sábado, 24 de septiembre de 2011

Una noche de otoño en Temisas.2 ( Recuerdos.-9 )

      Mediados de noviembre de 1968. Otoño en Temisas. Una hermosa luna  llena ilumina una noche serena y algo fresca. Junto al muro que cierra la plaza; en el lateral de la iglesia que se abre al pueblo y al Roque Aguayro; mirando unas veces al cielo y las más, a las luces que brillaban a lo lejos junto al mar de Arinaga, un pequeño grupo de personas conversa plácidamente con voces muy quedas, como en susurro, como si temieran despertar a  los pájaros que horas antes llenaban de música todo el valle, o presintiendo tal vez, que ese tono de voz desbloquearía reticencias y prejuicios y les acercaría al otro, con confianza y sin temores.

     Sentados en el muro estaban "mis vecinos", Juanito Sánchez y Consuelito, su mujer; de pie, Paco Sánchez, hijo de ambos, y Kiko Cubas, hermano mayor de Sergio, mi monaguillo, y dueño de la tienda de ultramarinos del pueblo; frente a ellos, recostado junto al arbol que preside la plaza, escuchando más que hablando, se encontraba quien les cuenta esta historia.

      De lo que esa noche se dijo, mi memoria no tiene registrada ninguna confidencia especial, ningún compromiso, nada que hubiere sido trascendente, pero la recuerdo como si se estuviese reproduciendo en este instante, como si el tiempo se hubiese detenido y yo pudiera seguir disfrutando de la dulzura de una conversación sosegada en una noche de otoño en Temisas.

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      Sólo habían transcurrido unas horas desde mi regreso. Atrás quedaron cuarenta días de incertidumbre y sufrimiento innecesarios, frutos de un mal diagnóstico médico que confundió los síntomas de fatiga, propios del estrés y la falta de descanso, "con una estenosis mitral de segundo grado".  Pero eso estaba olvidado y yo de regreso en el pueblo. 

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      Pasaron los días y sus respectivas noches. Esa tarde, el valle permanecía callado. Casi podía escucharse el silencio, roto sólo de vez en cuando por algún ladrido solitario o por el trasiego de Benito con "sus locos cacharros".  Las personas con las que me tropezaba en mi paseo vespertino me observaban con curiosidad y me saludaban con respeto. Era el tiempo para conocerles y para que me conocieran.

      De vuelta hacia mi casa, subía por el camino del café - destrozado entonces - y me pasaba a visitar a Miguelito, el dueño del local y a los cuatro o cinco parroquianos que pasaban la tarde jugando a las cartas. En mi afán por ser aceptado entre aquellos que, se suponía, eran los más reticentes a la presencia "del clero", les prometí que algún día me pasaría a jugar una partida. Nunca cumplí la promesa, pero creo que tampoco me lo tuvieron en cuenta, al fin y al cabo, pensarían, "debe ser un jugador extremadamente malo".

      Muy pronto me incorporaría al recién inaugurado Instituto de Agüimes. Sería después de las fiestas navideñas, de lunes a viernes, durante toda las mañanas, mi tiempo iba a estar ocupado con un montón de horas de clase. Debía planificarme bien. El Instituto era importante, pero Temisas era mi prioridad. Había que ponerse en marcha.

      Pero... ¿por dónde empezar?... La verdad es que, en nuestra etapa de formación no nos proveyeron de recetas mágicas, ni de soluciones a la carta, aun así, algunas cosas  parecían evidentes; intuía que mi trabajo no podía circunscribirse ni exclusiva, ni principalmente, a la celebración de la eucaristía y la administración de los sacramentos. Con todo el respeto del mundo, deseabamos evitar una religiosidad aparente, basada en la costumbre, en la resignación ante la adversidad y en la pasividad ante situaciones injustas. Los ritos sagrados y el contenido de las charlas deberían conseguir, la recuperación de la autoestima, el ejercicio de la fraternidad y la acción solidaria, la constatación de que todo es posible, la conquista de espacios de libertad y la alegría de vivir. Así entendíamos "La Buena Nueva".

      Fijado el objetivo, había que inventarse los medios para lograrlo. Y aquí no parecía haber dudas: "Lo tendríamos que hacer entre todos".

      La pimera reunión transcurrió en el patio de la casa parroquial, con la puerta abierta por si llegaban rezagados o por la posibilidad de ampliar el espacio si acudía mucha gente. Nos juntamos un buen número de vecinos, También asistieron don Juan y don Marcelino, agentes de extensión agraria que trabajaban por la zona y que, desde un primer momento, mostraron sus deseos de colaborar. Fueron ellos los que me hablaron por primera vez, de Miguel.

      Miguel Jiménez era un muchacho tímido, reservado, de unos veinte o veintiún años, inteligente, autodidacta, de una tenacidad y una determinación asombrosas, generoso, leal hasta el extremo y con una enorme capacidad de trabajo. Me parecía haber encontrado la piedra angular. Cuando terminó la reunión le pedí que se quedara un momento. Quería conocer su opinión y su posible grado de implicación en el proyecto que acababa de exponer. Conocido esto, preparamos una reunión en mi casa con el grupo de personas, hombres y mujeres, que se encargarían de actuar como dinamizadores de cuantos sueños se fueran despertando. Y allí estaban, ilusionados, expectantes, responsabilizados, con ganas de cambiar la historia y con el convencimiento de que, ahora sí, todo sería posible.

       Miguel Jiménez, María Castro, Cecilio Pérez, Juany Alemán, Juan Ramón Méndez, Mª. Carmen Valentín, Agapito Pérez, Adela Sánchez, Pilar Iglesias, Paco Sánchez, José Antonio Jiménez, Alfredo Pérez. Fueron la primera avanzadilla, pero otros muchos se fueron incorporando casi de inmediato. Al poco tiempo, el pueblo entero se sintió involucrado y las calles y los caminos no fueron ya lugares de paso, sino de encuentro.

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       Y llegó el sábado. No un sábado cualquiera. La iglesia estaba llena. Concluyó la Eucaristía y el oficiante no les dijo, "podéis ir en Paz", sino, "por favor, les agradecería que se sentasen". Se despojó de la ropa litúrgica y se sentó frente a ellos.

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      Desde ese día, semana tras semana, el pueblo de Temisas se reunía en asamblea ciudadana al finalizar la misa vespertina de los sábados. Y allí daban cuenta de sus problemas, debatían proyectos, decidían acciones, nombraban comisiones y se revisaban compromisos adquiridos.

      Han pasado cerca de cuarenta y tres años y tal vez sea ésta, una de las imágenes que guardo con mayor cariño en mi memoria. Todo el pueblo; sin distinción; hombres y mujeres, niños y ancianos, preparados algunos, menos preparados otros, pero todos decidiendo, todos involucrados, todos orgullosos.

                                                    
                                                     Punto y seguido.

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