domingo, 23 de septiembre de 2012

La Manifestación.

      Sentado en la pequeña terraza que da al jardín, con los estores subidos y las cristaleras abiertas para que entrasen los olores y los humildes sonidos de aquel rincón amado, con las puertas que comunicaban con el salón cerradas para aislar su refugio del sonido de la radio que llegaba desde la cocina, con un libro de Ana María Matute sobre las rodillas y la mirada perdida entre las flores y el cielo azul, un hombre mayor se dejaba mecer confiadamente en el dulce discurrir de la vida.

      A Manuel le gustaba pensar. No le daban miedo los laberintos por los que su mente pudiera hacerle transitar. Disfrutaba sobremanera en esas horas en las que el tiempo pareciera detenerse y donde pasado, presente y futuro se confunden y se abrazan. Rara vez dirigía el tránsito de su imaginación (hubiera sido imposible). Prefería dejarse llevar. Confiaba en la riqueza del subconsciente, en los ríos de información que permanecen ocultos en las profundidades del  inconsciente y en la infinita fuente de sabiduría que es capaz de generar nuestro cerebro. Y aunque en aquel viaje fuese zarandeado como una pequeña barca en medio de la tormenta, no podía existir para él mayor estado de placer.

      Sabía sin embargo, que la riqueza de aquellos momentos en soledad deberían nutrirse necesariamente de la vida, de su capacidad para la reflexión, de sus lecturas, de su relación con los otros y con el mundo, de su respeto a las propias convicciones.

      Sus horas de meditación no eran un ejercicio de escapismo, ni una huída del mundo real a la búsqueda del Shangri-La adolescente. Pensar, abandonarse, dejarse conducir, ...  y volver a pensar lo pensado. Pensar, soñar, ... pensar y desvelar lo que está oculto era parte esencial en sus planes para alcanzar la felicidad y comprender el mundo que le rodeaba. En realidad, el siempre pensó que la contemplación es el ejercicio que más acerca al hombre a su propio entendimiento. Escuchar. Estar y prestar atención. Y vivir así largas horas de espera atento al menor movimiento de los seres y de las cosas que te rodean, presto a descubrir la señal de una luz o una presencia.

      Era la hora de Vísperas. El sol se escondía tras las peñas y el aire fresco que venía de la montaña comenzaba a recordarle que el invierno había llegado. Al fondo, no demasiado lejos, el mar ... ¿real, anhelado? Cerró puertas y ventanas y se cubrió con una rebeca que le trajo su mujer, pero aún permaneció largo tiempo en la terraza, a ratos leyendo, a ratos soñando.

      Habían pasado muchos años. Pero no se sentía viejo. Procuraba mirarse poco en el espejo, oler siempre a limpio y vestir con una cierta informalidad calculada. Y si alguna vez lo olvidaba, allí estaba Ella, arreglando el cuello de la camisa, colocando el flequillo rebelde, perfumando su barba y sus manos, protegiéndole, cuidándole, mimándole.

      María. Siempre en la sombra, pero al cabo de todo. Descreída y escéptica pero honesta y cargada de curiosidad. Compasiva. Trabajadora. Muy inteligente. Amante de los libros y buceadora impenitente de enigmas y misterios. Desde muy niña trabajó en librerías y en una de ellas le conoció. Desde entonces han compartido la vida y han visto crecer y volar a sus hijos. Al contrario que él, ella prefiere no pensar. Bueno, dicho así no suena muy bien, sería más exacto decir que le produce un temor insuperable el ejercicio libre de la imaginación. Experiencias dolorosas, Miedos atávicos, lastres culturales ... Siempre prefirió refugiarse en la lectura, en la discusión reflexiva, en el trabajo físico o en el juego de "Apalabrados". Le servían para escapar de lo oscuro, para superar incertidumbres, para alejar los fantasmas, para seguir viviendo. Afortunadamente, amaba y se sentía amada.

      Por fin se levanta, se cambia de ropa, calza sus zapatillas deportivas y se va a caminar. Antes de salir por la puerta escucha los consejos que cada día le repite su mujer: "abrígate que hace fresco", "no te olvides el móvil", "si llueve o estás cansado, me llamas y voy a buscarte", "ojito con lo que haces", "no camines demasiado", "¿llevas el transistor?

      Le gustaba caminar. Le gustó siempre. Desde que era niño. Y le encantaba hacerlo en soledad. Sintiendo cada pisada, escuchando el ritmo acompasado de su respiración, con los ojos y los oídos bien abiertos, con la imaginación llevándole de aquí para allá sin apenas control, saludando con la mano, con la cabeza o con una sonrisa a cuantos se cruzaban con él, feliz de vivir y de ser consciente de que vivía

      Mañana era la gran manifestación. Allí estarían. María y él. Cogidos de la mano o agarrando una pancarta. Gritando consignas o en respetuoso silencio, pero presentes, sumando. Como si fueran dos votos. Sintiéndose útiles. Importantes. Necesarios.

      .- Y recordarían la alegría de aquel 12 de junio de 1977 entre las montañas de Torrelodones en el primer mitin multitudinario del PCE tras su legalización,

      .- o la tristeza y el desgarro del millón largo de personas que tomaron las calles de Madrid en impresionante silencio la tarde del 26 de enero de aquel mismo año, asustados y enrabietados tras la cobarde masacre de los abogados laboralistas de la calle de Atocha.

      .- Rescatarían las emociones y la determinación de cientos de miles de ciudadanos antes las puertas del Congreso aquel 27 de Febrero de 1981 en respuesta al intento de golpe de Estado que unos indeseables perpetraron la tarde del 23F.

      .- Revivirían el levantamiento masivo en el país vasco contra la dictadura sangrienta de ETA tras el ignominioso asesinato de Miguel Ángel Blanco, y volverían a ver sus manos pintadas de blanco alzándose al cielo.

      .- Escucharían de nuevo el clamor del País entero echado a la calle gritando: ¡No a la Guerra!

      .- Y asitirían al despertar juvenil del 15M, a su rebelión pacífica y a sus gritos reclamando libertad y ¡Democracia real Ya!

      Sí. Mañana estarían allí. Junto a otros. Como ciudadanos libres. Para evitar el expolio, el derribo planificado del estado del bienestar. Para decir, ¡Basta! Para que no acaben robándonos la dignidad y nuestro derecho a soñar.

      Sí. Mañana estarían allí. Como ayer. Como siempre. Mientras vivan.































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