jueves, 19 de julio de 2012

El final del viaje. (Recuerdos.-31)

      Hoy se marcha el visitante. Va cargado de recuerdos, de emociones que permanecían vivas en algún lugar del subconsciente, de sueños recuperados, algunos satisfechos y otros, desgraciadamente olvidados. Pero se va contento. Su viaje ha terminado. Mereció la pena.
Antes de despedirse se concede un postrero placer: Recorrerá por última vez los paisajes de su despertar. Y no lo hará solo. Se hará acompañar por el verdadero protagonista de esta historia. Si ustedes quieren, pueden acompañarles.

.....................................

El niño.

      La lluvia había dejado transparente el empedrado del "Castillo". Un sol brillante y cálido arrancaba brillos plateados al humilde suelo de las calles Unión, Ramal y Montañeta. Las fachadas de las casas - todas de una sola planta - estaban albeadas con primor. Blancas, la mayoría, pero también las había azules, rosas y amarillas. Las puertas y ventanas eran verdes o marrones. Todas de madera, todas fuertes y macizas. Algunas viviendas tenían tejados, la mayoría, azoteas. Unas eran pequeñitas - como la del niño - otras muy grandes y con enormes patios interiores - como la de Pinito.

      Aquella mañana reinaba el silencio. No había trinar de pájaros, no se escuchaba el zurear de las palomas, no cantaba el gallo, ni cloqueaban las gallinas, sólo las hormigas de cabeza roja y enorme abdomen negro se afanaban preparando el invierno por entre los intersticios que las piedras dejaban a la arena.  Las calles estaban vacías. Tampoco había indios, ni caballeros, ni duendes en el bosque encantado.

      El niño caminaba dando saltitos mirando extasiado el brillo de las piedras. De vez en cuando dirigía sus ojos hacia arriba, y sonreía feliz. Llevaba un pantaloncito corto de color gris - posiblemente de un retal sobrante del uniforme de su padre - camisa azul, limpia y recién planchada y unas alpargatas blancas que parecían de estreno. Agarrando su manita y acompasando sus pasos al andar del pequeño, un hombre mayor, alto, delgado y con el pelo absolutamente cano, se dejaba guiar entre la fascinación y la ternura. Vestía pantalón vaquero azul claro, una camisa blanca de lino con cuello mao que lucía desenfadadamente por fuera del pantalón y unas zapatillas deportivas de lona blanca. Es posible que los que en aquel momento contemplasen la escena sólo pudieran ver al niño, o tal vez solo al señor mayor. Yo tenía el privilegio de verles a los dos. Como se veían ellos. Cómo sin duda les vería Dios. El niño no sabía quién era el hombre. El anciano si sabía quién era el niño. Y por supuesto, quién era él.

      Al llegar al altozano en el que confluían las tres calles, el pequeño se detuvo. Se detuvieron los dos. La puerta de la casa de Mariquita Ceballos estaba abierta. En el patio, Soledad se afanaba en la limpieza diaria. Su madre preparaba el café en la cocina. El resto de la familia dormía. Por supuesto, Manolo y Antonio, sus amigos de aventuras y de sueños, también. Soledad sólo vio al niño. Le sonrió y le envió cariños con los ojos. Él le devolvió el saludo con una de sus manos y continuó su camino Montañeta abajo. Cuando llegaran las primeras sombras de la tarde volvería para escuchar, en la habitación donde combatía el dolor de su maltrecha pierna, las fascinantes historias del papá de Manolo y Antonio, Manolo Uche, y compartir con él, aislados del bullicio del resto de su numerosa familia, las emociones de la transmisión radiofónica del partido de Copa de Europa entre el Athlétic de Bilbao y el Manchester United. El primer partido disputado en San Mamés terminó 5-3 a favor del Athlétic. Iba a ser emocionante.

      Resultaba sorprendente, pero el niño no parecía intimidado, ni raro, ni cohibido ante la figura de aquel hombre mayor que andaba a su lado. Su comportamiento era el mismo de siempre, saludaba, sonreía, silbaba... Tampoco parecía extrañarle que la gente se dirigiera sólo a él sin mencionar ni mirar nunca al señor que le acompañaba. Como si realmente el hombre no existiera. Pero no se hacía preguntas. Estaba a gusto, como con un puntito de paz sobrevenida, como si presintiese que todos los hados del universo estuvieran protegiéndole a través de aquella presencia.

      Caminaban por León y Castillo hacia la Plaza De San Juan. Al pasar por el bar de Segundo en aquella primorosa mañana de otoño, el niño aspiró profundamente intentando absorber todo el aroma del café recién hecho, del café-café, del café "lo juro por mi madre"que se escapaba a través de las puertas recién abiertas. El hombre mayor tampoco pudo resistirse, cerró los ojos, dibujó una sonrisa, aspiró con ganas y soñó que protagonizaba un dulce viaje a través del tiempo. Desde el interior del local saludaron con afecto al pequeño y éste les devolvió el cariño con su sonrisa de siempre. El señor mayor observaba complacido.

      Continuaron calle abajo. Allí estaba la casa de Álvaro y de  Ramón Nonato y el pequeño tejado donde se sentían espadachines y corsarios y se batían en duelo con sus rústicas espadas de madera ante la asustada mirada de la madre y la estupefacción de los curiosos viandantes. Más abajo, la cafetería de Secundino con la vivienda en lo alto, el hogar de Nino, su otro gran amigo de juegos infantiles. De vez en cuando transitaba  un coche camino de San Gregorio, o de Valsequillo, o de Agüimes.... El coche de hora no tardaría en pasar y el chofer tocaría la pita en señal de saludo, y el niño saltaría de alegría y agitaría sus manos en señal de respuesta.

...........................................

