miércoles, 4 de abril de 2012

San Francisco. Telde. El último viaje.(Recuerdos.- 28)

      El tiempo pasaba y él montaba a su  grupa. Se sucedían los paisajes. Unos, fuertes y agrestes como los riscos de Guayadeque, otros, sorprendentes y mágicos como el espacio natural del Parque del Nublo y algunos, de paralizante belleza como los de Temisas, San Francisco en Telde o el barrio de Vegueta.

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      Pronto acabaría su viaje por la memoria. Estaba contento. En pocos días volvería a la rutina de siempre, se reencontraría con su mujer y con sus hijos, y con la emoción de los recuerdos aún palpitando dentro de sí, les hablaría de historias recobradas que ocurrieron hace mucho tiempo y que, muy posiblemente, le ayudarían a explicar un poco mejor al ser humano que era hoy.

      Había llegado a la altura del bar de Segundo, justo en la acera de enfrente. Habían muchos coches aparcados a lo largo de la acera. Demasiados. La estampa que recordaba no era así. Estaba cansado, llevaba varias horas caminando y el sol pegaba con fuerza; el veranillo de San Miguel, supongo. Sin importarle demasiado "el qué dirán", se sentó en el escalón que había en la puerta de entrada de la casa de Marita y... cerró los ojos.

      Era un cálido domingo del final del verano de 1952. El niño está inquieto. Cuenta las horas que faltan para que sean las cinco de la tarde. Todos los chicos de la montañeta están invitados. Para algunos será la primera vez. Para otros, la tercera o la cuarta. Se presentarán todos juntos. Cómo hacen siempre, incluso cuando quedan para "la guerra"... sobre todo cuando quedan para "la guerra".

      Manolito Calderín vive muy cerca, en León y Castillo, casi enfrente de donde desemboca la Montañeta y muy pegadito a la tienda de Agustinito el de la bicicleta, la que está allí donde comienza la calle que conduce al barrio de San Francisco. Es un chico, apenas un par de años mayor que el mayor de los nuestros. Amable, vestido con ropas nuevas, extremadamente educado y, posiblemente, ávido de afectos y de amigos. Le recuerdo con muchísimo cariño.

      Su casa era grande, bonita, como de otro mundo. Tan próxima y a la vez tan lejana. Pronto se apagarían las luces del salón en el que estábamos todos, el proyector de ocho milímetros comenzaría a sonar y la magia del cine animado de Disney nos sumergería por momentos en un mundo lleno de luces y de increíble felicidad. Allí conocería por primera vez a Mickey, a Pluto, a Goffy, a Donald, sobre todo a Donald, ese entrañable pato de lenguaje ininteligible y gesto permanentemente cabreado. Fue su ídolo, y posiblemente también, el culpable de que años más tarde admirara y se enterneciera con Walter Matthau, el fantástico actor americano que parece una réplica clónica del simpático ánade. Terminó la función, se despidieron de Manolito y regresaron "al Castillo".

      Bueno, todos no. Empezaba a oscurecer y el niño prefirió quedarse junto a dos de sus amigos. Comenzarían un entretenido y repetido juego que les exigía fino oído, vista de lince y un extenso conocimiento del parque automovilístico. Sentados en la acera de los números pares, junto a la tienda de Lolita, sin posibilidad alguna de ver los coches que se acercaban subiendo desde la Plaza de San Juan, se entretenían adivinando, o concluyendo - para ellos el ejercicio tenía más de ciencia que de albur - que marca de coche aparecería tras la curva de la farmacia de Doña Adela: ¿"Austin, Peugeot, Volkswagen, Mercedes, ..."? Les bastaría con prestar oído al sonido del motor o visualizar correctamente la tonalidad de sus luces. Y pasaron los minutos,...cuarenta, cincuenta... Y se hizo tarde. Era la hora de volver a casa. Mañana, muy temprano, deberá ir al colegio de Don Antonio Cruz. Los exámenes para el ingreso de bachillerato en el instituto de Las Palmas, están al caer. Y se marchó silbando...

      ... El viajero abrió los ojos, se levantó de su asiento de piedra y caminó despacio hacia las Cuatro Esquinas. Al pasar junto a la entrada de la Montañeta dejó que su mirada resbalara por entre las piedras del suelo y le condujeran hasta lo alto. Y contempló el caserón de su primera escuela. Y recordó a Doña Carmen, su vieja maestra. Y a Esperancita la hermana leal e invisible. Y a las sillas negras de madera que le servían de pupitre. Y al banquito de madera que le había hecho su tío Pepe. Y por un momento le pareció ver al niño hablando a solas con las dos ancianas y regalándoles un precioso calendario del año 1949 que su padre había conseguido para ellas. Y recordó el ofrecimiento que le hicieron de un dorado, cremoso, tentador y maravilloso pastelito. Y se contempló a si mismo renunciando quedamente, una, dos veces y ...no hubo posibilidad de una tercera. Las mujeres agradecieron al niño su obsequio, alabaron su exquisita educación y retiraron la bandeja con los dulces. El pequeño, frustrado y maldiciendo interiormente sus excesivas buenas maneras, se prometió a si mismo que, a partir de ahora, ante un pastelito, bastaría con rehusar una sola vez. Se despidió con una sonrisa que pareció una mueca y salió de la casa. Y esta vez no silbó.

