domingo, 11 de agosto de 2013

Y pensó "que ya estaba bien"

      Se había puesto a llover, pero ella apenas lo notó.

      En realidad no notaba nada de cuanto ocurría a su alrededor. Absorta en su universo secreto, caminaba con pasos cortos y regulares Gran Vía abajo, dirección Plaza de España. Turistas, jubilados, estudiantes, vendedores, una puta y un travesti, varios trileros en desbandada y una pareja de policías de proximidad eran sus anónimos compañeros de paseo. Pero nada. Si en aquellos instantes Houdini los hubiera hecho desaparecer no la hubiesen dejado más sola. No veía nada. No veía a nadie. Ni siquiera a la Gran Vía.

      Afortunadamente aquello sólo era una tormenta de verano y pronto dejó de llover. Su ajustado pantalón vaquero y su blusa de lino blanco estaban empapados. Es posible que sus bailarinas azul marino le hubiesen prestado un último servicio. Al menos su coqueto sombrero de paja había salvado su pelo y la sombra negra de sus ojos. Pero esto es algo que puede que sólo nos haya preocupado a sus amigos. A ella, en su estado catatónico actual, debía importarle un pimiento. Llegó a la plaza casi sin darse cuenta. Un batallón de japoneses, o chinos ricos - vaya usted a distinguirlos - casi la atropellan cuando corrían a inmortalizar con sus cámaras a su admirado Don Quijote. Un sin fin de reverencias y de sonrisas bobaliconas suplicaban urgentemente disculpas. María salió de su nube. Y pasó de ellos. A pesar de la lluvia reciente, los bancos y el pretil de las fuentes estaban totalmente copados por turistas de aquí y de lejos, que escapaban de la canícula buscando el impagable regalo de la corriente de aire fresco que venía de la Casa de Campo, atravesaba la plaza y se estrellaba contra la mole del Edificio España.

      Una pareja de ancianos ocupaban, milagrosamente en solitario, uno de los bancos más cercanos a los jardines de Sabatini. Aprovechó el inesperado regalo, saludó inclinando levemente la cabeza y se sentó en una esquina con la intención clara de no abrir la boca. Con la ropa aún mojada, la mirada huidiza y plegada sobre sí misma, parecía un perrillo acostumbrado a recibir desprecios y palizas de forma gratuita.

      Rondaría los cincuenta años. Era aún una mujer hermosa. Vestía con gusto. Se arreglaba siempre con mimo, como si se dirigiera a su primera cita o a una reunión con mujeres en una cafetería del centro. Compartía confidencias, risas y soledades con un grupo de amigas, solteras como ella. No había tenido suerte en su relación con los hombres. Sus dos únicas experiencias afectivas terminaron mal. Pero ya no importaba. Se sentía bien, tenía un buen trabajo, y se sentía razonablemente libre. Al menos así fue hasta ahora.

      Pero hace dieciocho meses todo se torció. La grave enfermedad de su madre la obligó a pedir una excedencia en el trabajo. Y de pronto apareció la crisis, y la reforma laboral, y los ERES, y los despidos basura. Y se vio en la calle. Huérfana, sin trabajo, sola. Y comenzó su penosa travesía por internet, por el correo de los amigos, por las empresas de Madrid. Calle a calle. Puerta a puerta. Y experimentó la marginación del fracaso. Se resquebrajó su pequeño mundo. Los encuentros con las amigas se distanciaron. Tenían otros horarios, otras responsabilidades. Ella no tenía dinero para quedar. Para pagar. En realidad, no tenía dinero para vivir.

      Salió de la entrevista asqueada y hundida. Llovía. Habían logrado que se sintiera un juguete viejo pasado de moda. Poco importaban su experiencia de veinte años como gerente de una gran superficie, su expediente inmaculado o su disposición a empezar desde abajo. Nuevos tiempos habían llegado. Estaba obsoleta. Buscaban otro perfil - le dijeron - universitarias, a ser posible, con algún máster, jóvenes, ambiciosas, modernas, muy presentables, baratas.

      ¡Hijos de puta!

      Alzó su mirada, y por primera vez en su vida, miró y vio. Sentadas en aquellos bancos, caminando por estos mismos jardines, deambulando por las calles, refugiadas en sus casas, aguardando la noche que vendría, el frío y el viento, frágiles y asustadas, cientos de miles de mujeres compartían con ella, desde que el tiempo es tiempo, toda la desesperación y la rabia de vivir en una sociedad injusta, podrida, insolidaria, hipócrita, dormida. Una sociedad que les obligaba a pagar a la vez, el tributo de ser pobres, trabajadoras y mujeres.

      Y pensó "que ya estaba bien".

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