      Cómo narrador voy a permitirme una pequeña licencia. Voy a saltarme el pequeño trayecto que aún queda hasta llegar a la Plaza - temo que sigamos encontrándonos con personas y lugares que alarguen en demasía esta pequeña historia - Situaré a los dos protagonistas en el corazón de sus aventuras y recuerdos. Y que allí pase lo que tenga que pasar.

..........................................

      El hombre mayor se ha sentado en un banco de madera frente al Ayuntamiento y el Casino y de espaldas a la Iglesia.  El pequeño se ha soltado de su mano y corre a besar a un hombre sonriente y bondadoso vestido con uniforme de "capitán general" que está abriendo las puertas del Ayuntamiento. El hombre mayor que está sentado en el banco contemplando la escena no puede impedir que unas lágrimas crucen su rostro y empapen su blusa blanca. Y le invade una ternura infinita. Le gustaría que su padre le viese como él le está viendo. Y devolverle mil veces el amor que recibió, y besarle y abrazarle y estrujarle... El niño volvió saltando al centro de la Plaza, pegándole patadas a una chapa y dibujando regates a un jugador imaginario. Pronto llegarían sus amigos y jugarían con una buena pelota de trapo o con el balón de goma de Nino, y el señor mayor de pelo blanco que le había acompañado aquella mañana podría ver lo habilidoso que era y los amigos tan buenos que tenía y podría visitar la Iglesia y su retablo mayor y la milagrosa escultura del Cristo de Telde. Tal vez por todo eso, pensó, tenía los ojos llenos de agua. Si, seguro que era por eso.

........................................

      El adolescente.

      El sol salió y se oculto muchas veces. Se sucedieron las estaciones. Pasaron algunos años. Nuevos amigos, el Instituto, los humillantes granos, la barba incipiente, las chicas, la explosión de la sexualidad, el maravilloso despertar del amor, los exámenes, las vacaciones, las dudas, las preguntas sin respuestas, el sentido de la vida y de la muerte, el silencio, la introspección, los ideales, los sueños, el compromiso. El hombre mayor, alto, delgado y con el pelo cano, contemplaba al adolescente intentando acceder a su mundo interior. Ahora, sólo él, era consciente de la presencia del otro. Hubiera sido imposible penetrar en los secretos del muchacho si éste se hubiese sentido acompañado, observado. Y allí estaba. Pegado a él. Casi dentro de él. Aún así, presentía que le iba a ser muy difícil llegar a sus secretos a su espacio más intimo. Es probable que al propio chico tampoco le resultara fácil. Sin embargo tenía que intentarlo. Se lo debía al niño, al adolescente, al joven. Se lo debía a si mismo.

      Era la parte del viaje a la memoria más delicado y más trascendente. No le bastaba con describir lo que veía. Quería saber lo qué sentía, conocer el mundo al que se trasladaba en sus largas horas silenciosas y solitarias ¿Descubrió acaso quién era?  ¿Qué soñó? ¿Qué proyecto ideó para su vida? ¿Cómo deseaba vivir?
Afortunadamente, el paso del tiempo va serenando el espíritu, las pasiones van encontrando su cauce, y el joven descubrirá que se puede vivir sin tener todas las respuestas. Y se agarrará a un puñado de certezas personales, construirá un sueño y comenzará a andar. Y mientras camina ¿quién sabe? es probable que alguna vez llegue a experimentar la alegría de haber encontrado su sitio en el mundo.

      Y el chico se lanzó en busca de su Santo Grial. Y prometió que lucharía por él.

      El hombre mayor, alto delgado y con el pelo cano se levanta de su asiento, dirige su mirada al balcón del Ayuntamiento y se despide agitando su mano derecha del espacio vacío. Mientras se aleja rememora los sueños de aquel muchacho, y le pide perdón desde el fondo de su corazón. Es posible que nunca, nadie, pueda estar a la altura de los ideales de un adolescente. Por supuesto, él quedó muy lejos.

      En un banco de la Plaza están sentados Ramón Álvarez Sanabria, Carmelo Almeida, Dieguito Talavera y un joven seminarista. Hablan en voz baja. Preguntan, se preguntan y alguna vez encuentran respuestas.

............................................

Habían pasado casi cuarenta años. Cuatro décadas viviendo en Madrid y alejado de mi tierra sin más contacto que esporádicas vacaciones y mucha nostalgia. Acababa de jubilarme. Transcurrían los últimos días de septiembre del año 2010. Alentado por mi mujer, decidí emprender un viaje por los recuerdos. Transitaría solo, sin más bagaje que mi cuerpo y mi memoria. Recorrería los paisajes en los que se desarrolló mi vida en soledad y silencio, dejaría que fluyeran evocaciones ocultas por el paso del tiempo, instantes olvidados que marcaron mi vida, emociones, sufrimientos, vergüenzas,amores, amistades, compromisos... Y así lo hice. Me fui a la Montañeta y caminé sobre sus piedras y miré sus casas pequeñas y limpias, oré en la Basílica, me acerqué a la Plaza de San Juan y pasé largas horas sentado en mi banco de siempre, de cara al Ayuntamiento y el Casino y de espaldas a la Iglesia, miré largamente al balcón en el que ondeaban las banderas buscando amores, paseé por San Francisco y el Bailadero, crecí en el Instituto, me fui al seminario en Tafira, y entre ensoñaciones e ideales, "olvideme y perdime", y recordé a Manolo Alemán y visité su tumba en el panteón de los canónigos en Vegueta y le puse un ramo de flores blancas. Y por fin llegué a Temisas.

...............................................

Con este último relato doy por concluido mi paseo por la memoria. Ha sido sólo eso, un humilde viaje a través de los recuerdos. Perdonen mi atrevimiento.






No hay comentarios:

Publicar un comentario