miércoles, 8 de febrero de 2012

Telde, Don Juan y el jardín de los prodigios.(Recuerdos.-22)

   
      No siempre los recuerdos vuelven a tí, tal como los sentistes. El tiempo transcurrido, la luz recuperada, la libertad conquistada, han podido teñir de colores nuevos acontecimientos que ocurrieron en otro momento y que sirvieron para conformar tu vida. Es fácil, a la luz de tu evolución personal, de los cambios sociales o de la transformación de las ideas, que la percepción de lo vivido cambie substancialmente. Por eso, la inmersión en el tiempo pasado debiéramos hacerla despojándonos de todo el caudal de información acumulado, procurando transmitir con honestidad los hechos y las emociones tal como se produjeron y en el contexto que lo hicieron. Por justicia y por rigor histórico.

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      Transcurría el año 1959. La fecha exacta no la recuerdo. Tal vez fuera otoño.  

      Era muy joven, aunque nunca lo pareció demasiado. Alto, delgado, serio, con una media sonrisa que nunca dejó escapar en exceso, vestido con impoluta sotana negra que jamás abandonó y una mirada que dejaba entrever convicciones profundas y mucha seguridad en si mismo. Muy poco tiempo después, las impresiones se transformarían en certezas. A San Juan habían enviado un cura inteligente, honesto, muy trabajador y con una formación filosófica y religiosa profundamente ortodoxa. Sin duda, estábamos ante una personalidad cargada de atractivos.

      La llegada de Don Juan Artiles a Telde produjo, en poco tiempo, un innegable acercamiento al hecho religioso. La liturgia y las pláticas comenzaron a despojarse de lo mágico y lo trivial y se tornaron interesantes y profundas. Su figura transmitía rigor y credibilidad. La Religión y la Razón podían volver a mirarse con respeto.

      Personas maduras y gente joven, fueron captadas con inusitada rapidez ante el vigor personal e intelectual del joven sacerdote. El templo, hasta hace unos meses refugio exclusivo de viejecitas rezando el rosario - incluso cuando se oficiaba la misa -  comenzó a poblarse de hombres y mujeres de cualquier edad y condición cargados de curiosidad y deseosos de encontrar respuestas.

      La penetración de su influencia en el tejido social de la Ciudad no fue menor. El cambio que se operó en el estilo de vida de mucha gente fue hondo y perdurable. Telde y muy especialmente los barrios que conformaban la Parroquia de San Juan, experimentaron durante los años que duró su magisterio, un importante salto cualitativo en sus niveles de autoestima.

      Le recuerdo como un hombre bueno, excepcionalmente integro y entregado en cuerpo y alma a su ministerio. Tuve la fortuna de encontrarme con él en esa edad en la que los ideales y las pasiones desbocadas se pelean por vencer y en la que ningún sueño parece imposible. Y me propuse quedarme cerca.

Aunque una gran parte de la gente, sin dejar de admirarle, le percibía distante y un tanto inaccesible, otros podemos asegurar que era una persona sumamente afable, tímida y en extremo cariñosa. Le apasionaba la psicología experimental, la música polifónica y un buen debate filosófico. Recuerdo con afecto nuestras caminatas al barrio de San Francisco. En una ocasión en la que el sol apretaba y la cuesta se me hacía interminable expresé en voz alta mi queja. - Me dijo - "la dificultad está en tu mente. Tu puedes cambiar la percepción de las cosas. Mira al suelo y esfuérzate en pensar que estás bajando y que la temperatura es amable". Les confieso que el experimento funcionó. Cincuenta años después sigo haciendo uso de su consejo. Y sigue funcionando.

      En otra ocasión nos regaló una humilde lección de ética práctica que nunca olvidé. Afanados e ilusionados, un grupo de jóvenes nos habíamos lanzado a la calle sobre la carrocería de un camión prestado, a la busca y captura de botellas de cristal vacías. El objetivo, conseguir con su venta el dinero que nos permitiera construir un local juvenil. Como nos parecía más sencillo, explicábamos a la gente que los beneficios serían destinados a los pobres. Llenamos el camión. Lo habíamos conseguido. Exultantes, presentamos nuestro éxito al párroco. Su reacción fue serena pero firme; teníamos que entregar todo el dinero obtenido a los pobres. Esa había sido la voluntad de los donantes.

      Fueron unos años increíbles. Y agradezco haberlos vivido.

      Pero Telde, San Juan y su entorno, no eran sólo la comunidad cristiana. En sus calles, en sus plazas, en sus trabajos y sus casas, coexistían otras muchas sensibilidades. Otras formas de entender la vida. El relato de mi viaje por los recuerdos, nunca hará justicia a la historia de un montón de hombres y mujeres que estaban allí y con los que apenas pude compartir algo más que un saludo o una sonrisa. Agnósticos, desencantados, ateos militantes, comunistas clandestinos, trabajadores, intelectuales, represaliados políticos, anticlericales, edonistas, gentes sencillas del pueblo, conformaban el otro continente - mayor aún que el mío - con el que nunca tuve la fortuna de compartir proyectos.

      La Iglesia de aquellos años - y me temo que también de los siguientes - continuaba enrocada en su particular concepción del mundo. Un maniqueísmo ideológico y estructural la empujaba a continuar percibiendo a la sociedad dividida entre buenos y malos, a seguir distinguiendo entre los que poseían la verdad absoluta - ella misma - y los que debían ser rescatados de las tinieblas. Su demonización del baile como paradigma de todos los males, su alejamiento del casino como parte de ese mundo exterior a combatir, su cerrazón dogmática y excluyente de otros grupos, de otras visiones ("fuera de la Iglesia no hay salvación") causaron mucho sufrimiento e impidieron el acercamiento de mucha gente buena cargada de sueños. 

      El banco de la esquina en el fondo de la Plaza, el que estaba situado frente al Casino y de espaldas a la Iglesia, el que permanecía protegido por la amable penumbra que le proporcionaba una farola sin luz, era, como tantas otras veces, refugio para la observación, la reflexión y el encuentro. La Plaza de San Juan seguía siendo mi particular jardín de los prodigios. En ella se cantaba a la vida, jugaban los niños, discutían los jóvenes, se amaban las parejas y rumiaban sus incertidumbres los adolescentes. En una de las esquinas, muy cerca de la parada de taxis, Manolo Uche y Miguel Alcazar conversan con Fernandito Ojeda mientras aguardan la llegada de Soledad y Lola que se entretuvieron conversando en el bazar de Tilita. Antoñillo Franco, Pepe Báez y algunos niños más, sorteaban centenares de piernas en busca de una pelota de goma que se les acaba de escapar. En el centro de la Plaza, Anita, su hermana Reyes y Finita esperaban a otras chicas procedentes de San Antonio. Cerca de ellas, comiéndose la vida con sus ojos dulces y algo tristes, pasó una niña que se llamaba Inma. Las luces del Ayuntamiento permanecían aún encendidas. Posiblemente se estaría celebrando un pleno extraordinario. Desde el balcón, Juanito Cerpa conversaba con Agustín, Onofre y Paquito Artiles que en aquellos momentos se dirigían al concierto. Del Casino entraba y salía mucha gente. Las campanas de la Iglesia llamaban a misa. Pronto estaría llena. Mañana era fiesta. En el banco de la esquina en el fondo de la Plaza, el que estaba situado frente al Casino y de espaldas a la Iglesia, el que permanecía protegido por la amable penumbra que le proporcionaba una farola sin luz, Ramón Álvarez, Carmelo Almeida, Dieguito Talavera y yo hablábamos en voz baja.

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