domingo, 28 de septiembre de 2014

"Ellos están por aquí"




Y la oscuridad se adueñó de la ciudad.

Era una cálida noche de primavera. Las terrazas de la gran avenida estaban atestadas de gente. Las puertas de los teatros vomitaban miles de espectadores mientras contenían a duras penas filas interminables que aguardaban ansiosas el comienzo de la última sesión. Las aceras estaban abarrotadas de turistas que "disfrutaban" a su manera de la afamada vida nocturna de la ciudad. Un grupo de japoneses se entretenían fotografiando el gran atasco del tráfico rodado. Millones de bombillas de múltiples colores pugnaban por sustituir al sol creando la falsa ilusión de días interminables cargados de luz y de magia. Misión imposible encontrar un hueco en bares o restaurantes. Corría el alcohol, las cervezas caras, el marisco y el jamón ibérico de bellota. Pandillas de adolescentes pegados a sus móviles estrenaban el rito iniciático de su primera noche de libertad entre risas estentóreas y muchos empujones. Una mujer joven apoyada en un farola y maquillada con exceso, susurra a un hombre que camina sólo: //"Hola tesoro, por cincuenta euros te llevo a la galaxia"//. //"Muchas gracias señorita, es usted muy amable, pero yo ya vengo de allí"// - respondió el hombre con voz metálica y mucha ingenuidad - Luego miró fijamente a lo alto y no le importó que la gente tropezara con él. El firmamento, azul oscuro, aparecía completamente limpio. No se veían estrellas. Tampoco la luna, aunque puede que esta permaneciera escondida tras los altos edificios. Un objeto brillante apareció de repente y se detuvo sobre la vertical del asfalto. Nadie pareció darse cuenta. La gente nunca miraba a lo alto. Sólo lo hacía el señor de voz metálica que iba solo. Súbitamente el hombre pareció desvanecerse y el objeto que brillaba en lo alto desapareció más rápido que la luz.




Como por ensalmo, y sin poder asegurar que nada de lo contado hasta ahora tuviese alguna conexión - ni tampoco lo contrario - el aire se tornó liviano y frío. Cayeron unas gotas. Grandes, pesadas, espesas. Y comenzó a llover. Y a llover. Y a llover. Llovía como si el cielo se hubiese desesperado. En cuestión de segundos, un batallón de nubes negras cubrieron por completo la ciudad, abrieron sus compuertas y descargaron en un instante todos los mares y ríos que habían robado.




La gente se llena de espanto, huye, se empuja y se maldice. Las calles se anegan, las tapas de las alcantarillas saltan por los aires y decenas de agujeros negros se convierten en aliviaderos de presas a punto de explotar, contenedores y coches navegan y se atascan sobre el asfalto, el agua supera las aceras y ahora compite con hombres y mujeres por la ocupación de los portales. Y la gente sube escaleras arriba, y el agua sube escaleras arriba. Las azoteas se convierten en piscinas y ahora se desbordan y precipitan como cascadas sobre los ríos que son las calles. Dos ciclistas que perdieron el equilibrio antes de alcanzar la parte más alta de la calle son arrastrados cuesta abajo por la riada, y lanzados con fuerza contra autobuses, automóviles y toda clase de mobiliario urbano como si fueran las bolas de acero de una máquina recreativa. Decenas de cuerpos son arrastrados, tumbados, pisoteados, aplastados. Y aparece el viento, violento, huracanado, destructor. Y vuelan las sillas y las mesas y las luces de neón. Y la fuerza del agua, y la fuerza del viento destruye ventanas y balcones, y rompe en mil pedazos los cristales blindados de bancos y escaparates. Los árboles troncharon, farolas y semáforos quebraron, y se fundieron todas las bombillas. Y el sonido de los lamentos apagaron finalmente el estruendo de la tormenta. Y la oscuridad se adueñó de la ciudad.

Cuando la calle enmudeció, decenas de objetos brillantes iluminaron el cielo. Instantes después, desaparecieron.

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Habían pasado más de veinticinco años desde aquella infausta noche de la primavera del año 2015. Agustín Latorre, catedrático jubilado de Lógica y Metafísica en la Universidad Complutense de Madrid, y desde hace unos años retirado en la isla canaria de La Palma, y su nieto, Airam Santana Latorre, a punto de licenciarse en Matemáticas por la Universidad Politécnica, habían decidido reencontrado en la capital después de más de diez años de ausencias. Nunca habían hablado de ello. Tal vez había llegado el momento.

Y Agustín pensó que sería bueno pasar el día en un paraíso cercano al que no regresaba desde que su hija mayor, la madre de Airám, cumplió los dos años.

Año 2039. Rascafría. Claustro del Monasterio de Santa María del Paular.

.- Abuelo, ¿tu estuviste allí?

.- No, Airam. Los que estuvieron allí, murieron todos.

.- ¿Ahogados?

.- Ahogados, golpeados, aplastados, aterrorizados...

.- ¿Cuántos murieron?

.- Nunca dieron una cifra. Pero se decía que más de tres mil

.- Fue algo extraño, ¿verdad? ¿Cómo lo explicaron?

.- Nunca se explicó. Creo que se sintieron desbordados, perdidos, asustados.

.- ¿Asustados?...¿Qué quieres decir?

.- Algunos pensamos que lo que ocurrió no fue una falla de la naturaleza. Pareció más bien un ensayo. Un ensayo perfectamente programado. A fin de cuentas ¿qué son tres mil personas? En el Tsunami del índico murieron doscientas treinta mil personas y en el terremoto de Haití más de trescientas mil. ¿Pasó algo? ¿Investigó alguien?
Todo lo que ocurrió, y como ocurrió, fue realmente insólito.

.- He oído que os acusan de paranoicos.

.- Sí. Y de conspiranóicos. Y no han dudado en utilizar toda su maquinaria de propaganda para calumniar y silenciar. Y lo que es más grave, para construir una verdad paralela que la inmensa mayoría se traga sin pensar ¿No querrás que te explique quién tiene el poder sobre los medios, y para qué los quieren?

.- Abuelo y...¿el hombre de voz metálica que aparece en tu narración, quién era? ¿Se supo algo de él?

.- Desapareció. Le buscamos durante mucho tiempo. Fue inútil. Tal vez se fue con los otros.

.- ¿Los otros? ¿Te refieres a los objetos brillantes que aparecieron y desaparecieron en el cielo? ¿Qué se sabe de ellos?

.- No lo sé, hijo. No creo que nadie lo sepa. Pero estoy seguro que todavía están aquí.

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Los ecos de la liturgia de las Horas inundaban cada rincón del Monasterio. Abuelo y nieto, sentados al fondo de la capilla, intentaban sumergirse en el dulce ensueño del canto Gregoriano.

Al terminar los oficios, monjes y visitantes acudieron en perfecto orden al refectorio. Mientras comían, en medio del silencio monacal, el Abad se acercó al atril situado en medio de la sala, abrió el libro sagrado y con voz grave y "metálica", leyó:

"Bienaventurado el que lee,
y los que escuchan las palabras de esta profecía,
y guardan lo que en ellas está escrito,
porque el tiempo está cerca."
( Apocalipsis de San Juan )

Silencio.


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