miércoles, 1 de octubre de 2014

¿A qué lugar te fuiste, amor?




.- ¡Holaaa!, ¿Hay alguien en casa?... Mamá, ¿estáis ahí?


.- ¿Qué tal, mi hijo?, pasa; estoy en la cocina.


.- No hace falta que lo jures. Aquí huele a gloria. ¿Qué haces, cocido? ¡Dios mío! Ya le gustaría a los de Lardy hacer un cocido como este. ¿Hay comida para mi?


.- Tu verás... para ti y para un equipo de fútbol. ¡Qué cosas dices!


Mientras su madre cuidaba con mimo tres fuegos a la vez, Javier la abrazó por detrás, y besó zalamero su frente y sus mejillas.


.- Ten cuidado que te puedes quemar...


.- Pero, ¡qué linda es mi viejita!


.- Te quiero, precioso...Y los niños, ¿están bien?


.- Muy bien. Pronto los verás. En una hora estarán aquí dando guerra. Lucía pasará por el colegio.

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.- ¿Y papá, mamá?... ¿Cómo está papá?

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La mañana se había presentado soleada y un poquitín fresca, pero ahora, al llegar el mediodía, un calorcillo agradable invitaba a sentarse en el porche o bajo el gran arce que estaba en el centro del jardín. Los árboles estaban muy grandes. Aún recuerda cuando ayudó al jardinero a regarlos por primera vez. Eran pequeñitos y muy frágiles. "¡Cómo pasa el tiempo!"- pensó - Los ciruelos rojos se habían vestido de rosa fuerte, casi púrpura. En la rama más alta de uno de los abetos se balanceaba un pequeño jilguero con la cabeza de colores. Los macizos de rosas, blancas, rojas y amarillas ponían, aquí y allá, el contrapunto luminoso a la alfombra verde del césped. Un camino de lajas, de piedra rojiza, unía el salón de la casa con un pequeño huerto que en los veranos daba tomates, calabacines, pimientos y pepinos. Una vereda formada con traviesas de madera de viejas vías de tren, unían el porche con una barbacoa de obra. Dispersas entre el sol y la sombra, varias tumbonas invitaban al descanso relajado.

Con sumo cuidado, procurando deslizarme más que pisar, me acerqué a la terraza acristalada que daba al jardín. Ni un ruido. De vez en cuando, el canto armonioso de un jilguero o el áspero grito de un grajo. Nada más. Sentado en una butaca blanca de resina, bajo la sombra del gran Arce, con las manos sobre las rodillas, y mirando al infinito, como ausente, se solazaba mi padre, mi amado y dulce padre.

No quería que me viese. Aún no. Faltaba tiempo para que los niños inundasen de gritos la casa y agitasen, inmisericordes, los inescrutables mundos del abuelo. Quería seguir allí, mirándole. Acompañándole sin tocarle, riendo si percibía que reía o llorando cuando sus gestos delataban pena. Amándole. Intentando comprender. En silencio.

Vestía pantalón de pana beige, jersey de nudos marrón, de cuello vuelto y botas de ante del mismo color. En el suelo, junto a su asiento, la gorra que nunca se ponía. Sobre sus rodillas, un libro. Sus manos sobre él. Ya no leía. No podía... Pero le gustaba acariciarlo, abrirlo y volverlo a cerrar. A veces lo subía hasta su pecho y lo abrazaba. ¿Quién sabe?... Puede que ahora estuviera con Marco Polo viajando por la ruta de la seda, o en un cafetín del Cairo con su adorado Naguib Mahfuz, o viajando por mares intrépidos con el Capitán Trueno... No sabía que vidas estaría viviendo, ni por qué habría escapado de ésta, pero se le rompía el corazón cuando descubría que no era capaz de reconocerle como a su hijo. De todas formas, los peores momentos llegaban con sus pequeños instantes de lucidez. Entonces, en silencio, las lágrimas bañaban su barba blanca y su rostro reflejaba todo el horror de la verdad. Y yo no era capaz de soportarlo.

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Estaba en la grada. Siempre estaba en la grada cuando yo jugaba. Me miraba y sonreía. Aplaudía y me animaba. Ganara o perdiera, para él, yo siempre era el mejor.
Con mamá cada domingo íbamos juntos al cine. Después merendábamos chocolate con churros o tomábamos algún helado. Bueno, mamá prefería pedir tortitas con nata y sirope de fresas. Era su manjar preferido.

Cuando llegaba el buen tiempo cogíamos la mochila y una tienda canadiense y hacíamos senderismo. A papá le gustaban las montañas y la vegetación y los animales que vivían en libertad. Le gustaba tumbarse sobre la hierba y mirar a las estrellas. Y que yo estuviera a su lado; también tumbado; con mis pequeñas manos bajo la nuca, como las ponía él, y asaeteándolo a preguntas, aunque no tuviera respuestas para todas y me prometiera estudiarlas más tarde.

Con mis estudios era exigente. Me decía que era importante estar preparado y que eso sólo dependía de mi. Cuando llegaba del trabajo me preguntaba si podía ayudarme. Le encantaba hacerlo. Si algo no sabía, procuraba encontrar a alguien que me enseñara.

Un día me sorprendió en la calle con Lucía; yo me puse colorado y él sólo me dijo, "adiós". Al llegar a casa me sonrió y dijo que era muy guapa; "Se parece a mamá"- dijo - "Procura que sea feliz."

