viernes, 20 de abril de 2012

Historias de horror y de muerte.

      Historia primera.

      La pequeñaja no para de saltar y de reír. Los otros dos niños juegan con un balón de fútbol en un pequeño claro del bosque. Ninguno debe sobrepasar los once años. Una preciosa mujer, su madre sin duda, se regocija mirándoles mientras extiende con mimo el mantel de cuadros rojos y blancos sobre una pradera deliciosamente verde. Transportando una pequeña nevera portátil y una sombrilla de muchos colores, se acerca un hombre joven tarareando una canción de Sabina.
- "Papá, papá, juega con nosotros, nos hace falta un portero."
- "Enseguida voy, ahora tengo que ayudar a mamá."
- "Pero ven pronto, que nos aburrimos."
- "¿Puedo jugar yo? - pregunta la pequeña - en el colegio me dejan hacerlo."
Los chicos siguen peloteando sin hacer caso a su hermana.

      La merienda está preparada. Habían tenido suerte. Hace una semana la lluvia y el viento habrían arruinado la excursión. Esta tarde de septiembre, soleada y tibia, ni una sola nube mancha el cielo azul celeste que cubre sus cabezas. El sol tardará aún en desaparecer tras la pequeña colina que cierra el bosque por el oeste. Una intensa percepción de felicidad invade el espacio intimo de la joven pareja. Con besos fugaces y tiernos arrullan y calman el volcán de sentimientos que parecen desbordarse. Pero eso será más tarde. Cuando los niños y sus ángeles duerman. Ahora, disfrutan y se solazan con la alegría de sus hijos.

      No están solos. A unos cien metros de distancia, escondido tras unos matorrales y procurando no hacer ruido, un hombre de unos cuarenta años vigila desde hace horas los movimientos del grupo familiar. La única pista de tierra que permite a un coche llegar hasta aquí permanece tranquila y desierta. El sendero utilizado por él no parece que lo usen ya ni las alimañas del bosque. Maleza, helechos gigantes, zarzas y otras malas hierbas se habían apoderado de la vieja senda. Todo está controlado, pero aún deberá esperar un par de horas, el tiempo suficiente para que el sol se oculte y no le deslumbre.

      Se enteró por casualidad. Imprimía unas fotocopias delante del despacho de Carlos.  La puerta estaba abierta y no pudo dejar de escuchar la conversación que mantenía con su mujer. Con todo lujo de detalles le describía "el precioso y tranquilo lugar" al que pensaba llevar a la familia el próximo sábado. Cuando se percató de su presencia en la máquina le saludó con la mano libre y le dedicó una sonrisa cariñosa. Y siguió hablando.

      Con sumo cuidado, intentando no hacer ruido, comenzó a hacer ejercicios de estiramiento. Llevaba demasiadas horas acurrucado y se sentía entumecido. Sus dedos estaban bien. Desde que llegó no había parado de moverlos. Necesitaba que respondieran con precisión.

      Ya habían comido. Los niños apuraban los últimos minutos de juego. Carlos y María leían plácidamente. La mesa estaba recogida, el suelo limpio y la sombrilla plegada. El sol desaparecía tras la colina.

      El arma estaba reluciente. Era un sniper, rifle de altísima precisión capaz de alcanzar un objetivo a un kilómetro de distancia. Ya tenía puesta la mira telescópica. Una piedra en la linea de tiro le permitía apoyar el cañón. Era demasiado sencillo. Primero los mayores. Después los pequeños. No le llevaría más de un minuto. El sol desapareció y un ruido seco se repitió cinco veces.

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      Historia segunda.

      Mira a un lado y a otro. Desconfiado. Orgulloso. El sol calienta aún la hierba del pequeño claro. Le apetece llevarse al pequeño y pastar, pero no se expondrá. No por ahora. A pocos metros, protegidos por la espesura del robledal, una joven cierva lame el lomo de su pequeño mientras este mama con desespero. Desde la tarima de piedra  que utiliza como observatorio, el orgulloso progenitor dirige tiernas miradas a su familia. Muy cerca de allí, otras hembras de su harén se atiborran a bellotas.

