martes, 13 de mayo de 2014

Le preguntaré a mi perro

Sentado en el viejo banco que el señor cura había sacado al paseo marítimo para leer el breviario y ver volar a las gaviotas, un hombre mayor - no podría precisar su edad - dejaba transcurrir el tiempo mirando a lo lejos más allá de donde el cielo y el mar acaban confundiéndose. Me gustaba mirarle. Transmitía un no se qué que sosegaba. Apenas se movía. ¿Qué estaría pensando? ¿A qué lugar mágico le llevarían sus dudas y sus sueños? Sus manos, finas, grandes, nervudas, llenas de manchas irregulares de color marrón, descansaban suavemente sobre sus rodillas. Sus ojos, pequeños, grises y acuosos se cerraban de vez en cuando, como sí quisiera registrar en su memoria la fugacidad de cada instante, y su belleza, y su contingencia... Daría lo que fuera por penetrar en su mundo... y perderme en él.

Lo veía cada día. Siempre a la misma hora, en el banco de siempre, siempre solo, siempre mirando al infinito. Y siempre, siempre, sin que pudiera evitarlo, mis ojos y mis pensamientos quedaban atrapados por su figura y su misterio.

Muy cerca, casi rozando sus pies, un joven Labrador, color canela, miraba al mar y le miraba a él. De vez en cuando acercaba su cabeza y el hombre la rascaba con dulzura. Y al animal le temblaban los ojos y todo su cuerpo.

Me extrañaba su soledad. Las gentes del lugar eran abiertas, hospitalarias; él parecía una persona amable, sencilla. Pero nunca le vi en compañía. Es posible que no fuera de aquella barriada; o que estuviera en ella temporalmente; tal vez, como yo, era sólo un vecino ocasional, alguien que se acercaba por unas horas hasta el viejo banco del cura, para descansar y meditar - yo o caminaba o corría, y algunas veces, al pasar por allí, descansaba y miraba - pero, aún así, no acertaba a comprender su aislamiento perpetuo. No me cuadraba. Y me propuse encontrar una respuesta.

Hace doce días que no salgo a caminar. Un viaje inesperado me ha entretenido fuera de la isla con asuntos que tenían que ver con mi trabajo. Pero ya estoy aquí, con las zapatillas puestas y el alma en vilo. Tengo ganas de verle. ¿Estará? Me acercaré y le hablaré. Y él me hablará. Seguro. Y puede que conozca su misterio. Y tal vez empiece a vislumbrar el mío.

La tarde es pura gloria. Todavía quedan un par de horas de luz. Ni una nube en el cielo, ni una ola en el mar. Un gran petrolero hace sonar su sirena mientras prepara su arribada al muelle grande. Varios barcos de menor porte permanecen fondeados a escasos metros de la bocana - ¿Consecuencias de la crisis? - A lo lejos se divisa la majestuosa presencia de un gran velero. Es probable que sea el Juan Sebastián el Cano, buque escuela de la Armada Española - lo esperaban para estos días - aunque por un instante mis ensoñaciones me llevaron a pensar que se trataba del barco pirata del capitán Sparrow, de aventura por las islas. Una pareja de patinadores pasan volando a mi lado y me dan un susto de muerte, ¡Jodidos críos! Un veterano pescador, sentado en el malecón con los pies colgando rozando la escollera, espera con paciencia infinita que un pez despistado pique el anzuelo. Mientras el milagro llega, se goza con el placentero cosquilleo que le produce el rumor del agua besando suavemente los cantos de hormigón. Un gato moteado dormita entre las rocas con aire displicente.

No está. El hombre mayor ya no está. Froto con violencia mis ojos en un intento desesperado por desmentir mi desencanto... Pero no, el banco del señor cura está vacío. ¿Se habrá retrasado? ¿Estará enfermo? ¿O...? Una mezcla de preocupación y de tristeza se apodera de mi.

Estoy a unos veinte metros de su particular cenobio, su templo, su lugar de avistamiento. Un viento suave y apacible envuelve el lugar de una especie de halo cargado de misterio. He quedado paralizado. Miro en todas direcciones tratando desesperadamente de tropezarme con él, pero sólo veo hombres y mujeres que corren autistas, congestionados y sudorosos. Ni rastro de mi amigo invisible.

Desde la playa de La Laja, por el paseo marítimo y muy pegado al malecón, rozándose con él, arañándose con él, ensuciándose con él, se acerca despacio y en soledad un precioso ejemplar de Labrador color canela. Mi corazón se acelera. ¿Será posible? ¿Desde dónde viene? ¿Qué sabrá? El animal no levanta sus ojos del suelo, su cola, tantas veces bailarina, permanece caída y lacia. Su pelaje - tal vez sean mis ojos - parece haber perdido el brillo de su edad joven. Parece que hubiera envejecido setenta años.(setenta años de perro)

No puedo dejar de mirarle. Parece abstraído, como si no viese nada de cuanto ocurre a su alrededor. Recostado en el suelo delante del banco y con la cabeza erguida, mira
a lo lejos, allá donde el mar se confunde con el cielo, como hacía su dueño. Por momentos se vuelve pero nadie rasca su cabeza. Y continúa con sus ojos color miel fijos en el infinito intentando ver lo que él veía.

Por fin regreso de la nube y recupero un aceptable nivel de consciencia. Abordo a cuantas personas transitan por la avenida y les pregunto por el señor mayor de pelo cano que se sentaba cada día en el banco del señor cura entre las siete y las nueve de la tarde. Nadie sabe nada. Nadie le ha visto nunca. // "¿Pero usted pasea habitualmente por aquí?" - pregunto extrañado - // //"Desde hace cuatro años, todos los días"// //"¿Y no le ha visto?"// //"Nunca"//

¿Me estaré volviendo loco? No es posible. Yo le he visto, le he visto muchos días, le he visto sonreír y le he visto rascar la cabeza de su perro. Pero por otra parte, tal vez sea esta respuesta de la gente la que explique la increíble realidad de su soledad perpetua. Nunca estuvo solo, porque nunca estuvo allí.

Muy despacio, intentando proteger la magia de su éxtasis, me acerco por detrás y, sin hacer ruido, me siento en el banco. De inmediato, como impulsado por un resorte ancestral, el joven Labrador yergue su cuerpo, levanta el morro y olfatea ansioso los olores familiares que transporta el alisio, se pone en pie de un respingo, mueve su cola con desespero, se vuelve hacia mí, lanza sus manos a mi pecho intentando abrazarme con torpeza y lame con locura mis manos y mi cara mientras emite sonidos que parecen lamentos pero que son gritos de alegría infinita. Su amo había regresado. Y el amo era yo. ¿El anciano era yo? No tengo manchas en las manos, mi pelo es castaño y abundante, aún puedo correr sin que los dolores me incapaciten, mis hijos son pequeños,...pero,...no había dudas. El perro me señaló a mí.

¿Qué dimensiones de espacio-tiempo atravesé sin saberlo? ¿Soy joven o soy viejo? En realidad, ¿Quién soy yo? Tal vez deba preguntarle a mi perro.




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