viernes, 29 de abril de 2011

La Plaza de San Juan. (Recuerdos.- 5)

      Estaba sentado en un banco de la plaza. A su espalda, la Iglesia. Frente a él, el ayuntamiento y el casino. No serían más de las ocho de la tarde. Era un hermoso día de octubre del año 2010.

      La alameda estaba prácticamente desierta, solo un viejecito con la mirada perdida de quien parece transitar por los mundos que él ahora frecuentaba, traía algo de ternura a un lugar que  recuerda cargado de juegos, de confidencias y de gritos, de alegría contagiosa y de ganas de comerse la vida. Hasta los pájaros, inquilinos permanentes de aquellos arboles centenarios que antes parecían competir con los niños en un duelo de algarabías, parecen haberse contagiado de una cierta tristeza museística, y apenas se les oye trinar.

      La Basílica, la plaza, los edificios que las circundan, conforman un conjunto arquitectónico singularmente bello. Todo parece haberse cuidado al detalle. Piedras, maderas nobles, paredes enjalbegadas de un blanco luminoso o pintadas de hermosos colores con sabor a tierra caliente, mobiliario urbano exquisitamente elegido, árboles nobles y centenarios, flores y arbustos,... todo preparado para el placer de los sentidos, para el reclamo de turistas y sí, tal vez también, para despertar cierto orgullo de pertenencia en los vecinos del lugar.

      Sin embargo él, ausente de la ciudad durante demasiado tiempo, experimentaba durante esa tarde de otoño un cierto desencanto, una melancolía que lo retrotraía a cincuenta, sesenta años atrás, cuando la plaza de San Juan era un bullir de niños jugando a "calambre", de adolescentes rumiando juntos las incertidumbres de una vida que les descoloca y les supera, de parejas que exhiben su amor con descaro, de hombres y mujeres que se encuentran, que se hablan, que discuten, que ríen. Y como trasfondo, el trinar sinfónico de los pájaros. En definitiva, echaba de menos la dulzura del vivir

      Aquel lugar mágico, espléndido y luminoso ahora, había perdido el alma. Quedaba muy bien en las fotos publicitarias, en los libros de lujo editados para mayor gloria de los que gobiernan, en las guías para turistas culteranos, pero transmitía cierto deje de tristeza, de muchacha abandonada, de caserón sin niños.

      Seguramente, se decía, algo habrán tenido que ver los cambios en las costumbres: las nuevas tecnologías, la playstation, los juegos de ordenador, internet, las redes sociales,...Sin embargo, intuía que, aunque le faltaran elementos de juicio y preparación suficiente para afirmarlo, quienes habían configurado el plan urbanístico de aquel lugar singular, habían errado en su diseño. La megalomanía del poder, la escasa visión que lleva a los políticos a despreciar a la gente corriente apropiándose de espacios  hermosos repletos de vida para convertirlos en frías dependencias administrativas, habían acabado por destruir un paraíso cargado de quimeras y de sueños.

      Ahora sólo le quedaba el recuerdo, pero se aferraría a él con la certeza de quien conoce el edén y sabe que le pertenece, navegaría una y mil veces en el tiempo para encontrarse, charlar y jugar, con gentes, lugares y acontecimientos que marcaron su vida y le ayudaron a conformar el hombre que es hoy.

      "Por un instante, su mente - y quién sabe si su cuerpo - abandonó aquella plaza vacía y se encontró sumergido en un mar de risas, gritos, saltos y carreras. Allí estaban Nino, Pijuán y Chano Estupiñán haciendo virguerías con sus bicis, un grupo de niñas saltando a la comba y Felipe acercándose con su maravillosa pelota de goma y su sonrisita de trinfador de la tarde. Una vez más, nos tocaría tener que aceptar "al pulpo como animal de compañía", esto es, que Felipe jugara de delantero durante todo el partido si queríamos disfrutar de un partido de fútbol con su fantástica pelota."


      Ya estaba de vuelta. El anciano ya no estaba en su banco; las farolas encendidas anunciaban la llegada de otra noche. Se le había hecho tarde. Se levantó y caminó despacio hacia la parada de la guagua que le llevaría hasta Las Palmas.

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