domingo, 29 de abril de 2012

Una noche de magia en la Plaza de San Juan.(Recuerdos.-30)

      Cada vez que regresaba, iba a verla. A veces acompañado. Casi siempre solo. Le gustaba hacerlo solo. Se encontraba más cómodo, más libre, más desinhibido. Nada tenía que ocultar, pero se sentía feliz estando a solas con ella. Siempre fue así. Sobre todo, desde que su mundo interior entró en erupción.

      Resultaba increíble, pero los años parecían rejuvenecerla. Se cuidaba mucho. La cuidaban bien. Sus formas se habían estilizado, modernizado. Hubo reencuentros en los que le costó reconocerla. Incluso llegó a pensar, y así se lo dijo, que echaba de menos a la pueblerina sin maquillaje, sin lifting, sin trajes de diseño. Pero finalmente pudo más su amor por ella y la aceptó como era, aunque pareciera tan joven y el tan viejo.

      Estuvieron separados mucho tiempo. Él, a causa del trabajo y otras situaciones que no pudo controlar. Ella, porque sólo aquí tenía sentido su existencia. Había nacido para alegrar, dar refugio, propiciar encuentros, amores y sueños, ... pero le esperaría. Sabía que algún día iba a volver. Se lo decía su experiencia de amante eterna, su singular conocimiento del alma humana. Nunca se había equivocado. Esta vez tampoco.

      Y allí estaba de nuevo, en el gran salón de su casa, en el asiento de siempre, ante las vistas de siempre, a salvo y seguro, como siempre. Y él le confesó su amor. Y ella escuchó. Como lo hizo antes. Como lo hizo siempre. Y guardaron silencio.

      Y de nuevo el canto de los pájaros, el rumor de las hojas de los gigantescos laureles mecidos por el viento, el dulce canto de unas niñas saltando a la comba, el aroma de las flores que empapan el aire y se cuelan por las rendijas.

      Se acerca la hora bruja. El sol se esconde tras los riscos y un manto de oscuridad tiñe de gris marengo todos los rincones de la estancia. Por la claraboya que se abre entre las copas de los árboles, el tintineo de una lejana estrella envía mensajes aún sin descifrar. La luna, en cuarto menguante, permanece oculta tras el velo suave de una nube inesperada. Por fin se encienden las farolas. Un manto de luz brillante y blanquecina, devuelve al retrato perfiles y contornos. Y se produce el milagro. La Plaza de San Juan, la amante eterna, se llena de risas y de juegos, de encuentros fugaces y de conversaciones intensas, de rostros de ahora y de gentes que hace mucho tiempo se solazaron en ella. Todos juntos ejecutan una danza singular y mágica. Por un instante el tiempo escapa de su dimensión cartesiana y propicia el encuentro de muchos hombres y mujeres de épocas distantes, con pensamientos distintos, con necesidades distintas. Cientos, miles de rostros, habitantes de hoy, de ayer y de hace cien años, unen gozosamente su inteligencia y sus decires, en una declaración amorosa y agradecida a su querida Plaza.

      Sentado en su banco de siempre, con las manos juntas apoyadas en la barbilla, algo inclinado hacia adelante y con los ojos cerrados asiste, perplejo y asombrado, a la representación que los Duendes y las Hadas que habitan en los poblados cercanos de Tara y de Cendro han preparado para él.

      
















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