miércoles, 6 de abril de 2011

El día de Reyes. (Recuerdos.-3)

      Era un día precioso, como casi todos en la isla. El bar Estupiñán acogía a la clientela habitual de los días festivos, casi todo hombres ocupando la barra, y un matrimonio sentado en las mesas del patio interior, tomando chocolate con churros.

      Cuando llegué, pasadas las 10 de la mañana, aún estaba libre mi rincón favorito. Desde él,  mientras saboreaba mi primer café, podía observar todo el bullir de la vida en la plaza de San Juan. Amaba esa plaza aunque,tampoco en esto, era muy original. Todos los habitantes del pueblo, tuvieran la edad que tuviesen, adorábamos ese lugar.

      Está ubicada en el corazón de la ciudad, junto a la Basílica que se asienta en otra pequeña plazoleta situada a la derecha - vista desde el lugar que yo me encontraba -  y separada por una calle que conducía al barrio de San Antonio pasando por la "placetilla", y donde aguardaban, siempre atentos al teléfono, los dos taxis del barrio.

      Tiene forma rectangular y fue diseñada y construída con mimo y con cierto rigor matemático. Cada uno de sus cuatro lados están protegidos con cuidadísimos macizos de flores y arbustos. En su interior, tres enormes y bellísimos laureles de india cubren, partiendo desde tres de las esquinas, gran parte del cielo de la plaza. En la cuarta, un enorme plátano, además de sombra, pone el contrapunto a la estética del conjunto.

      Se accedía a su interior, a través de cuatro entradas situadas en el centro de cada uno de los lados. A la izquierda, mirando siempre desde el lugar en que me encontraba, y separada por una generosa acera, el Ayuntamiento y el Casino. Al fondo, y siguiendo la misma acera, dos preciosas casas particulares, completaban la perfecta armonía del conjunto. Frente a mí, a unos seis u ocho metros, y separada por la carretera que conducía  a Las Palmas, se encontraba, la que podríamos llamar, entrada principal aunque no había nada que la diferenciara de las otras.

      Ensimismado en mi contemplación estaba yo, cuando, por esos caprichos que tiene la memoria, mis recuerdos me llevaron a una mañana de Enero del año 1951. Exactamente al 6 de ese mes, festividad de las Reyes Magos.

      Allí estaba él. No tendría más de 7 años. Pequeño, delgadito y con la sonrisa de todos los días iluminando su cara. Vestía un pantaloncito corto de un tejido indeterminado, la camisa blanca de los días de fiesta y una chaqueta de pana azul marino que había heredado de su hermano y que su madre le había arreglado con primor. Calzaba sus botas de ir a misa, muy gastadas pero limpias y brillantes.

      Pero hoy, lo más importante, era la pequeña pistola con cuerpo de madera y cañón metálico que disparaba, no más allá de metro y medio, un inocente tapón de corcho.

      Se le veía exultante. Sus ojillos, pequeños y alegres, buscaban complicidades en cualquier persona que se cruzara a su paso. Se sentía orgulloso de su juguete //"¿a que parece de verdad? - decía -"//  De vez en cuando, su mirada buscaba impaciente el balcón del Ayuntamiento, hasta ahora vacío.  Por fin apareció. Vestido con su uniforme "de General"- aunque solo fuera un humilde conserje - con la sonrisa permanente que había heredado su hijo. Desde lo alto miró al niño y este miró a su padre, el niño se sintió seguro y su padre se rompía de gozo por dentro. Y siguió jugando, y riendo y se sintió feliz.

      En estas apareció "Nino", y con el dos preciosos revólveres dorados y brillantes como los que se veían en las películas del oeste. Disparaba unos mixtos que generaban luz y reproducían el ruido de un petardo. Todos los chicos se fueron con él. Y el niño se quedó solo con su pistola de madera y sin la mirada de su padre que ya no estaba en el balcón. De repente sintió una tristeza infinita y sus ojos se llenaron de lágrimas.

      Tres chicos mayores que habían contemplado la escena se acercaron al pequeño y le pidieron que les enseñase su pistola, - "es la más bonita, la más auténtica de todas las pistolas que hemos visto" - le dijeron - "algunas pueden parecer más lujosas, pero se nota enseguida que son de mentira. Nosotros preferimos esta, parece de verdad."

      Y el niño recuperó la sonrisa. Y se fue saltando, disparando su pistola de madera con su taponcito de corcho.

      Pasaron los años, y aquellos tres chicos mayores, Miguel, Agustín y  un tercero , cuyo nombre lamento no recordar, permanecen en el lugar que mi memoria reserva a los héroes de mi niñez.

      De ellos aprendí, que debería estar siempre atento al sufrimiento innecesario que suele provocar nuestra falta de sensibilidad, aún en los acontecimientos más triviales de la vida :  "el niño que permanece aislado y triste mientras todas las miradas y caricias se dirigen al bebé", "la chica menos agraciada a quién nadie hace caso en la reunión",
"el hijo menos dotado que sufre la permanente comparación con el hermano modélico."

      Se me ha hecho tarde. Termino de tomar mi tercer café, pago la cuenta y me voy a ver a mi hermano que trabaja en un taller que está junto a la panadería de Miguelito.

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