viernes, 18 de enero de 2013

Juan y Javier. Historias de amor y de pena.

Juan

Había salido de casa muy temprano. Quería llegar al punto de encuentro antes de que el sol alcanzase su cénit. Pantalón corto de algodón, camiseta blanca y unas buenas zapatillas deportivas para senderistas de vocación tardía. A la espalda, una pequeñísima mochila con algo de comida, agua, un mini botiquín de primeros auxilios y una muda de camiseta. - Muy completito.-

Era una mañana preciosa de finales de junio. Atrás quedaron el ruido de los coches, el olor a queroseno y un asfalto agrietado y ardiente. Caminaba por senderos limpios y bien cuidados, protegido por la sombra de los pinares que bajaban hasta el valle y por el frescor de un pequeño arroyo que iba a servirle de GPS si seguía su contracorriente.

  Disfrutaba con el aroma de la salvia, con los misteriosos sonidos del bosque y con el modo en que las colinas se coloreaban de naranja en verano al cubrirse de amapolas y gallardías. Juan adoraba su tierra.

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Javier

Los días transcurrían como si cargaran un peso insoportable. Plomizos, grises, preñados de tristezas. No había nada que los distinguiera del de ayer, ni del de anteayer, ni, presumiblemente, del de mañana. Sus días, los suyos, los que tenía que vivir inevitablemente, se sucedían con la misma sensación de aburrimiento y hastío. Era cómo si se hubiese mimetizado con el paisaje, aunque lo más probable, es que el paisaje "inocente" fuera una simple holografía creada por su alma doliente.

Desde el confortable ático en el que vive desde que se trasladó a Madrid, contemplaba cada mañana el mar de tejados y chimeneas que cubren El Barrio de las Letras y llega hasta Atocha y El Reina Sofía. Sin embargo, lo que en sus gozosos días de estreno constituyó para él un espectáculo de belleza singular, se había convertido de repente en algo vulgar y deprimente. Ya no sale a su gran terraza, ya no mira a través de las ventanas. Las cortinas permanecen corridas todo el día, las persianas sólo suben lo indispensable para no tener que encender la luz eléctrica. Sin embargo, no hay desorden, la casa está limpia, el baño impoluto, la cocina recogida. Él, ...él, como siempre, pulcro y bien vestido.

Juanita, la señora que le ayudó desde el principio, viene tres días por semana ordena y cocina. Está preocupada. No le gusta lo que ve. Hay demasiada tristeza en los ojos del muchacho. Desde qué ocurrió lo que ocurriera aquella noche de noviembre, y de lo que ella jamás supo nada, no ha vuelto a verle sonreír. Afortunadamente, una arraigada y estricta educación que parece marcada a fuego, le impide descuidar su aseo personal y un toque de discreta elegancia en el vestir. Su trabajo en la universidad, que nunca dejó, puede que también haya ayudado.

Pero no, no le gusta lo que ve.

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Juan

Ya estaban arriba. En la cumbre. Disfrutando del Nublo, con el Teide al fondo. Sonrisas, abrazos, bromas, ... y algunas ampollas en los pies de los novatos, en los suyos también, ... y el agua fresca del arroyo haciendo de dulce bálsamo.

  Elegida una espléndida sombra junto a una enorme roca y unos viejos alcornocales, se dispusieron a compartir viandas y bebidas. Riquísimo pan de matalauva, tortilla, con cebolla y sin cebolla, lomo y pollo empanado, unos tomates que mantuvieron frescos en el agua, cortados y aliñados con aceite de Temisas, una monumental empanada de pisto y atún, quesos de Ingenio y Valsequillo, unas buenas lonchas de pata de cerdo traídas desde Telde, vino "del Señorío de Agüimes, plátanos de Galdar y naranjas de ombligo de La Higuera Canaria, conformaban una tentación irresistible ante un estado de incontenible bulimia general. Y todos se sentaron en el suelo en torno a un enorme mantel de cuadros blancos y rojos que se le había ocurrido traer a Miguel Jiménez.

