanía. Abrió la puerta blindada, encendió la luz del salón y se dejo caer, como siempre, en el lado izquierdo del sofá. Cogió el mando del televisor y apret... el corazón le dio un vuelco. La impotencia y la rabia estaban a punto de romperlo. No podía ser. Eso no. Por favor Dios mío, eso no. Malditos. Malditos sean.

      Pegada en la pantalla de cuarenta y dos pulgadas del televisor de plasma, una fotografía gigante de María, su dulce María. Y cruzando su imagen, una frase escrita con rotulador rojo  "Verdaderamente era una mujer muy bella. Lástima."

                                                    .............................

      Diciembre del año 2011. Carabanchel. Madrid.

          - Julián, Julián..., ya es hora, despierta por favor, el autobús de la fábrica está al caer. No te olvides del "táper"; lo tienes sobre la mesa.
          - Ya voy, ya voy...
          - Me tengo que ir, se me hace tarde. Tengo que llevar los niños al cole.
          - Joder, vaya nochecita... perdona cariño, enseguida me levanto.
          - Estás sudando. ¿Han vuelto las pesadillas? Parecías asustado. Como si huyeras de algo... o de alguien... tienes que ir al médico, me tienes preocupada.
          - No es nada. Las tonterías de siempre. Sueños de grandeza. Alguna frustración sin resolver.Tengo que ver menos películas. Ya estoy bien. No te preocupes. Te quiero.
          - Yo también te quiero.

                                                         ......................

      Como cada mañana, Paquita lleva de la mano a sus niños al colegio. Es una mujer hermosa. Sus grandes ojos verdes iluminan cuanto tocan. Se siente feliz. Por el camino, dos hombres, uno muy alto, con la cabeza rapada y otro fuerte y con el pelo cortado a cepillo, le ceden el paso y le saludan amablemente. Ella les sonríe agradecida. "El mundo - dice para sí -  es bastante mejor de lo que parece".

 Mientras se aleja con sus hijos, los dos hombres giran sus cabezas hacia atrás y la observan fríamente. Se miran entre sí y confirman con un guiño cómplice.

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