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      Por la pista de tierra que se adentra hasta el corazón de la floresta, un enorme Land Rover Defender de color verde-caza transporta a tres hombres mimetizados de la cabeza a los pies con el color de su auto. En el maletero, Dos rifles semiautomáticos marca Rémington y un tercero de cerrojo marca Browning, varios machetes, ropa de camuflaje, prismáticos y un par de sillas plegables. En una nevera portátil, refrescos, sandwiches de Rodilla, chorizo, sachichón y unos blister de jamón ibérico. En una bolsa de papel de estraza dos enormes hogazas de pan de pueblo. Esta noche dormirán unas horas en la casa del guarda forestal. Mañana muy temprano, antes de que sean las tres, el trio más el guarda, se adentrarán en el monte.

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      Erguido, con porte real, saboreando su jefatura en la manada, se acerca con pasos lentos y seguros a la pequeña laguna. Dos machos, que días antes fueron vencidos por él, se retiran a su paso. Al inclinar la cerviz para calmar su sed contempla orgulloso la soberbia cornamenta reflejada en el agua cristalina.

      Ya prepara su marcha. Le acompañarán sus dos contrincantes, un ejemplar joven de apenas cinco años, y el rey destronado,  un macho de unos quince. Las hembras y las crías se irán aparte. Habían tenido suerte, los lobos y los linces no habían podido seguir sus rastros. Sus encamadas cortas - nunca más de uno o dos días - les permitían ocultar sus huellas. Caminarían durante la noche y se ocultarían cuando el sol saliese.

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      Los hombres de verde (no sé si utilizan este color para camuflarse o porque se ven más guapos) caminan despacio y con muchas dificultades siguiendo la ruta que les abre el guarda jurado. La noche es cerrada y el bosque está lleno de matojos, helechos gigantes semisecos y muchas piedras y bellotas que hacen penosa la marcha. No importaba. La excitación del trío es enorme. Las generosas dádivas entregadas al servidor del estado habían dado sus frutos. Esta mañana, antes de que hubiesen entrado en la oficina, habían recibido el soplo: "El rey del bosque" estaba de paso. Un fantástico ejemplar, con la cornamenta más espectacular que jamás hubiese visto exhibía su majestad por los montes de la región. Lo tenía localizado. Mañana sería muy tarde. Esta noche o nunca.

      Llevan varias horas caminando. La alborada, esa primera luz del día antes de salir el sol, comienza a borrar las sombras y pone al descubierto la enorme belleza del mundo natural. Silencio. El guardia jurado pide silencio. Está allí, a doscientos metros, quieto, atento, desconfiado, con la cabeza erguida, soberbio, hermoso. Detrás suyo, dos bellísimos animales escuchan, olfatean, observan. Hay extraños en el bosque.

      Mientras, los tres hombres de verde han cargado sus rifles y apuntan con sus miras telescópicas al cuello o a la zona de las vertebras pulmonares. Se han repartido los animales jugando a los chinos. Todos son buenos trofeos. Por nada del mundo han de tocar la cabeza. Quedaría feo en el pabellón de caza. Deben sincronizar los disparos. Si alguien tirase antes perderían a los dos supervivientes.

      Un enorme estampido quiebra el majestuoso silencio de la floresta. Cientos de aves huyen despavoridas. Los topillos, las liebres, los jabalíes y las ardillas corren a ocultarse en sus madrigueras o en lo más profundo de la espesura. A pocos metros de distancia, las ocho hembras del harén y sus tres jabatos vuelan más que saltan, intentando alejarse de aquel lugar de horror y de muerte. Sobre las zarzas y los helechos gigantes de un bosque anónimo, con la sangre aún caliente y las patas moviéndose espasmódicamente, tres de los más hermosos seres vivos que existen en la tierra yacen abatidos por la inexplicable y fría crueldad de los hombres.

      Los tres cazadores y el agradecido guardia jurado se abrazan y celebran con gritos obscenos su triunfo. Con sus machetes cortan el cuello de los ciervos y se llevan sus cabezas. Los cuerpos decapitados se quedan en la tierra.

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