  Y llegó la sobremesa. Y volaron libres los recuerdos. Y regresaron muy atrás, cuando aún eran muy jóvenes. Cuando vivir era una aventura permanente. Cuando soñar y contar en voz alta lo soñado podía ser peligroso. Cuando era importante que alguien, mientras caminabas, te diera la mano y su tiempo y su confianza y su saber. Y memorizaron los primeros encuentros, y los proyectos compartidos y las ganas de cambiar el mundo y el nacimiento de una amistad que había llegado hasta hoy y que, seguramente, permanecería para siempre.

Como si hubiese sido raptado en un encantamiento, sus oídos escucharon de repente palabras y risas que mezclaban pasado y presente, resonancia de violines y susurros de chelo, ecos de antaño y murmullos de ahora. Y sus ojos se abrieron y con ellos miró a sus amigos como nunca antes les había visto y descubrió con otra mirada sus arrugas, y sus kilos de más, o de menos, y sus cabelleras blancas, o la ausencia de ellas, y sus cuerpos cansados y sus sonrisas. Sí, sus sonrisas eran las sonrisas de siempre. Tal vez más limpias, tal vez más sabias. Y lo que vio le gustó. Y se sintió afortunado.

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Javier

Nunca le gustaron los inviernos de Madrid. Aborrecía la nieve en la ciudad y el hielo y el intenso frío. Los días de niebla y de lluvia que conducían al paroxismo la habitual locura del tráfico. Los abrigos, las trencas, los gorros y los guantes, las bufandas de lana y los dos pares de calcetines. Aborrecía el metro abarrotado, los autobuses repletos, las calles llenas de gente que caminan sin mirar. El olor a gasóil y la boina de polución, el insoportable ruido de las sirenas, los bocinazos de conductores histéricos y los camiones de la basura. Aborrecía que la noche llegara tan pronto, que la televisión fuera tan mala y que a un día gris fuera a sucederle otro.

Juanita llegó a casa como cada viernes. Aún no serían las diez. Javier debería llevar ya una hora en su trabajo; siempre fue muy responsable. Encendió la luz de la entrada y se dio cuenta de que no estaba puesta la alarma. Le extrañó; nunca se olvidaba; tenía pavor a los ladrones. El salón estaba recogido, la pequeña manta que compró en ZaraHome, doblada, sobre la mesa de centro un libro de poemas y un cuaderno de tapas grises cerrado. En la cocina, sólo un vaso manchado de leche permanecía en el fregadero. Anoche no cenó. En la nevera, intacta, la comida que le había preparado. Tuvo que encender todas las luces. Las persianas estaban completamente bajadas. Su habitación, también era raro, cerrada. Dejarla ligeramente entornada, era la señal de que podía entrar a limpiarla sin reparo. Empezó a preocuparse. Demasiadas señales extrañas.

Llamó a la puerta un par de veces pero nadie contestó. "En fin, se dijo a sí misma, el chico es humano, también puede olvidar cosas". Abrió despacito, como pidiendo perdón, y entró.

¿Qué demonios pasó aquella noche de noviembre?

  La policía llegó a los pocos minutos. Juanita, presa de un ataque de nervios, era atendida por un enfermero del Sámur. En el interior de la habitación, un inspector de homicidios contempla desconcertado la escena. Sobre una cama perfectamente hecha, sin una arruga, sin un doblez, un hombre joven - entre los 35 y los 40 años - yace impecablemente vestido con un pijama de seda azul, peinado con mimo, con la cabeza ligeramente ladeada sobre su derecha, con los ojos cerrados y un perceptible rictus de serenidad en sus labios, con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y un agradable olor a perfume de Armani inundándolo todo. Sobre la mesilla de noche, un frasco de pastillas vacío y dos vasos, que antes contuvieron agua, también vacíos. El hombre parecía dulcemente dormido. Desgraciadamente estaba muerto.

.- Inspector, por favor, tiene que ver esto .- En el salón, junto a la mesa de centro, nervioso, un policía de la científica sostiene entre sus guantes de látex un libro de poemas y un cuaderno de tapas grises.

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Nota.- Dicen que el inspector de homicidios del distrito centro jamás deja un asunto sin resolver. Me dijeron que haría lo mismo con éste. ¡Ojalá! Espero que pronto pueda decirnos que pasó. Y si la investigación se complicara, ¿por qué no pensar en un relato largo?

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