miércoles, 4 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad



      Ya instalaron las luminarias. Más pequeñas que otros años. Dicen que por los recortes. Manolín no entiende que quieren decir con eso "de los recortes", pero no debe ser muy bueno ya que la gente se enfada y dice palabrotas. Y hay tristeza. Tampoco sabe si es por eso que su padre está siempre en casa. Y que su madre no va a la oficina. Y que a veces discuten. Y que los papás de Nerea, de Martín y de Yeray están cada mañana leyendo el periódico en el casino. Puede que sólo sea una impresión, pero Manolín piensa que algo no funciona bien en el mundo.

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      Iba dando saltitos. Los ojos mirando al cielo. Inmerso en sus sueños de niño.

      Hay mucha gente en la calle, pero él no la ve. Ya se marchó el sol. Muy pronto se encenderán las luces y sobre su cabeza volarán renos que arrastran trineos, crecerán abetos cargados de bolas y serpentinas, rojas, azules y amarillas, y alumbrarán estrellas muy grandes, estrellas vestidas de oro, estrellas vestidas de plata.

      De la casa de Esperancita, muy cerca de la plaza y de la iglesia, llega el sonido de un villancico. Las puertas están abiertas. Allí, al fondo del salón grande y oscuro, preñado de pequeñas luminarias, el precioso Belén de todos los años, con su río y con su noria, con sus casitas blancas y sus campos yermos, con sus pastores y sus cabras, con sus ovejas y sus dos perros. Y el portal con el pesebre, con el buey y con la mula, con María, con José, y con El Niño pequeñito entre pañales y en su cuna, y un ángel que brilla colgado del techo hablando de paz y bienaventuranza. Una docena de vecinos lo observan fascinados.

      Ajeno a todo cuanto sucede a su alrededor, inmerso en su universo mágico, el pequeño tararea con voz muy queda, los versos del villancico que reproduce con esfuerzo el viejo pick-up de Esperancita:

                                                        "Duérmete mi niño chico,
                                                        duérmete y no llores más,
                                                        que cuando te hayas dormido
                                                        con los ángeles reirás."

      Cuando la música calla, sus labios continúan moviéndose. En sus grandes ojos negros han cobrado vida las figuritas de barro que ahora se vuelven hacia él y le sonríen. Y envuelto en una nube, se va con ellas.

      .- ¿Cómo te llamas? - Le pregunta el alfarero -

      .- Me llamo Manuel, pero todos me llaman Manolín. ¿Y tú,... cual es tu nombre? Me gusta mucho lo que haces. Es bonito hacer cosas con el barro. ¿Podrías enseñarme?

      .- ¡Claro que sí, Manolín! Estoy seguro que harías cosas preciosas. Y además, tendrías tiempo para pensar, para charlar, para jugar, para sentir la lluvia, oler el viento, calentarte con el sol. Serías muy feliz. En tus días, según nos han contado los viajeros del tiempo, las personas están demasiado ocupadas haciendo,... bueno,... en realidad no sé bien lo que hacéis. Resulta extraño. Nunca lo pude entender. Perdona, no te quisiera molestar, pero parecéis un poco subdesarrollados. Me da la impresión de que pasáis por la vida sin haber vivido jamás. Bueno, dejemos eso ahora. Me imagino que querrás ir a conocer La Buena Nueva que ha acontecido por estos lugares.

      .- ¿Podría, señor? ¿Sería posible ver con mis ojos a Jesús recién nacido?

      .- ¿Por qué le llamas Jesús? Acaba de nacer. No creo que aún le hayan puesto nombre. Pero claro, claro que podrás verlo. Me han dicho que no está lejos de aquí.

      El Niño calló y protegió su secreto. El alfarero acarició la cabeza del muchacho y metió en su mochila un poco de queso, unos dátiles y un trozo de pan duro.

.- Para que comas algo en el camino. ¡Ah!, se me olvidaba, me llamo Zenón, "el que vive". Cuando quieras, ya sabes donde encontrarme. Me ha gustado conocerte, Manolín.

      El Niño se despidió de Zenón, y se unió a unos pastores que se dirigían con sus ofrendas al portal. Sus tres compañeros de viaje, Mohammed, "digno de ser alabado", Salomón, "aquel que lleva la paz" y Abdallah, "el siervo de Dios", aceptaron gustosos su compañía. Como aquella noche en Belén era realmente fría, cubrieron su pequeño cuerpo con una capa de lana muy gruesa, y para que no se sintiera mal, le dejaron una jaula con dos tórtolas para que pudiera presentarla como ofrenda.

      Ya están cerca. Allí se ve la estrella. Cruzaron un pequeño riachuelo saltando de piedra en piedra, Mohammed con un cordero sobre los hombros, Salomón tirando con fuerza de dos cabras, Abdallah con dos quesos y un ánfora de miel, y Manolín con dos tórtolas en una jaula.

      Una luz de carburo ilumina el interior del cobertizo. Un buey y una mula palían el intenso frío de aquel lugar con el fuego que desprenden sus cuerpos generosos. En un improvisado hogar hecho con tres piedras y un puñado de ramas secas, un hombre joven calienta un puchero de papas y verduras. A su lado, una jovencita, poco más que una niña, amamanta y da calor a un niño recién nacido.

      Los pastores se acercan, saludan a los jóvenes padres y dejan sus presentes a los pies de la cuna. Manolín está petrificado. Apenas puede moverse. ¿Cómo es posible...? El sabe cosas que sus acompañantes no saben, ni siquiera imaginan. ¡Está allí! Dos mil años atrás. Cuando todo comenzó. María le ha mirado y le sonríe. Le conoce..."¡Me conoce!". Se ha puesto a temblar. María le invita a acercarse. Jesús ha dejado de mamar y ahora dormita dulcemente en su regazo. Manolín da unos pasos vacilantes y deja su ofrenda junto al resto.

      Quiere hacerlo. Un impulso irrefrenable le pide que lo haga. Pero no se atreve. María se da cuenta, le acaricia con sus ojos, y ahuyenta sus temores. El pequeño se acuerda de sus padres; y de los padres de sus amigos; y de Don Juan, el del molino, a quién echaron de su casa con su mujer y sus tres hijos porque llevaban tres meses sin poder pagar la hipoteca; y de las filas de mujeres, y de negros, y de moros y de niños, que esperaban a las puertas de Cáritas; y de su pueblo; y de los otros pueblos, de sus tristezas y su rabia. Como le dijo Zenón, el alfarero, aún es muy pequeño para comprender ciertas cosas, pero no, no le gusta como funciona el mundo.

      Al fin se inclina sobre El Niño y besa suavemente su frente. Y al instante se da cuenta, de que ha besado a Dios.









































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