sábado, 17 de octubre de 2015

La Librería. Lugar de luz.

Era un lugar mágico. Siempre que podía, y procuraba que eso sucediera con frecuencia, le gustaba perderse entre sus abarrotados laberintos, o junto a los espacios habilitados para sentarse y olvidarse o, llegado el momento, refugiarse en el pequeño "salón de los susurros" y gozarse con los interesantísimos debates de gentes que sabían mucho y disfrutaban compartiendo. Siempre en voz baja. Siempre quedamente.

Quienes trabajaban allí se habían acostumbrado a su figura como sí su presencia formara parte del paisaje. Le sonreían, le saludaban y muchas veces se quedaban largos ratos hablando con él. Tino, María, Juani, Clari, Chano, Lolo, todos muy jóvenes, todos encantados de verle, todos deseando ayudarle.

Siempre había gente. A veces, mucha gente. Gente joven y gente mayor. Hombres y mujeres. Progres y conservadores. Clientes de paso y consumidores habituales. Compradores compulsivos y algún que otro curioso. Pero apenas se oía nada. Alguna consulta en voz baja, el ruido de algunas hojas pasar, el tintineo de una máquina registradora...

Posiblemente fue construído durante la década de los años treinta del pasado siglo XX.
No poseía un estilo arquitectónico definido, como todo lo que en aquellos años se edificaba en la Capital, pero su carácter ecléctico y libre dotaba a la finca de un encanto singular. Por fuera, ladrillo visto de color rojizo y granito de la sierra vistiendo ventanas y pretiles. El interior conservaba su estructura primigenia con un patio central pavimentado con grandes baldosas de mármol blanco con ligeros tonos grises, y tres plantas en forma de corrala con balconadas de caoba y escaleras del mismo material rematada con una cúpula, también de caoba, y flanqueada por cuatro espectaculares cristaleras emplomadas adornadas con sugerentes motivos literarios y masónicos.

Cuando el sol llegaba a lo más alto, un torrente de luz se colaba por las vidrieras de infinitos colores inundando toda la estancia y alumbrando con inusitada belleza cada rincón de la casa, cómo sí alguien hubiera querido decirnos que aquel espacio sagrado estaba en disposición de iluminar al mundo.

Era la librería más hermosa que nunca había visto, el espacio anhelado que siempre soñó en gestionar junto a su mujer quién, desde muy niña trabajó con los libros y, como él, se perdía feliz o atormentadamente en las historias que contaban.

No había un espacio libre de libros. En la plazoleta central, muchas mesas con la últimas novedades editoriales, los libros de mayor éxito y obras aún cercanas en el tiempo de especial relevancia literaria. El resto, incluidas las plantas superiores, paredes absolutamente tapiadas de bellísimas estanterías, del color oscuro-rojizo de la caoba, que contenían, perfectamente ordenado, todo el saber conocido.

En una estancia principal, tras uno cristales protectores, transparentes y sin una mota de polvo, auténticas joyas editoriales: Incunables, Legajos de Pergamino de muchos siglos atrás, Cartografías únicas, Manuscritos originales de Leonardo, Bellísimas obras de arte de Abadías Medievales de toda Europa...Por supuesto, nada de esto estaba en venta. Era el toque de distinción. El culto debido a la belleza.

Don Juan, ese era el nombre de nuestro protagonista, había cogido un libro de la estantería en la que vivían las historias de los universos paralelos. Lo abrió, lo ojeó, lo acarició y con él abrazado sobre su pecho se dirigió a la sala de lectura. Aún quedaba algún asiento libre. Frente a él, ensimismada y aparentemente entusiasmada, una mujer joven escribía sin parar mientras leía y releía "La náusea" de Jean Paul Sartre. La miró con dulzura y abrió su libro:"Jonathan Strange y el señor Norrell" de la extraordinaria escritora de Nottingham, Susanna Clarke.

Cerró los ojos un instante. Los abrió de nuevo y empezó a leer. "Hace años, había en la ciudad de York una sociedad de magos. Los socios se reunían el tercer miércoles del mes y se leían unos a otros largos y aburridos trabajos sobre la historia de la magia en Inglaterra". Y de súbito, sumergido en el desvarío, Don Juan abandonó entre nubes su hermosa librería y la compañía de su joven compañera de lecturas, y se alistó en la increíble cohorte que acompañaba al Rey Cuervo, el más grande de todos los magos de la Edad Media.

Las luces de la librería comenzaron a apagarse. Era la hora de cerrar. Sólo Don Juan permanecía absorto en el salón de lectura. Marga, una de las responsables, se acercó cariñosamente hasta el, tocó suavemente su hombro y le despertó de su ensueño. Le dio un beso en la mejilla y le comentó que mañana llegaría el libro de Alice Munro que había pedido. Don Juan la besó con ternura, le dio las gracias y le deseó buenas noches.





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