Sin apenas darme cuenta, me descubro hablando de papá en pasado. Es terrible, Es injusto. Pero ocurre. Y me siento mal. Y no acabo de aceptar que este ser, perdido, sin memoria, sin historia, al que ahora estoy viendo en el jardín, pueda ser el mismo que hace tan sólo unos meses llenaba de alegría mi vida, la vida de mi madre, la de Lucía y la de sus dos nietos. No resulta fácil admitir que este hombre desvalido, menesteroso, e inerme, sea el mismo que sus amigos, sus compañeros y sus alumnos idolatraban como a un auténtico referente. Pero mi padre está aquí. Vive. En su casa. En mi casa. Asustado. Indefenso. Perdido. Atrapado por una enfermedad atroz, implacable. Y yo quiero amarle. Aunque él no se de cuenta.

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Dejé la terraza y volví de nuevo a la cocina. Me quedé en la puerta. Ya no se escuchaba el silbido de las ollas. Mi madre se afanaba ahora en separar, ordenar y limpiar. Esta vez no le hablé ni me acerqué. Quería mirarla sin que ella lo advirtiese. Sonaba la radio. A mi madre le gustaba escucharla mientras trabajaba, los sábados especialmente. Decía que la música que ponían era buenísima. Era la Ser. El trabajo y la radio le ayudaban a no pensar. Una artimaña más para escapar de un enemigo despiadado.

Era una mujer joven, aún no había cumplido los cincuenta y cinco, casi diez menos que su marido. Comenzó a trabajar en una productora de cine antes de acabar sus estudios en una escuela de imagen y sonido. Desde entonces, y hasta que decidió solicitar la excedencia, nunca dejó de ir al trabajo. Por responsabilidad y porque le gustaba lo que hacía. Pero no tuvo dudas. Cuando se confirmó el diagnóstico decidió dejar el trabajo. Quería estar a su lado. Su jefe le ofreció un año de excedencia, ampliable si fuese necesario. Lo agradeció. Su estado de shock le había impedido pensar en esa posibilidad.

Ahora, casi seis meses después, el hijo observaba con ternura y con insufrible pena, el deterioro físico y mental de aquella mujer fuerte y generosa, de la que nadie hablaba pero que cargaba sobre sí, en soledad, todo el peso del horror y del olvido.

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.- ¿Qué hace usted en mi casa? - le espetaba Manuel -


.- Soy yo, mi amor, Paula. Anda, tienes que comer.


.- ¿Ya están encendidas las luces?... ¿Y usted quién es?


.- Anda, vamos adentro. Aquí hace fresco.

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¿Adónde se fueron los besos, adonde las caricias, adonde los largos paseos cogidos de la mano? ¿En qué lugar se refugian ahora los recuerdos, las ilusiones, los sueños de tantos años de vida juntos?

Maldita enfermedad. Maldito Alzheimer.

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Mi padre está ya en el salón. Sobre el sofá grande dejó la chaqueta de lana que le colocó mamá en el jardín. Se sentó en su sillón de oreja y encendió el equipo de música, luego ojeó algunos CD, eligió uno de Norah Jones, y se abandonó a su disfrute. Al poco quedó dormido. Al verlo tan pequeño y perdido, no pude contener la rabia. Me acorde de los millones de personas que viven día a día pendientes de un nuevo hallazgo, de un nuevo descubrimiento, de un nuevo medicamento que les devuelva la esperanza.

Y mientras, quienes nos gobiernan, recortan una y otra vez las migajas que destinan a la investigación sanitaria, porque sí, porque así lo han decidido desde su torre, porque así se lo ordenan desde otras torres. Y se cancelan proyectos, y se expulsa a investigadores, y se cierran centros de salud. Y se afanan en la destrucción de la sanidad pública al tiempo que preparan la alfombra roja para el desembarco de la empresa privada. Su empresa privada. Y nos roban hospitales. Y nos hurtan la inversión de un montón de años en la formación de médicos y enfermer@s. Y se instaura el "repago" farmacéutico. Y se eliminan las ayudas a la dependencia. Y se expulsa a los inmigrantes del sistema. Y se expulsa a los más pobres del sistema. Y se cancelan proyectos, y se exilian investigadores, y se cierran centros de salud. Y si no los echamos pronto, acabarán destruyendo el propio sistema, el que conquistaron con dolor y con sangre, nuestros padres y los padres de nuestros padres, la gloria de nuestros desvelos, la Sanidad Pública, Universal y Gratuíta.

Y dirán que no hay otro remedio, y es mentira.

Y dirán que nos obligan desde Europa, y es mentira.

Y dirán que es por la herencia recibida, y es mentira.

Detrás de todo lo que está ocurriendo existe un programa ideológico muy claro, una hoja de ruta calculada y una virulenta y sospechosa crisis financiera (¿imprevista?¿provocada?¿consentida?) que les ofrece la disculpa necesaria para lanzar, con la mayor impunidad, el ataque más perverso y devastador contra los derechos ciudadanos y el estado del bienestar que jamás haya sufrido la democracia. Y ya están donde querían. Los ricos son cada vez más ricos y la inmensa mayoría, cada vez más pobres. Y lo que es peor, nuestra pérdida de derechos es tal, que es fácil pensar que muy pronto dejaremos de ser ciudadanos para convertirnos en siervos.


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Ya llegaron los niños. Y la casa se vistió de luces.













































Publicado por Antonio Cerpa en 11:12
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