      El Hombre siguió caminando. Deseaba dar un último paseo por el barrio de San Francisco antes de dar por concluído su viaje por la memoria. Dejó atrás la pequeña tienda de "Aceite y Vinagre" que regentaba Conchita, la mujer de Antoñito Rodríguez ( el dueño del taller de coches que estaba enfrente de la carpintería de maestro Isidoro, en la calle Defensores del Alcázar) y poco después, la tienda de ultramarinos de Rafael Rivero, el hermano del cura. Al llegar a las cuatro esquinas dobló a la derecha y en un instante se encontró sumergido en un lugar donde el tiempo pareció detenerse varios siglos atrás. Lo encontró cambiado, más sofisticado, más limpio, igual de bello, igual de mágico. Las casas parecían las mismas pero más blancas, los muros eran iguales, pero más blancos, el suelo seguía siendo de piedras, pero las piedras de ahora brillaban más, las Cruces, la Iglesia, el Convento, todo era muy viejo y todo era muy nuevo. Las calles seguían siendo anárquicas, libres, hermosas. Algunas ciegas, otras muy estrechas, empinadas, sinuosas, todas bellas, queribles, misteriosas. Allí vivía mi amigo José María Alfonso Peña y algunos de los más veteranos músicos de la Banda Municipal.

      No pudo evitar cerrar los ojos de nuevo. Deseaba volver a mirar aquel lugar de ensueño con los ojos del niño, cincuenta y tantos años atrás. Y ya que el milagro era posible, quería que ocurriera durante las fiestas del Santo, cuando el barrio abría sus puertas y la alegría inundaba las calles. Y allí estaba él, vestido con sus ropas de domingo, en medio de un montón de gente que parecía feliz, que hablaban muy alto, reían, y compraban inmensas nubes de azúcar, blancas, rosadas o amarillas y manzanas ensartadas en un palo, muy rojas, muy brillantes, recubiertas de caramelo , y turrones, montones de turrones de todos los sabores. Sonaba la música, y las voces de los feriantes gritando los números de la tómbola, y el llanto de alegría de una niña abrazando el enorme peluche que había ganado en el sorteo y la carrera de sacos que se decidió por centímetros y la piñata que acaba de estallar en el centro de la Plaza y provoca la estampida de los niños en busca de los caramelos desparramados, y las campanas de la Iglesia llamando a misa mayor...Le gustaba mirar hacia lo alto y ver el cielo lleno de banderas y  farolillos de papel, y que llegara la noche y que esta se tiñera de luces de colores.

      Y por un instante vio a Juan Reta bajando por Altozano y a Don José Frugoni con su mujer y su hijo Pepe saliendo de su casa y, como si se hubiera provocado un pequeño salto hacia adelante, se encontró con Loly y Chanín Sánchez Enríquez, hijos del comandante del puesto de la Guardia Civil, que tenía su cuartel en el barrio y a los que quiso mucho.

      Muy cerca, junto al muro-balcón desde el que se podía ver la fuente a la que acudía un par de veces por semana en busca de agua potable, muy cerca de la iglesia y del convento, a la sombra del gran árbol que presidía el lugar, un grupo de chicos varones coqueteaba a cierta distancia con unas jovencitas que detuvieron su marcha hacia la plaza, seguramente,  para dar una posibilidad al cortejo.

      Entre los chicos estaba Pepín, hermano del niño y unos nueve años mayor que él. Como siempre, impecablemente vestido, impecablemente peinado, seguro de si y de su encanto. Y listo, extremadamente listo. Al ver al pequeño le llamó y le señaló a una preciosa muchacha que no paraba de sonreír. Le dijo que la había escuchado decir que le parecía muy guapo y por eso, para ayudarle, había escrito una carta en su nombre en la que le decía que le gustaba mucho y que siempre estaba pensando en ella. Sólo tenía que acercarse y dársela. Nervioso y excitado, cogió la carta y, casi sin mirarla, entregó a la muchacha su primera declaración de amor y salió corriendo muerto de vergüenza. Algunos años más tarde supo que todo había sido un ardid de su hermano para usarle como correo en uno de sus múltiples escarceos amorosos de juventud. Por supuesto, la declaración de amor era suya. Pero eso poco importaba ya. Aquella festividad de San Francisco permaneció en su memoria para siempre.

      El encantamiento se fue. Ya no habían farolillos de papel en el cielo, ni banderas, ni tómbolas, ni tiovivos, los turroneros habían desaparecido, las calles estaban desiertas, silenciosas, limpias, extremadamente hermosas. Por la calle Inés de Chemida se acerca un grupo de japoneses fotografiando cada paso, cada rincón, cada arco, cada gato que se cruza. Cuando pasa junto a ellos, inclinan respetuosamente sus cabezas y le sonríen. Él les devuelve el saludo.

      Ya está en la Plaza de San Juan, su soñada y querida Plaza. Sentado en el banco de siempre repasa la memoria recuperada, los gritos y las risas, los partidos de fútbol y el juego de calambre, las confidencias y los juegos amorosos, los rostros hermosos de sus amigas y la alegría desbordante de sus amigos, el sonar de las campanas llamando a misa y la música que se escapa del casino, su hermano que sale del trabajo y su padre sonriéndole amorosamente desde el balcón del Ayuntamiento.

      Besó la yema de sus dedos y las posó suavemente sobre el banco. Se levantó muy despacio, como si deseara alargar la emoción del último instante, dirigió una larga y amorosa mirada al escenario de su infancia... y se despidió.

1 comentario:

  1. Que emoción oirte contar estas historias y nombrando a mis vecinos aunque en esa época yo no había nacido..me encanta Antonio.. Gracias por ofrecernos tus memorias y cuentos de nuestra ciudad. besos Inmaculada Aquino

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