viernes, 2 de marzo de 2012

La trinchera.

      Estoy empapado, embarrado, muerto de frío. Y solo. A mi lado, con la cabeza destrozada y el cuerpo mutilado, el último compañero de avanzadilla. Los demás - quince chiquillos imberbes - cayeron como muñecos de feria antes de llegar a la trinchera.

      Acurrucado y temblando trato de sobreponerme al miedo y la rabia. Desde la pequeña colina que nos mandaron ocupar siguen enviándonos fuego a discreción. Con bastante retraso - ya sólo quedo yo - nuestro apoyo aéreo castiga la zona enemiga, "nos piden disculpas por la tardanza" - ¡mierda! - y se van.

      Hace rato que que no se escuchan las ráfagas de ametralladora. Ni explotan granadas. Ni se oyen lamentos. Ni gritos de guerra. Sólo llueve. Y sopla el viento. Y el frío. El maldito frío.

      Ha llegado la noche. Oscuridad sobre oscuridad. Miedo sobre miedo. La lluvia y el viento dan una tregua. No me atrevo a asomar la cabeza. Temo que un obús o una bala certera, esparza mi cerebro en este barrizal inmundo - me sobrecoge la posibilidad de una muerte tan miserable - Los pequeños ruidos me sobrecogen. Tal vez sólo sean topillos, reptiles o aves nocturnas, pero mi imaginación construye ataques por sorpresa de soldados cargando con bayonetas.

      Los guantes de lana están chorreando. Decido quitármelos. Casi no siento las manos. De manera instintiva las introduzco bajo el milagroso fuego que aún ofrecen mis axilas. Y aguanto. La tierra no absorbe más. El agua casi cubre mis botas... y al compañero muerto. No hay sitio para sentarse. Tendré que descansar apoyando la espalda en una de las paredes de la trinchera.

      Malditas ratas, ratas hambrientas, ratas asquerosas, cientos de ratas. Van por el agua, suben por las paredes, se comen los sesos, se comen mis botas. Noche de horror, noche angustiosa. Desaparecerán cuando la oscuridad se extinga. Cuando suenen las bombas, cuando las otras ratas reanudemos la guerra.

      Tengo hambre. Y sed. El macuto y todo lo que contenía se quedó en el camino mientras corría y zigzagueaba con desespero en busca de un refugio o una trinchera. Sólo conservo mi viejo CETME y un par de cargadores. Jamás lo he usado contra un hombre. Disparé con él durante el periodo de instrucción y siempre con escasa puntería. Mi compañero muerto conserva aún la mochila colgada a la espalda. Tal vez encuentre algo de comida... si no se la comieron las ratas. He tenido suerte, encontré una chocolatina, una lata de sardinas y una cantimplora casi llena. Me daré un banquete antes de que acabe conmigo una bala, el tifus o una pulmonía.

      ¿Qué hago yo aquí? ¿Qué hace Miguel, mi roto compañero de zanja? ¿Qué hacen esos quince adolescentes mutilados, acribillados, solitarios, muertos, regando con su sangre joven estos tristes campos yermos? ¿Qué hacen los que nos disparan enfrente? ¿Qué hacen sus heridos y sus muertos? ¿Quién nos metió en esta guerra... y en todas las guerras? ¿En nombre de quién hemos de matar? ¿Qué bandera, qué patria, qué honor, se ha arrogado ese derecho? Guerras justas, guerras santas, guerras preventivas, guerras necesarias, guerras bendecidas, gloriosas cruzadas... ¡sarcasmos, cuentos, mentiras!... Guerras por el petróleo, guerras por el coltán, guerras por los diamantes, guerras por el imperio, por la industria armamentística, por el dinero, guerras por el poder. Guerras injustas, guerras inútiles, guerras absurdas, guerras desgraciadas, guerras que generan guerras. Malditos quienes las provocan, quienes las secundan, quienes las jalean, quienes las bendicen. Caiga sobre ellos el dolor, el sufrimiento y la sangre de tantos inocentes.

      Tengo miedo, mucho miedo.

      Mi casa soleada, el olor de los guisos, las caricias de mi madre, la tarde con los amigos, la mirada de mi padre, los besos de mi novia. Los domingos de partido, los conciertos en el parque, el chocolate con churros, las confidencias y los sueños.
¡Dios mio! ¿Qué ha pasado?... ¡se me escapa la vida,... me roban la vida! Cómo lamento el tiempo perdido, las caricias hurtadas, el amor que no dí. Si aún tuviese el poder de trasladarme por un instante junto a la gentes que amo, las retendría durante esos preciosos segundos junto a mí, las abrazaría, las besaría, les pediría perdón y les diría una y mil veces que les quiero. Quedamente. Dulcemente.

      Se disipan las sombras. El día ha llegado. Apenas puedo moverme. Todo mi cuerpo está entumecido. Ya no tengo fuerzas ni para sostener el fusil. Pronto vendrán a por mí. Tal vez sea lo mejor. Me he colocado un pañuelo rojo junto al corazón. Quiero que los tiradores fijen su mirada en ese punto y disparen ahí. No quiero que destrocen mi cabeza, ni mi cara. Quiero que mi madre pueda acariciar mi rostro cuando me vele y que mi novia pueda despedirse de mí juntando sus labios a los míos.

      Una avioneta sobrevuela la zona a muy baja altura. No se oyen disparos. Ni gritos. Qué extraño resulta todo. Una nueva pasada y un montón de papeles caen suavemente sobre el campo de batalla. He podido coger uno antes de que aterrice en el agua y se empape. ¡No puede ser verdad! Todo mi ser se estremece mientras leo: "La guerra ha terminado". ¿Será posible? ¿Quién decidió que ya habían suficientes muertos sobre el campo de batalla? ¿En nombre de qué Dios, al amparo de qué bandera, se inició este asesinato en masa que ahora ahora se para?

      He de salir de aquí. Dirijo una última mirada a mi compañero muerto y comienzo a salir de la trinchera. Con temor al principio, más confiado después. La colina parece desierta. No hay movimiento delante de mí. Sólo cadáveres. Adolescentes como los nuestros. Con padres, hermanos y novias, como los nuestros. Miro a mi alrededor y sólo veo desolación y muerte. Un grupo de buitres vigilan ya desde lo alto. Cargo mi CETME y disparo al aire. Por un instante se dispersan, pero volverán, siempre vuelven.

      Estoy solo. Solo y vivo. Con el cuerpo dolorido y el alma cargada de horrores, pero vivo. De pronto me doy cuenta que mis ojos aún pueden ver, mis oídos escuchar, mis manos tocar, acariciar, mis labios besar. Y me estremezco.Y sueño con mis padres, con sus miradas agradecidas y sus abrazos interminables y tiernos, con el alborozo de mis amigos -  los que no murieron - y con las lágrimas y los besos de mi novia.

      Me pareció ver que un cuerpo se movía. Una nerviosa excitación, una alegría profunda, se adueña por completo de mí. Casi no puedo moverme. Me acercaré hasta él, le daré la mano, acariciaré su frente, le pediré perdón y le llevaré a mi casa para cuidarle.

      Ocurrió en décimas de segundo. El cuerpo tendido giró, y una bala certera atravesó el pañuelo rojo rompiéndome el pecho. Caí violentamente hacia atrás mientras un enorme chorro de sangre calentaba mis manos y mi cuerpo. Había tenido suerte, mi cara y mi cabeza resultaron indemnes.

      Mis ojos se apagaron lentamente . Mi alma también. Seguramente, aquel joven soldado nunca leyó la octavilla que anunciaba el final de la guerra.

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